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El toreo como orgasmo

Siempre me ha gustado ver la fiesta de los toros como representación erótica. Quizá desde que hace ya muchos años le oí comentar a un torero: "Si vas con una mujer, el toro lo nota". Es una perspectiva anterior y distinta a mi lectura del "orgasmo del toro" de Bataille. Pero no cabe duda de que el mundo taurino está envuelto en una compleja simbología sexual; en realidad, la fiesta no es sino un rito progresivo cuyo objetivo último es el orgasmo.Todo el proceso está teñido de signos sensuales que se van desparramando aquí y allá de manera un tanto ambigua. La apariencia de los protagonistas de la corrida va sufriendo una metamorfosis, curiosas mutaciones sexuales, a medida que se desarrolla el festejo. Mucho se ha hablado de la imagen femenina del torero, innegable desde la ceremonia vestimentaria, hasta el propio traje de luces -vestido, lo llaman los taurinos-, pasando por la solemnidad de los andares, y todo adquiere un carácter burlesco en el juego con la capa o en la suerte de banderillas.

La gracia feminoide propia de esta fase (obsérvese el pudor con que por entonces el torero trata de esconder, tras la capa o la montera, el paquete) queda suspendida en cuanto los timbales anuncian la hora de la verdad, la dramática copulativa de que hablaba Michel Leiris.

Cuando el torero toma la muleta, todo desaparece de la plaza, que pierde su cariz festivo para convertirse en espacio trágico, en enfrentamiento sexual con resultado de vida o muerte. Para entonces, el torero ha adquirido un corte viril propio (le quien pasa -dominador- al ataque; ya no esconde el paquete, sino que lo exhibe orgullosamente al cimbrear su cuerpo. Es el momento de arrimarse al toro. Algún diestro ha confesado "el curioso placer que sientes cuando el toro te roza las partes con el lomo: es como una caricia de mujer desnuda".

Muchos toreros confirman su excitación sexual, sobre todo si se produce el, acoplamiento con el toro, esa electricidad que la plaza entera percibe, no obstante estarse jugando en un terreno peligrosamente íntimo. Cuando el diestro monta su espada para intentar penetrar en esa vagina ensangrentada abierta por el picador, resulta evidente el papel sexual del estoque en posición de cumplir con la última y decisiva secuencia presidida por la muerte, como mandan los cánones de la infinitud erótica. El orgasmo a veces no es sólo simbólico, sino que se apodera físicamente del diestro, que sólo cuando vuelve a tablas, descendido de una cierta levitación, apercibe lo sucedido.

Es éste un viejo tema que no sé si el paso del tiempo habrá alterado. Pero de siempre, para el torero -sobre todo para el no consagrado aún-, la mujer es el toro. Su obsesión, sus anhelos, sus ideas y sentimientos empiezan y acaban en el toro, en la soledad de una habitación de hotel de cualquier pueblo. La otra mujer que le acecha social, carnalmente, es en realidad la gran enemiga: la que desvía, descentra y perturba la obsesiva vida íntima del torerillo. Es un tópico, en la educación que el novillero recibe de su apoderado, la prevención, la incompatibilidad que éste trata de inculcar en su pupilo con respecto a la mujer. "El toro es muy celoso", dicen, la mujer te puede echar a perder; si pruebas con una mujer, te vas a enviciar". Pero sólo el torero sabe que su sexualidad inapelable se pone a prueba cada tarde frente a la víctima propiciatoria en la soledad del riesgo.

José Antonio Gabriel y Galán es escritor.

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