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La transición democrática y sus historiadores

Hay tres profesiones conscientes de que la humanidad les debe buena parte de la grandeza que atesora: los políticos, los historiadores y los cirujanos. El resto de los gremios tienen sus alzas y sus bajas. Los periodistas tan pronto se consideran paradigmas de la verdad como cronistas de una cotidianidad sórdida. Los policías nunca han logrado adecuar la realidad a la imagen que aparece en los tele filmes. Los comerciantes o empresarios, que viven su momento histórico quizá más egregio desde el Renacimiento, no pueden esconder una cierta angustia ante la inseguridad de los tiempos. Los filósofos, que aún hoy gozan cuando mueren de cierta preponderancia, sobreviven gremialmente entre la nada y la miseria más relativa. Políticos, historiadores y cirujanos son profesiones establecidas que exigen un cierto grado de autosatisfacción. Un periodista y un policía, por ejemplo, tienen en común la permanente conflictividad entre sus aspiraciones y la realidad. Un político, un historiador o un cirujano no pueden ejercer su oficio si no es con la seguridad de que están ayudando a la humanidad bajo la forma de una ley, de una experiencia aleccionadora, o de un tumor maligno operado a tiempo. No tienen posibilidades para el malditismo, como los creadores. Un político maldito, por principio, deja de ser político. Un cirujano y un historiador, lo mismo.

Son profesiones que se llevan muy bien entre sí. Es fácil encontrar a un cirujano de tendencias radicales sirviendo a la humanidad bajo la forma de un dictador tendido en la mesa de operaciones. No es difícil hallar un historiador progresista entendiendo el papel positivo de un político conservador que no acertó jamás en sus pronósticos. Tampoco es raro que un ministro en ejercicio pondere la ecuanimidad de algún estudioso, especialmente si es hispanista, porque eso abre puertas a nuestra imagen exterior.

No hay constancia de la participación de los cirujanos en nuestra historia inmediata si exceptuamos el papel siniestro que jugaron algunas eminencias durante la larga agonía del generalísimo Franco. Consta, no obstante, que la clase política de la transición y sus historiadores se llevaron muy bien, hasta tal punto que acordaron reunirse para decidir cómo se debía escribir la historia. Lo hicieron durante el mes de mayo de 1984 y no se sabe muy bien por qué extraña conjugación del destino el lugar se llamaba San Juan de la Penitencia. Fue en Toledo, bajo los auspicios de la Fundación José Ortega y Gasset.

Allí, clase política e historiadores, decidieron cómo se debía escribir la transición y cómo debía quedar el repertorio de personajes ante la inminente posteridad. Una reunión como esta toledana de 1984 no la hubo, que se sepa, en la historia de la humanidad. Un puñado de protagonistas de la transición democrática determinaron de mutuo acuerdo cómo debía ser escrita su historia.

Así fue posible que el gremio de historiadores especializados en la transición construyeran una historia angélica basada en los testimonios de los protagonistas. La clase política procedente de la dictadura esperaba ansiosa el momento de exteriorizar su sensibilidad democrática. Los partidos clandestinos estaban henchidos de patriotismo y su militancia entendía que había llegado el instante de dejar a un lado las diferencias para aunarse en lo trascendental: la monarquía parlamentaria. El propio monarca esperaba el momento oportuno para anunciar a los españoles la buena nueva de la democracia. En fin, la ciudadanía, con una madurez y un pragmatismo dignos de nuestra estirpe y que no había tenido ocasión de manifestarse durante. siglos, mostraba al mundo cómo se podía pasar de una tiranía totalitaria a un modelo democrático homologado con Occidente.

Con este marco incomparable de coincidencias lo único que quedaba fuera era la realidad. Y la realidad, al filo de la muerte de Franco, consistía en cosas tan evidentes como que la oposición en su conjunto considerara al entonces príncipe Juan Carlos un elemento más de continuidad que de cambio, entre otras cosas porque había sido puesto allí para eso. Que monarquía no era sinónimo de democracia, sino más bien todo lo contrario, puesto que bastaba referirnos a los dos siglos últimos de historia de España para ratificarlo.

En otras palabras, que quienes defendíamos entonces la ruptura frente a la reforma no éramos unos seres resentidos y sedientos de venganza, sino unos individuos que a tenor de nuestros escasos conocimientos políticos considerábamos que todo lo que emanaba del viejo régimen iba en beneficio de su continuidad, y que aquello era una dictadura totalitaria y no un régimen autoritario con amplio margen para la disidencia, como había expresado el ínclito sociólogo J. J. Linz.

La transición fue la funeraria de la izquierda española porque puso en cuestión toda la táctica y la estrategia con la que había afrontado durante décadas al franquismo. Si era posible la reforma y, no era factible la ruptura, la única alternativa estaba en disputar la hegemonía de ese tránsito. Se optó por una salida diferente. Echar paletadas semánticas que cubrieran la penuria de los análisis. Se inventó la "ruptura pactada", el "consenso rupturista" y la jerga política quizá se enriqueciera, pero por lo demás nadie se atrevió a decir la verdad, porque la realidad política durante la transición les parecía el más peligroso revulsivo. Un producto que para la clase política de entonces debía ser manejado con la precaución de un explosivo.

¿Se puede ya decir la verdad sobre la transición? Eso es lo que pretendí escribiendo El precio de la transición. La democracia ya está consolidada, las veleidades golpistas desenmascaradas, la monarquía firmemente establecida. Es el momento, por tanto, de iniciar una revisión de lo que ocurrió, entre otras porque a partir de ahí se podrán entender elementos de nuestra vida política cotidiana.

El distanciamiento entre clase política y sociedad civil no viene de ahora, sino que fue un rasgo dominante durante toda la transición. La impunidad política de los dirigentes, de la que parecen quejarse ahora algunos, fue una costumbre establecida durante toda la transición. Mientras duró la transición nuestra clase política tuvo bula. Se constituyó en un mandarinato de notables que nos estaban trayendo el bien, la democracia, que podían echarse un pulso entre ellos, incluso algún rifirrafe, pero estaba vedada cualquier intromisión de los gentiles.

Nuestra clase política salida de la transición está convencida -porque muchos contribuyeron a ello- de que todas las mañanas deberíamos desayunamos dándoles las gracias por lo bien que lo hicieron. Y si hoy se quejan de la agresividad de la prensa para con ellos fue porque los medios de comunicación desempeñaron en general un papel de instrumentos políticos de esa clase que hoy está indignada porque se les acabaron las indulgencias.

Aún no se puede escribir un análisis auténtico de la transición sin pagar un coste muy alto. Personal e intelectual. Hace 10 años cualquiera que lo intentara hubiera sido escarnecido como provocador, que hacía el juego a los desestabilizadores de la democracia. Hoy, el ángulo es diferente; sólo un resentido, un frustrado, puede intentar una revisión de la llamada verdad histórica consensuada sobre la transición. En una década, algunos hemos pasado de ser unos irresponsables que amenazábamos a las instituciones democráticas a ser unos desengañados, residuos de la historia.

Pero la historia está ahí y hay que contarla. Y como no podía ser menos, es una crónica en la que hay vencedores y vencidos, y trampas y engaños, donde sólo quien no quiere ver puede convertir ese periodo en vida de santos o en exaltación de conversos. En una vida intelectual tan encanallada como la nuestra es posible entender que las críticas a El precio de la transición las hagan dos historiadores como Javier Tusell y Charles T. Powell, ambos descritos en el libro como autores de textos capitales en el proceso de manipulación de nuestra historia reciente. Somos un país con tradición lanar, nos viene desde las Mestas, y eso quizá explique por qué cuando se trata de hablar de ovejas le cedemos la palabra al lobo.

La actitud de quienes contemplamos la transición con ojos críticos no tiene nada que ver ni con el resentimiento ni con la melancolía. Los que dedicaron una parte de su vida a la lucha por la democracia, de la única manera que era posible, es decir, combatiendo a la dictadura, no pueden sentirse resentidos porque el orgullo arrincona cualquier otro sentimiento. Melancolía tampoco, porque el que conozca nuestra trayectoria sabe muy bien que hubo un momento en nuestra vida en que fuimos conscientes de que si ganaban los nuestros perdíamos nosotros.

¿Entonces, por qué contemplar la transición con ojos críticos? Por una razón obvia, porque fuimos lo que fuimos sólo en función de que miramos lo que nos rodeaba con ojos críticos, y ése es el único patrimonio de nuestro pasado al que algunos no estamos dispuestos a renunciar. Quizá también porque es el único del que podemos sentirnos orgullosos.

es escritor y periodista.

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