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La cuestión Tarradellas

Xavier Vidal-Folch

El viejo presidente vuelve a estar aquí. Contrariamente a quienes sostienen que la cuestión Tarradellas debe remitirse a las hemerotecas y a la academia, parece defendible que la revisión de la historia reciente -la transición- está resultando en Cataluña un saludable ejercicio de aprendizaje colectivo. Y ello pese a que se desarrolle de forma dispersa, en una coyuntura preelectoral, y con excesiva pasión.El historiador y gran conspirador de la resistencia Josep Benet, hoy director del centro de estudios históricos de la Generalitat, lanzó la piedra a las tranquilas aguas del anteayer hagiografiado sosteniendo que el anciano presidente se había entregado a Suárez por las estrecheces de su situación económica en el exilio. Las respuestas habidas desde ese momento -de Salvador Sánchez Terán y Rodolfo Martín Villa hasta, entre otros, Manuel Ortínez, Josep Maria Figueras o Josep Maria Bricall- apuntan a lo contrario: estrechez, sí; mercadeo económico-político, ninguno. Han surgido datos, hasta hoy ocultos, que dan crédito a esas aseveraciones. Entre ellos destaca el continuado apoyo financiero del empresariado catalán al presidente en el exilio.

La envergadura y la antigüedad de este apoyo son noticia de primera magnitud, no sólo política, sino también sociológica. La radiografía de toda una clase era incompleta: desde 1957, la burguesía textil catalana encabezada por Domingo Valls i Taberner prestó regular ayuda, mediante transferencias mensuales, a quien encarnaba entre los viñedos de La Turena una de las instituciones republicanas demonizadas por el franquismo, la Generalitat. El clásico accidentalismo de los textiles se plasmó así de forma contundente. ¡Hasta los Valls i Taberner apostaron a dos cartas opuestas! La sorpresa ha recorrido el plácido ambiente del ensanche barcelonés, sacudido por un terremoto moral equivalente al que se hubiera dado si al marqués de la Deleitosa se le hubiera antojado financiar desde el banco del régimen al Gobierno de la República en el exilio. Y es que se trata de la familia seguramente más emblemática del traspaso que realizaron hacia el franquismo las huestes de la Lliga de Cambó: Pepe Valls, el jefe fabril de la dinastía, sería requerido por Franco para encabezar una operación de deslocalización industrial en Extremadura; y su hermano Ferran, el historiador del conservadurismo liberal, abjuró de su catalanismo nada más entrar las tropas de Yagüe y Solchaga en la capital catalana.

Hay otras interesantes enseñanzas de esta polémica que pertenecen más bien al ámbito del estilo, la lucha por la hegemonía y la contradictoria naturaleza humana.

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Este es el caso de Josep Benet, protagonista de una magnífica trayectoria resistencial, que a estas alturas sucumbe a la tentación de incorporar a su oficio de historiador las ácidas querellas que le separaron en los setenta del viejo presidente. ¿Debe esto, que puede ser triste epílogo, obliterar sus inmensos servicios democráticos, anteriores a su condición de senador más votado de la democracia encabezando una lista de amplia izquierda? ¿Por qué incurre en la petite querelle precisamente él, quien ha escrito una biografía del presidente mártir, Lluís Companys, sosteniendo que su inmensa saga de errores se saldan ante el pelotón que le fusila en Montjuïc, en 1940, de forma que el bel morir tutta una vita onora? ¿Fluede el historiwdor oficial de una institución, ni que sea en horas extraordinarias, dedicarse a escribir sobre quien fue su rival político y antecesor de quien le ha nombrado? ¿Acaso no debe mantener en suspenso su innegable libertad de cátedra -de investigación y de expresión- hasta después de ejercer el cargo?

Este es el caso también del Jordi Pujol del tardofranquismo. Ahora hemos sabido que en reiteradas ocasiones trató de obtener la sustancia y el legado de la institución a cambio de distintos apoyos: un crédito de la banca que inspiraba; una partida de ayuda transportada por su esposa más allá de los Pirineos en transgresión de la legalidad impuesta; la oferta de un vitalicio en compensación por la retirada de la política y la entrega de los papeles oficiales de Tarradellas. No interesan tanto los juicios de valor sobre estas actitudes como la comprensión de los mecanismos -financieros, de subsidiación, de ubicuidad- que desde entonces han conducido a Pujol a la hegemonía.

Pero hay lecciones, quizá más decisivas, en el ámbito de la alta política. Por primera vez se ha desatado en Cataluña el debate sobre su propia transición. Mientras la discusión de la dialéctica reforma / ruptura en el conjunto de España resulta en buena parte un asunto colectivamente digerido, no ha sucedido lo propio en Cataluña con el episodio de su transición específica. Las tendencias más activas en esa época -socialismo, eurocomunismo, pujolismo- y en general la juventud antifranquista, denigraron o debieron esforzarse para aceptar la estrategia de la negociación separada (del resto de la oposición) y personalizada en el presidente exiliado con el Gobierno de Suárez postulada par el propio Tarradellas.

Visto desde hoy, si esa tesis acotaba el empuje democrático que surgiría de las urnas el 154 de 1977, lo hacía sólo hasta cierto punto, puesto que el partido vencedor, el socialista, fue el primero en entregarle esa baza, al reclamar su retorno como primer punto de su programa electoral. Suárez aprovechó la circunstancia para descrestar y reconducir la victoria electoral de los socialistas (el hecho diferencial entonces se expresó por una coloración claramente de izquierdas, puesto que UCD no fue en Cataluña el primer partido, a diferencia del conjunto español, sino el cuarto, sobrepasado por socialistas, comunistas y nacionalistas), asumiendo él el bagaje que traía consigo Tarradellas, pero en realidad aceptando lo que reclamaban los votantes. Por otra parte, y esto es lo más decisivo, la negociación separada suponía un peaje en la estrategia de enlazar la legitimidad democrática con la legitimidad histórica. ¿Pura cuestión libresca, simbólica y sentimental?

De ninguna manera. El engarce de legitimidad democrática e historia en el conjunto de España se produce entre las urnas del 15-J y la legalidad exudada de la dictadura, lo que se plasma mediante la reforma de la institución monárquica en la Constitución. Por el contrario, en Cataluña se recupera la legitimidad histórica republicana y se funde con la democrática del momento. Eso sucede únicamente en Cataluña y pocas veces se ha destacado que el fenómeno supone al mismo tiempo un refuerzo de la identidad autonómica -en absoluto improvisada- de la ciudadanía catalana y una importante aportación de esta nacionalidad para el refuerzo de la legitimidad de la nueva España de la Constitución y la monarquia parlamentaria.

Pues bien, esta aportación se debe en buena parte -guste o disguste el personaje- a Tarradellas, y a que su actuación en el exterior había evitado los típicos errores en que cayeron tanto las instituciones de la República como las de la autonomía vasca en el exilio: nombrar Gobiernos sin gobernados, esto es, fantasmagóricos. El viejo zorro de Saint Martín le Beau sabía que algún día debería pactar, pero también que para ello resultaba imprescindible no cristalizar en la institución de la Generalitat una correlación de fuerzas ucrónica. Y cuando selló compromisos -el pacto conel Gobierno de UCD-, les hizo honor. Quizá por eso, y por su inconfundible estilo personal, permanezca en el inconsciente colectivo español como el presidente que mejor imagen encarnó de Cataluña.

Tras el engarce de legitimidades, el segundo gran componente de la cuestión Tarradellas es la política de unidad. Integró a todas las fuerzas del arco parlamentario en su Gobierno, algo irrepetible de forma permanente en una democracia, que exige la alternancia de partidos. Pero el lema unitario de Tarradellas traspasaba ese ámbito: preconizaba un acuerdo básico en las cuestiones básicas de la autonomía catalana. La última legislatura que ahora acaba viene en gran medida a darle la razón: allá donde ha habido acuerdo -y, por tanto, cesiones parciales por parte de todos-, éste se ha impuesto ante todo y ante todos gracias a la fuerza de gravedad de la razón. Por ello constituye un desacierto el olvido en el que sus actuales dirigentes mantienen el periodo provisional (1977-1980) de la Generalitat.

Un error comprensible desde el punto de vista humano. No en vano Tarradellas fue polémico e incómodo: durante la guerra, dirigió las colectivizaciones desde el departamento de Finanzas; en el exilio, envió miles de cartas ácidas para las actividades del interior -algunas con santa razón, como sus críticas al Omnium Cultural y otros comisarios del intelecto por su empecinado sectarismo en no reconocer la valía de Josep Pla-; una vez jubilado, prodigó alusiones nada genero sas hacia su sucesor. Error com prensible este olvido, pero a la postre error institucional. ¿Tiene lógica que ahora los socialis tas de Raimon Obiols realicen una cerrada defensa de Tarra dellas? Al fin y al cabo éste simboliza una síntesis del catalanis mo político alternativa a la actualmente hegemónica. Por eso enarbolan su sombra alargada sobre la espalda de Pujol. Con el riesgo de succionarla. Es la política, el negocio de los hombres. El gran negocio de los pueblos consiste en aprender de la propia historia.

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