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Simón

Conocí a Simón Sánchez Montero en diciembre del 75. Acababa de salir de la cárcel y fuimos con Camacho a Montserrat, donde Xirinacs llevaba unos cuantos días de ayuno. De eso hace ya mucho, cuando el tiempo se medía por años y un día y el futuro era un barro líquido que se nos escapaba de las manos. La Guardia Civil nos cogió el carné a toda la conútiva y durante unas horas me emocionó saber que sus 20 años de cárcel equivalían a sus 20 años de vida. Se dice enseguida: 20 años de cárcel por pensar distinto que los carceleros. Pero estos días de congreso he vuelto a ver las dioptrías cornáceas de Simón entró los chapoteos de un PCE postrero que le ha apeado de la responsabilidad de la vanguardia.Ya apenas si hay vanguardias para nuestro pensamiento. Y mucho menos retaguardias en las que refugiamos cuando ya nada sublime se espera. El mundo era hasta ahora un enorme parchís con casillas de asilo donde se refugiaban los que apostaron demasiado a costa del siglo. Murieron en el Ebro o en los barracones de Auschwitz, modelaron su cuerpo en manos de la BPS o lo entregaron a las aguas del río Mapocho de Santiago de Chile. En este fin de siglo la humanidad ha elegido tal vez el menos malo de los mundos posibles, ya que no deseables, pero el hombre se ha encontrado con la soledad del empujón de una historia adversa que le arrastra. Demasiadas canas para tantos derrumbes de esperanzas. En estos viejos comunistas españoles hay un exceso de razón irrazonable que obliga a un respeto antiguo. Quisieron cambiar el mundo y no pudieron, mientras otros salieron a por el cambio y acabaron cambiados. En las gafas graduadas de Simón y sus coetáneos no hay catalejos para mirar adelante, pero ahí se guarda el microscopio de lo que algún día quisimos ser a pesar nuestro. Para ellos el dolor de haber vivido. Para nosotros, el honor de su vivencia.

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