España, ante el reto de Maastricht.
LOS MÉTODOS utilizados por el Reino Unido y España en la preparación de sus posiciones negociadoras para la cumbre europea de Maastricht son radicalmente diferentes entre sí. En Londres, el tema se aventa en la Cámara de los Comunes, a la luz de la opinión pública, y el primer ministro Major acaba viajando a la reunión comunitaria sobre todo con la confianza del Parlamento. Ello confiere a su posición en Maastricht considerable fuerza.En Madrid, por el contrario, el presidente González se acaba de negar a negociar con el Parlamento término alguno de referencia; así, cuando vuelva de la cumbre, le informará de lo conseguido sin haberle explicado previamente lo que pretendía conseguir. Habrá hecho todo fiándose más de su capacidad de convencimiento que de la ayuda que le pueda prestar la presión de su opinión pública. Lo malo es que ya le han avisado -lo hizo el miércoles el presidente de turno de la CE, el holandés Ruud Lubbers- que es bastante difícil que prospere en Maatricht la exigencia española de solidaridad.
Es verdad que la cuestión del Reino Unido es, por una vez, más sencilla de resolver que la dificultad española. La gran batalla británica gira en torno a un término, el federalismo, perfectamente prescindible a la hora de redactar la versión definitiva del prólogo a los tratados, y en tomo a la posible aceptación por el Reino Unido de la cuestión de la moneda única (cuya reserva, previamente negociada por Major, es que Londres puede quedar fuera si le conviene).
Para España, por el contrario, el problema reside en cómo evitar de aquí a unos años ser el único país comunitario pobre que se convierta en contribuyente neto a la CE. La consecución de la solidaridad -que en términos muy elementales es que los ricos ayuden a los pobres-, no ya como declaración comunitaria, sino como regla articulada en los tratados de Maastricht, es un punto esencial. Si no se consigue, y sabemos que es muy difícil, Felipe González tendrá la escapatoria de no haber roto ningún compromiso con el Parlamento. Pero el error es mucho más antiguo: fiado de sus propias fuerzas, el Gobierno ha rehusado movilizar a su opinión pública y a las demás fuerzas políticas en este frente de la solidaridad comunitaria. La arrogancia con la que, el Gobierno trata a la posición a punto ha estado, además, de costarle el apoyo que le prestaba el Partido Popular. Lo cierto es que González se ha quedado absolutamente solo y ni siquiera puede apoyarse en un país fuertemente movilizado. Las declaraciones del secretario de Estado español Westendorp en el sentido de que el esfuerzo hecho por nuestros socios hacia las posiciones españolas "no es aún suficiente" no hace sino añadir preocupación.
¿No podría Madrid liderar el grupo de los países más pobres de la CE? El problema es que el caso español es singular y no admite comparación con los de Grecia, Portugal e Irlanda. Donde España consigue un 0,2% de ayuda comunitaria, Atenas y Dublín prácticamente obtienen un 6% de su PIB; Grecia, además goza de una fortísfina suma añual a fondo perdído para hacer frente a su déficit incontrolado. Portugal, por su parte, tiene unos problemas mucho menos acuciantes que su vecino en relación con la Comunidad: mientras, por ejemplo, Madrid contribuye a la CE con el 9% de su pr esupuesto, Lisboa paga el 0,8% y es probable que logre una rebaja.
No son éstos buenos compañeros de viaje para el por la cohesión, por unos nuevos fondos de compensación interestatal o para exigir que se reforme el sistema de financiación de la CE para que cada miembro contribuya en función de su riqueza. España no necesita cheques británicos como los que conseguía Margaret Thatcher. Necesita una profunda alteración del sistema de funcionamiento financiero de la Comunidad. Y esto es lo que la cumbre de Maastricht no parece dispuesta. a articular.
Mientras tanto, no faltan sobresaltos en la escena. Jacques Delors se queja de que el proyecto de tratado para la unión política ha sido tan descafeinado que apenas supera los niunimos exigibles. A su vez, el Parlamento Europeo de Estrasburgo, al amenazar con rechazar los tratados que se aprueben en Maastricht si résultan políticamente insuficientes, pretende tomar el liderazgo moral del proyecto Europa. No carece de importancia su postura: sus resoluciones no tienen efecto vínculante, pero sí considerable peso, especialmente si los Parlamentos de Italía y Bélgica cumplen su promesa de vincular su ratificación de los tratados a la opinión de Estrasburgo.
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