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Una opción mas ambiciosa

Juan A. Gimeno

Resulta ineludible el debate sobre el modelo de financiación autonómica, afirma el autor, porque éste ha agotado su papel y es obligado el salto a la corresponsabilidad fiscal. Es preciso, agrega, buscar la fórmula para que las comunidades autónomas asuman la responsabilidad recaudatoria de los recursos, que necesitan.

En el llamado debate autonómico se plantean dos grandes cuestiones simultáneas: el posible aumento de las competencias transferidas y la forma en que éstas se financian. Parece que para algunos las peticiones de ciertas comunidades autónomas de mayo res competencias de gasto y recaudatorias suponen necesaria mente un perjuicio para otras comunidades o/y para la Administración central. Sin embargo, es posible encontrar fórmulas en las que se consigan resultados beneficiosos para todas las partes implicadas, entre las que deben incluirse, naturalmente, los propios contribuyentes. No voy a detenerme en el tema de las competencias de gasto. El ámbito del debate y, sobre todo, de la decisión, tiene su centro de gravedad en parámetros muy alejados de los que pretenden utilizarse aquí.

Por un lado, es indiscutible que el salto cuantitativo en la descentralización del gasto público, realizado en muy pocos años, es todo un récord en términos comparados. Por otro, no es menos cierto que hay determinadas competencias (como universidades, algunas gestionadas por el Inem, la formación profesional ocupacional, incluso la sanidad) que podrían ser transferidas sin excesivos problemas.

Sea cual sea el equilibrio que se consiga, resulta ineludible el debate sobre el modelo de financiación. No sólo porque finaliza el plazo del llamado modelo definitivo sino, fundamentalmente, porque éste ha agotado ya su papel y es obligado el salto a la corresponsabilidad fiscal.

Como es sabido, en el sistema vigente las comunidades autónomas de régimen común obtienen sus recursos ordinarios, ingresos de menor relevancia al margen, a través de la recaudación por los tributos cedidos (fundamentalmente los de carácter patrimonial) y la participación en los ingresos recaudados por la Hacienda central, que se reparten en función de variables como la población, la superficie, la riqueza relativa, etcétera.

Consecuencias negativas

Ni en uno ni en otro caso la comunidad autónoma puede intervenir en la normativa de los diversos tributos ni puede alterar significativamente la cuantía recaudada. Solamente el recargo posible sobre el IRPF, que quedó tocado tras el debate en Madrid, abría una puerta a la corresponsabilidad.

Este sistema implica consecuencias muy negativas: a) la hacienda autonómica carece de auténtica autonomía, pues no puede decidir ni la presión fiscal que desea para sus ciudadanos ni el nivel de gasto óptimo; b) la Administración central sufre una permanente presión de las de mandas de las comunidades, favoreciendo el victimismo: en el sistema actual es fácilmente utilizable el argumento de que si no, se gasta más en una comunidad es porque la Administración central no da más dinero, e, independientemente de que sea o no deseable, es cierto que no existe (casi) otra vía; c) el sistema está desequilibrado porque una Administración tiene la parte bonita del presupuesto, el gasto, y otra, la parte fea, los impuestos. Ello estimula el despilfarro y la ineficiencia porque el ciudadano no relaciona el servicio público con el precio que paga (a pesar de los loables esfuerzos realizados por el señor Borrell). Más que probablemente, ésta es también una de las causas fundamentales del importante incremento del endeudamiento autonómico.

Es preciso, pues, buscar un modelo en el que las comunidades autónomas asuman la responsabilidad recaudatoria de los recursos que necesitan y la competencia para variar significativamente la cuantía de los mismos, un sistema en el que las transferencias de la Hacienda central pasen a ser el componente menor de sus ingresos, al menos para la mayoría de las comunidades.

Las comunidades pobres tienen el justificado temor de que los avances en autonomía repercutan en desigualdades crecientes. Pero no tiene por qué ser así. El sistema implicaría una estimación de las necesidades de gasto de cada comunidad, en función de las competencias que tuviera transferidas. Por razones de espacio obviaré el problema, importante, de su estimación; aunque sería deseable una aproximación en las cifras por habitante que resultaran de la misma.

El modelo debe arbitrarse de tal forma que garantice, dentro de unas condiciones, que todas las comunidades pueden alcanzar la cifra de sus necesidades aunque tengan una menor capacidad recaudatoria y sin necesidad de una mayor presión fiscal que la aplicada por las restantes.

En mi opinión, la solución no puede venir por la cesión de la gestión del IPPF. La fragmentación podría repercutir en una merma de la eficacia recaudatoria y en divergencias inequitativas o injustificadas. Por otra parte, el cupo que debería reintegrarse a la Hacienda central resultaría excesivo.

Más rechazable todavía es la propuesta de cesión de la recaudación del IVA en fase minorista. Porque la fragmentación también puede repercutir sobre la eficacia recaudatoria; pero, sobre todo, porque la recaudación territorial no respondería a ningún criterio de equidad horizontal, sino a la mayor o menor integración vertical de los sujetos pasivos.

El modelo posible

Parece que puede existir un amplio consenso en que la primera medida sería ceder un porcentaje significativo (del orden del 25%) de la recaudación del IRPF en cada comunidad autónoma. Éstas podrían, a través de una ley propia, variar el importe de la cifra resultante (sin merma de la parte central), tanto hacia arriba como hacia abajo.

Los residentes en la comunidad autónoma financiarían así conscientemente los servicios que ésta les presta y en la cuantía que la misma decide. Pero no sólo los residentes se benefician del gasto autonómico. Por ello es justo defender que también quienes consumen en una comunidad autónoma contribuyen a la financiación de sus gastos. Ya hemos visto que la cesión del IVA minorista no es deseable. Pero pueden obtenerse resultados similares a través de un recargo sobre la base del IVA en fase minorista, gestionado por las comunidades y regulado por ellas dentro del marco de una ley estatal. Este recargo funcionaría de hecho como un impuesto monofásico en fase minorista.

El año 1993 supone una oportunidad única para introducir esta alternativa: la armonización de los tipos del IVA va a liberar 18 o 19 puntos de gravamen sobre los llamados bienes de lujo. Por tanto, puede empezarse por aplicar ese recargo sobre este tipo de bienes sin peligros inflacionistas ni cambios en la presión relativa de los distintos bienes.

La misma circunstancia de 1993 permite sugerir una opción todavía más ambiciosa que la participación en el IRPF: sustituir ésta por un impuesto al gasto personal, a modo de surtax para los niveles elevados de renta, gestionado por las comunidades autónomas, con una paralela reducción de los tipos marginales del IRPF. Con ello, amén de aumentar la autonomía y la corresponsabilidad del modelo, se ganaría en incentivos al ahorro y en la respuesta a la libre movilidad de capitales. Estas figuras, añadidas a los tributos cedidos, permitirían la casi total autosuficiencia de Aragón, Baleares, Madrid y La Rioja. Si consideramos alguna transferencia adicional para las comunidades con competencias transferidas superiores a la media, Cataluña se encontraría en la misma situación. Y todas las comunidades, salvo Extremadura, financiarían mayoritariamente sus presupuestos con recursos propios y autónomos. El modelo se complementaría con un sistema de transferencias de carácter compensatorio, que incluiría índices correctores del esfuerzo fiscal para evitar que las comunidades con menor autonomía financiera tuvieran también menores posibilidades de variar su cifra total de gasto. El conjunto del sistema garantizaría que todas las comunidades obtendrían, teóricamente al menos, sus necesidades de gasto.

Estas últimas transferencias compensatorias no sustituirían a las derivadas del Fondo de Compensación Interterritorial, que debería mantener su carácter netamente redistributivo.

Igualmente sería recomendable un control más eficaz del nivel de endeudamiento de las distintas comunidades a través de un techo anual general para el conjunto de las, administraciones públicas.

El espacio impide las necesarias matizaciones de cuanto antecede. Pero queda apuntado un modelo que garantizaría la autonomía, respetaría el principio constitucional de la solidaridad, mantendría la progresividad, incrementaría la corresponsabilidad y la eficiencia y beneficiaría a la Administración central y a las comunidades autónomas, sin suponer un perjuicio a los contribuyentes.

Probablemente, eso sí, una propuesta tan ambiciosa requeriría un periodo de preparación más amplio que los pocos meses que restan para finalizar 1991. Pero el 1 de enero de 1993 es una fecha suficientemente próxima, realista y desafiante.

es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Las ideas contenidas en este artículo resumen un amplio trabajo realizado por el autor juntamente con Jesús Ruiz-Huerta y Ángel Vilariño.

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