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En la marea baja

El debate sobre la guerra del Golfo ha sido tan desolador como el propio campo de batalla, un desierto de piedras y arena. Con algunas excepciones notables de uno y otro signo, en general ha faltado análisis y han sobrado prejuicios; han faltado ideas y ha sobrado apasionamiento; han sobrado literatos y han faltado pensadores. Porque nuestra sociedad necesita, como todas, del pensamiento que alumbra la realidad en la que se vive, el pasado del que se proviene, el futuro al que quizá nos encaminamos.En la hora de la marea baja aparecen las rocas desnudas que originaban corrientes y rompían las olas. Ahora que el debate, con todas sus carencias, termina, deberíamos al menos descubrir y localizar esas rocas metafóricas que subyacían bajo sus aguas, pues son más importantes que el debate mismo, porque permanecerán cuando el eco de la discusión sobre la guerra del Golfo se haya apagado. Me refiero, por ejemplo, a los restos de planteamientos arcaicos y tercermundistas que ciegan el pensamiento de algunos intelectuales; a la injustificable actitud antiamericana que predomina en una parte significativa de nuestra sociedad; a la confusión que domina el movimiento pacifista.

El marxismo ha sido el último intento del pensamiento occidental para dar una respuesta totalizadora del mundo y de la historia. Hoy, es una venerable pieza de museo, que ha inspirado generosos idealismos, que ha dejado una huella importante en nuestra cultura, y que produce nostalgia a quienes se les ha ido sin quererlo, a quienes conformó en su juventud y no tuvieron luego la lucidez, o el coraje, de revisarlo críticamente. Más dificil aún que reconocer el error de aquellas creencias ha sido conceder lo que de positivo tiene el liberalismo económico para coronar en solitario la cúspide del siglo XX, con todas sus contradicciones a cuestas. Por eso son muchas las palabras que no se pronuncian o que brotan distorsionadas por nacer de sentimientos encontrados.

Los rescoldos tercermundistas que subsisten entre nosotros también ayudan a comprender algunas de las posiciones adoptadas en relación con la reciente guerra. Esta conciencia tercer mundista de no alineamiento arranca de un hecho real y reciente: hace apenas 30 años, España era aun un país subdesarrollado. A esto se añade el efecto de la propaganda franquista sobre el subconsciente colectivo combatiendo a los países democráticos desarrollados y acuñando la mitología de nuestras amistades especiales con algunos países del Tercer Mundo. Finalmente, también contribuye a este sorprendente complejo la ambigua relación cultural que nos une a Hispanoamérica. Así, algunos incorporan a nuestro ser y estar categorías formuladas en nuestra misma lengua, pero en países que nada tienen que ver con el nuestro, social o económicamente. La debida solidaridad con Hispanoamérica exige precisamente lo contrario, que tengamos una inequívoca conciencia de ser, con todas sus consecuencias, un país desarrollado, pues sólo así podremos ayudarles a franquear el abismo que les separa de nuestra condición.

La cuestión de las simpatías ante las dos superpotencias que han polarizado la política internacional desde la II Guerra Mundial hasta 1989 trae causa de las dos consideraciones anteriores. España ha sido, según ponen de manifiesto todas las encuestas, el país occidental más prosoviético y, consecuentemente, más antiamericano. El secular aislacionism0 que nos caracterizaba, y que desafortunadamente todavía no es del todo un mero tópico, también ha contribuido a esta sorprendente posición. Al no haber participado España en la segunda guerra no vivió la triple solidaridad americana con Europa, primero liberando al continente del nazismo, luego contribuyendo a la recuperación económica de los países que la guerra había asolado y finalmente defendiendo las fronteras de la Europa libre de la amenaza del Este. Esta realidad histórica es por sí sola constituyente de una alianza que el resto de la ciudadanía y de la inteligencia europea consideran natural. Desde este planteamiento, no se desconocen los defectos o los errores de la nación norteamericana, pero se critican desde la objetividad y no desde el prejuicio, desde la proximidad y no desde la animadversión y, sobre todo, se hace compatible esta crítica con el reconocimiento de los valores que tiene aquel gran país, como acertadamente apuntaba Juan Pablo Fusi en un reciente y espléndido artículo.

En cuanto al pacifismo, en la medida en que nos es necesario como el aire, conviene distinguir con rigor lo que en él es esencial de lo que le resulta espurio. Propugnar un orden internacional basado en la justicia y en la libertad universales, sin países dominantes ni dominados, sin recurso a la guerra en la solución de los inevitables conflictos, es una exigencia moral permanente, y más aún una necesidad para la conservación de nuestra especie. Hasta alcanzarlo, ¿cómo se defienden cuando son amenazadas las cotas parciales de libertad y justicia conseguidas con grandes y a veces heroicos sacrificios? ¿Cómo se ayuda a extender esos valores a las naciones y, pueblos que viven sojuzgados por corruptas dictaduras, por miserias estructurales, por la imposición de unas etnias sobre otras? El pacifismo verdadero, no el que es un mero argumento de temporada para atacar, hoy como ayer a Estados Unidos, precisa responder a estas preguntas para evitar ser confundido con un entreguismo insolidario y socialmente indeseable. De la contención soviética por parte de la OTAN no se dedujo el holocausto nuclear que vaticinaban quienes defendían en nombre del pacifismo el desarme unilateral. Por el contrario, el muro de Berlín ha sido derribado y están en marcha las más prometedoras negociaciones sobre desarme que se hayan conocido nunca. La guerra del Golfo, por su parte, no sólo ha evitado la expansión militarista de Sadam Husein, que no se habría detenido en Kuwait, sino que también puede ser el punto de arranque de una paz duradera y justa en la región y un necesario precedente de solidaridad internacional para impedir el resurgimiento de nuevas barbaries nacionalistas. Es preciso que España deje de ser, también en esto, un país insólito dentro del ámbito internacional en el que estamos. Nuestro modelo de vida, nuestra libertad, nuestro bienestar, nuestra paz, no van a defendérnosla siempre unos terceros a los que, además, señalamos acusatoriamente con nuestras manos pretendidamente limpias.

Algunos intelectuales tomaron la palabra para condenar las primeras medidas del embargo y luego la intervención aliada en el Golfo. Profetizaron calamidades sin límite y vieron, sin que sus corazones lo reconocieran, cómo la tozuda realidad de los hechos desmontaba sus supuestos y sus predicciones. Hablaron desde la nostalgia inconfesada de un marxismo irrecuperable, desde el no alineamiento sustentado en un complejo tercermundista que no se corresponde ni con el pasado histórico de nuestro país ni con su realidad presente, desde un antiamericanismo tan pasional como injusto, desde un confuso pacifismo que a veces no se distingue del entreguismo insolidario. Desde estas mismas atalayas seguirán pronunciándose en el futuro cuando su voz sea reclamada por la necesidad del momento. Esta es, a mi juicio, la cuestión que queda abierta, que requiere un nuevo debate, que exige una clarificación crítica. Si en 1931 el pensamiento de los intelectuales se había adelantado en exceso al cuerpo social del país, hoy, tras el paréntesis de la dictadura, puede que suceda lo contrario y que las alas de entonces se hayan tornado anclas. El largo camino hacia la modernidad parece reclamar un pensamiento con fundamentos distintos.

es abogado.

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