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Deporte y fascismo

"¡Un líder! ¿Es que no va a salir un líder?". El estentóreo grito vino a turbar mi vespertino paseo por las Dehesillas de Arcones; hasta la recia encina cuya espesa sombra me protegía del declinante sol se estremeció ante las desoladoras imágenes convocadas por semejante edicto. El espectáculo que se desplegaba ante mis ojos no era menos revelador y deprimente: un grupito de jóvenes, casi adolescentes, en alineada y alienada formación militar, abrevaban con disciplinada devoción la arenga del jefe supremo. Presidiendo el escenario ritual, cual sacralizador icono, un ultraligero motorizado en el que, a modo de ceremonia final, montó, lento y majestuoso, el führer para elevarse ruidosamente a los cielos en un orgasmo voluptuoso de autocomplacida vanidad ante la babeante envidia de sus huestes.Se trataba -luego lo supe de la liturgia inaugural de un nuevo rito de iniciación promovido por funcionarios de la Junta de Castilla y León provenientes del felizmente extinto Movimiento Nacional, en connivencia con un alcalde avaricioso y un grupito de animosos neomisioneros de la reciente cruzada juvenil contra la droga y la litrona, dispuestos todos ellos a meter mano sin escrúpulo en los caudales públicos con el pretexto de salvar a la juventud de sí misma. Ellos les llaman Cursos de Iniciación Aeronáutica y entienden que la grandeza de su causa, la incontrovertible magnificencia de su filantrápica tarea, les exime de livianas menudencias, como el cumplimiento de las leyes al respecto, y les excusa de triviales corruptelas en la prosaica gestión institucional de su sagradamisión. Un club de Segovia es el sedicente pionero de este tango estruendoso que se extiende ya por Burgos, León, Soria, Valladolid y Zamora bajo el manto protector del Partido Popular, que muestra así, de facto, cuán ruidosamente entiende la defensa del medio ambiente, vacía e hipócrita consigna para las próximas elecciones municipales y autonómicas.

¿Quiénes son los judíos de este nuevo deporte neonazi? Los sufridos habitantes de los pueblos cercanos a esos campos de tortura auditiva que son los centros de vuelo de ultraligero con motor, inocentes víctimas de una desbocada voluntad de poder en el deporte, ante cuyo desbordamiento las autoridades ni siquiera se atreven a hacer cumplir sus propias leyes, cuando no se vuelven cómplices de la agresión.

Con el pretexto del Mundial de fútbol, las páginas de EL PAÍS acogieron una mini polémica sobre las relaciones entre fútbol, y fascismo. Al huero exabrupto de Rafael Sánchez Ferlosio, para quien "el fútbol es intrínsecamente fascista", en virtud de su carácter bipolarmente agonístico, centrado en la victoria sobre un otro cuya alteridad es la sola fuente de autodefinición, siguió un petulante y aburrido dicterio neofrancfortiano de alguien cuyo nombre no recuerdo, al que Fernando Savater, en oportuno y sensato artículo, devolvió raudo a la nada teórica. Comparto plenamente su opinión de que el más fascista de los deportes de moda, a la vez que el más popular, extendido y peligroso, es el linchamiento del chivo expiatorio de nuestra sociedad paranoica y maniquea: el drogadicto, el narcotraficante. En nombre de la sacrosanta cruzada contra la droga se justifican todas las bajezas y desmanes, incluida la promoción ilegal de deportes fascistas.

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¿Qué es lo que convierte a un deporte en intrínsecamente fascista? No desde luego la bipolaridad, el agonismo y la definición por mutua oposición, como postula Ferlosio en su anatema del fútbol. Si así fuera, serían fascistas los fonemas, sería fascista la filosofia (nacida, según Colli, del desafio dialéctico entre sabios, hasta la muerte a veces) y sería fascista la democracia ateniense, que institucionalizó la contienda verbal como regla suprema del juego político y lá victoria en la guerra dialéctica como sinónimo de razón. Si además de a Ferlosio decidimos creer a Hegel, nada habría que no fuera fascista, y no se ve entonces muy bien por qué elegir el fútbol como muestra, de no ser simplemente porque "pasaba por ahí".

Me parece indecoroso defendér públicamente mis bajas pasiones (es decir, aquellas pasiones que me impelen a actividades con las partes bajas de mi cuerpo, como los pies) y por eso me abstendré de realizar aquí una apología moral de la práctica del fútbol. Me limitaré a señalar que el inequívoco carácter fascista de las actitudes personales y grupales de hooligans, tifosi, fanáticos de su equipo y aficionádos a ver fútbol en general (con la excepción de unos pocos estetas degustadores de la belleza del juego y la inteligencia de los jugadores) no deriva de nada intrínseco al fútbol como deporte, sino que es fruto de su profesionaliz ación (que le somete a los imperativos del mercado y la publicidad) y de su correlativa conexión con el patriotismo (de patria grande, chica o diminuta, tanto da), éste sí, "intrínsecamente fascista". La vinculación del fútbol con actitudes fascistas es de carácter extrínseco, al fútbol el fascismo le viene de fuera, resulta de la proyección sobre el mismo de conductas y actitudes enraizadas y generadas en otros ámbitos sociales e ideológicos que han encontrado y pueden encontrar plasmación concreta, con idéntica facilidad, en cualquier otro deporte o juego que se someta a idénticas presiones.

Quien busque conexiones intrinsecas entre deporte y fascismo hará bien en seguir la pista sugerida por quien fue filósofo semioficial del nazismo, el sombrío, plomizo y turbio Martin Heidegger. Entre los lóbregos adeptos de la brumosa secta (destructiva) de los aninésicos anónimos, obsesos del olvido hiperbólico del ser (olvido del olvido del olvido... de aquello a lo que ni el nombre de ser conviene, o sea, Dios), se debate en secreto el nebuloso sentido de la tenebrosa declaración del opaco maestro sobre la verdad interior y la grandeza del régimen de Hider y su relación con el supuestamente correcto enfoque nazi del problema que representaba (y representa) el dominio incontrolado de la técnica. Según algunos exegetas neogauchistas, el hombre que equiparó como ejemplos de lo mismo la industria alimentaria y los campos de exterminio habría desvelado en la osadía nazi de reapropiarse sin cortapisas morales el poder de la técnica, atreviéndose a -llevar hasta sus últimas consecuencias la voluntad de dominio, el oculto rostro de la modernidad que el humanismo democrático se esforzaría por maquillar.

Al margen de lo que pueda haber de parcialmente cierto en este diagnóstico de nuestro tiempo, al margen de su posible contribución al desvelamiento de la indudable cohorte sombría de la modernidad ilustrada, al margen de las trágicas aponas que amenazan todo humanismo, la filosofia heideggeriana y el movimiento político que inspiró,nos invitan a sospechar el potencial nazi de todo entusiasmo por la técnica, de toda exaltación sin freno del dominio técnico de la naturaleza y la sociedad, de todo fervoroso enardecimiento, sin contrapeso valorativo alguno, de la humana voluntad de poder.

Y ello no sólo en el ámbito social, sino también y sobre todo en el terreno individual: las legiones de impotentes fanáticos de prótesis motorizadas que les compensen su inanidad, los heterómatas autistas que siembran de muerte y ruido nuestras ciudades y campos, los orgullosos esclavos de su nueva alma mecánica, los sádicos exhibicionistas de su nuevo poder atronador y destructivo, llevan todos un nazi dentro. Y los deportes que les entusiasman y encandilan (el automovilismo, el motociclismo, el motocross, el vuelo ultraligero con motor) son, éstos sí, en virtud del síndrome psicológico e ideológico que suscitan en quien los practica y que los motiva, intrínsecamente fascistas. Aquí, además, la prostitución de la práctica deportiva por la industria, el mercado y la publicidad no es extrínseca como en el fútbol o el baloncesto profesional, sino absolutamente intrínseca y necesaria: los supuestos deportistas que practican tales actividades son directamente y sin mediación alguna simples spots publicitarios de sus motores, apéndices carnosos de sus máquinas, anuncios ambulantes de marcas comerciales.

La ontogenia del mecanodeportista recapitula la filogenia de la tecnología. Entre la cuadriga y el coche, entre la bici y la moto, entre el ala delta y el ultraligero motorizado, hay la misma frontera cultural que entre el molino de viento y la máquina de vapor, entre el arado y el tractor, entre el hacha y la motosierra. Losgraves daños humanos y ecológicos generados por la revolución industrial tienen su innegable contrapeso en sus indudables beneficios económicos, pero los desastres ocasionados por el maquinismo deportivo carecen de toda compensación o excusa: a los perjuicios sociales que produce (ruidos, contaminación, accidentes, etcétera) se suman las taras psicológicas que genera en sus practicantes y la conducta fascista que segrega. Por eso es absolutamente inadmisible y escandaloso que instituciones de un Estado democrático lo promocionen y financien.

Juan Aranzadi es profesor de Antropología de la UNED.

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