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El mando

Tenía acumulada la envidiable experiencia de no haber sido obedecido nunca. Era extraño. No adolecía el hombre de incapacidad comprobada para el mando ni de un entorno social especialmente insumiso. Y entre las reliquias de su pasado guardaba devotamente las botas lustradas y marciales del servicio militar, el devocionario con tapas de nácar de su primera comunión y un disco viejo de Antonio Machín, todo lo cual transmitía una imagen de gran coherencia y equilibrio. Sin embargo, nadie le obedecía, y ello, además de acrecentar su fama de ideólogo centrista, le producía un dolor que él intentaba ocultar a la percepción de sus más íntimos.Poco a poco, el dolor fue convirtiéndose en una actitud depresiva, a través de la cual observaba al mundo con creciente despego. Y es que la vida no merecería la pena vivirse, según meditaba él en ratos sueltos, sin la satisfacción de haber sentido, al menos, obedecida alguna vez una orden. Ocurría, sin embargo, que, a sus muchas virtudes, el hombre añadía el don peculiarísimo de la inoportunidad, según la cual todo mandato o prohibición que emitía se veía inexorablemente neutralizado por un hecho. Cuando prohibía una excursión a uno de sus hijos, en ese momento se recibía el telegrama anunciando que el chico había llegado bien al punto de destino.

Todo cambió cuando el nuevo aparato de televisión vino acompañado de un mando a distancia, y el hombre tomó posesión de él comprobando que transmitía las órdenes y vigilaba su cumplimiento como un sargento ordenancista. Un día, sin embargo, a la televisión se le fundió una onda subportadora cromática por sobrecarga de doctrina, y el mando no fue obedecido. En ese mismo instante, el mando y el hombre, unidos por el mismo Infortunio, decidieron formar pareja estable. En la casa de salud donde reposan, ningún psiquiatra ha logrado hasta ahora convencerles de la relatividad de los vínculos.

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