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Reformar la política

Desde hace unas semanas, y a propósito de unas declaraciones del responsable del Programa 2000, los medios de comunicación vienen aludiendo a un debate en el seno del PSOE. El articulista cree que se está trivializando la discusión.

No resulta fácil sacudirse la sombra de la sospecha para quienes comparten compromiso político y trabajo intelectual. Sea cual sea el resultado de su reflexión, será considerado con toda probabilidad como coartada o simple ejercicio retórico. Puede que, como decía Octavio Paz, las ideas cumplan la función de máscara y que el discurso moral y político sea pasto apetecible para cínicos, ya sean los lúcidos, que distinguen lo que declaman y lo que realmente quieren, ya sean los ofuscados, que confunden en el ruido de sus palabras altisonantes sus intereses particulares y los del género humano. A pesar de todo ello y contra tanto pronóstico, creo que hoy es factible desarrollar una cultura política que no dé demasiadas oportunidades ni a unos ni a otros. Se trata, sencillamente, de ser consecuentemente reformistas.Los grandes relatos de redención que deslumbraron a buena parte de la conciencia bienpensante de nuestra época han perdido ya todo crédito intelectual y ,moral. El mito de la sociedad perfecta, reconciliada, liberada .del egoísmo y de una razón todo poderosa no puede hoy arrinconar al reformismo, ni arrumbar la mediación política a la hora de afrontar con solvencia los conflictos de una sociedad compleja, ni seguir j aleando a la demagogia como recurso privilegiado para la formación de una opinión pública prestigiada. Hoy queda en pie sólo un minimalismo moral que intenta fundar de un modo razonable ciertos principios y hábitos, imprescindibles para hacer digna la convivencia social. La capacidad de innovación y de transformación social está, a su vez, vinculada más a los esfuerzos por reformar y reparar que a las pretensiones de implantar en el mundo el reino de Dios o cualquier, otra ucronía secularizada. El reformismo, en fin, no tiene hoy competidores alternativos en la izquierda.

Conciencia política

El reformismo representa la conciencia política más estimable de nuestro tiempo, pero, a diferencia del fundamentalismo retórico, no se sustenta de habladurías y convive mal con los cínicos, porque es sobre todo una virtud posible, al alcancé de quienes se proclaman sus adeptos. Trata fundamentalmente de ensayar modelos, programas e iniciativas congruentes con los valores que defiende y sensibles a las demandas que van surgiendo de los ciudadanos. Por sus resultados sabremos de su capacidad. De la aplicación de sus propuestas deduciremos su grado de acierto, descubriremos nuevas demandas y detectaremos también las consecuencias no previstas de sus decisiones. Ése es el sino de la acción política racionalmente orientada, a diferencia de quienes nunca yerran y nunca tienen que renovarse, porque jamás se exponen a probar la eficacia de sus buenas intenciones.

Así ha logrado el PSOE sus mejores éxitos políticos: moviéndose, por ensayo y error. Si ahora emerge la idea de renovación como exigencia estratégica del socialismo español es porque una práctica consecuentemente reformista ha dado resultados que transforman en objetivos políticos alcanzables lo que hasta ayer eran meros deseos. Reconocer que hemos cubierto satisfactoriamente una etapa de normalización democrática y de transformaciones profundas de la sociedad española no es un ejercicio de autocomplacencia, sino una evidencia que da seguridad. Pero al mismo tiempo siguen apareciendo nuevas demandas a las que no se puede responder sólo con la renovación del vestuario ideológico, sino transformando la política y las políticas de un modo congruente con el nuevo horizonte estratégico y con los problemas y retos que el ritmo de nuestro desarrollo comporta.

El clima que ha ido creándose en la vida política española nos muestra la paradoja de que la consolidación innegable de la democracia no ha ido acompañada del arraigo de hábitos, creencias y de una opinión pública a la altura del desarrollo político y social. En los últimos meses nos hemos topado con la mostrenca realidad de una cultura política bastante endeble y una opinión pública mayormente envilecida que convierte la actividad pública en algo espeso y confuso.

Para generar una opinión pública más saludable hay que sobreponerse a esa degradación de la información que, por pereza intelectual, prefiere el escándalo al análisis de la complejidad, que frivoliza la vida pública al convertir en referencia fundamental de la misma los asuntos privados de las personas públicas, que abusando del discurso moralista favorece la hipocresía social. El interés por el chisme, ese ruido persistente que inunda últimamente la opinión pública, aturde más que ilustra y está sirviendo para despreocupar aún más a la gente por lo público y para pasar por alto no sólo una incipiente y razonable reideologización de la vida política -concertación del Gobierno con los sindicatos, polémica en torno a la LOSE, posible nueva regulación del aborto-, sino la guerra de posiciones de los grupos de presión organizados y de los grandes intereses económicos y financieros.

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Tecnócratas

Pero, al mismo tiempo, para que sea posible un ennoblecimiento de la opinión pública y para vencer el cinismo político de la sociedad española, hay que combatir también el amoralismo de tecnócratas, funcionarios políticos y retóricos de la moralina que deambulan por la geografia pública española. Moralizar la acción política es lograr, ante todo, que los hábitos de aquélla destilen aprecio por los valores constitucionales, respeto a los procedimientos y a las leyes como expresión reglada de nuestras aspiraciones. Tener a la democracia por virtud ciudadana y colocar a la ley por encima de nuestros intereses es no sólo una máxima de Rousseau, sino un imperativo moral cargado de actualidad.

Si, como parece, los gestos son por antonomasia la expresión moral de nuestro tiempo, es razonable que en política sean los gestos los que ilustren las palabras. La política confunde al ciudadano cuando se puebla de muchas y buenas palabras a la vez que de gestos incongruentes con esas palabras. No cabe duda de que cierto desaliño en las formas, descuido en los procedimientos y despreocupación por el valor pedagógico-político de los gestos son un debe del desarrollo de la democracia en España por el que los socialistas están pagando hoy un oneroso precio.

La democracia es, ante todo, el régimen que deposita en los ciudadanos el privilegio de elegir a los mejores y controlar a los poderosos. Pero la democracia favorece también el pluralismo, hace que la capacidad de decidir asuntos de interés colectivo se encuentre razonablemente distribuida en instituciones y focos diversos de poder. Si el dinamismo de la democracia camina en esa dirección, nos encontramos con su otra dimensión consustancial: la democracia como pacto Por tanto, el despliegue de la democracia exige practicar el principio de gobernar con, generar áreas del consenso, no por una magnanimidad del que posee todo el poder, sino porque en su despliegue, junto a las reglas de la mayoría, se hacen presentes también la autonomía de corporaciones, la proporcionalidad, las mayorías cualificadas, los vetos y las coaliciones.

Solidaridad

Los gobernantes socialistas en muchas ocasiones han demandado, y con motivos, la solidaridad en la responsabilidad, pero ésta sólo se asume si aquellos a quienes se demanda mayor responsabilidad se sienten en alguna medída también corresponsables en el ejercicio del poder, creándose así complicidades básicas entre los principales actores de una sociedad para garantizar su seguridad y estabilidad. Pues bien, a partir de ahora, la astucia de la razón socialista se demostrará en su capacidad para llevar adelante sus programas habituándose a la vez a compartir su poder de decisión con otras fuerzas políticas, con otros poderes del Estado y, por último, con las representaciones sociales de interés que sean más relevantes para la colectividad.

El Parlamento es el espacio privílegiado, no sólo para ejercitar la democracia como sistema de acuerdos, sino para fortalecer la cultura democrática. Si deseamos que la vida política sea más transitable, deberíamos provocar una transformación del Parlamento de tal suerte que éste sea menos un escenario de exhibición demagógica y más un espacio para el comportamiento responsable y el acuerdo razonable, en el que se recupere el hábito, el pacto y la transacción, en el que se haga visible a los ciudadanos la virtualidad política de la lógica de la cooperación.

Para ello, en primer lugar, hay que dotar al Parlamento de medios y recursos adecuados para que sus funciones se realicen con la solvencia que requiere la complejidad de los asuntos actuales y para que el criterio parlamentario en asuntos que demandan respuesta de las Cámaras sea suficientemente competente. En segundo lugar, el Parlamento debe afinar su sensibilidad, y no tanto porque, como acostumbra a decirse, no se ocupa de las cuestiones que interesan en la calle, sino porque no acierta muchas veces a transformar esas demandas sociales en iniciativas racional y políticamente practicables, asumibles, tras un proceso de negociación riguroso, por la mayoría.

Pero para que éstas y otras sugerencias sean factibles hace falta que el Parlamento no sea una realidad políticamente subalterna, debe aumentar la capacidad de influencia de la institución como tal y de los grupos parlamentarios.

Ramón Vargas-Machuca Ortega es secretario del Congreso de los Diputados.

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