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Santiago

Lucida fue la boda, y nunca se había visto tanto gaitero junto. Era el novio del lugar, y a él volvía después de azarosas peripecias. Se comentó que traía como dote un presente que el padrino de Madrid había negado a otros pretendientes más constantes y aun más afines ideológicamente. Los maledicentes opinaban, no sin fundamento, que en la Moncloa se había preferido una Galicia carca a una Galicia gallega, en fina correspondencia con don José Calvo Sotelo. Venía el novio de azul oscuro y ostentaba en la solapa un Insalud transferido.Se había apostado por el novio triunfador desde antiguas concepciones del voto como pago por gestiones a las que no se creía tener derecho. Y quizá también desde más recientes pero oscuras confusiones entre coraje nacional y notoriedad del gobernante. Un error, probablemente, que otro aspirante menos feroz no hubiera podido capitalizar.

Ya en su primera medida se le vio al novio el plumero. Fijóse como meta reducir las unidades administrativas gallegas. Como si la novia necesitase menos administración y no más soberanía. La tentación de la izquierda burocrática es crear un inspector de pegado de sellos por cada ciudadano que envía una carta, pero la gran fantasía del populismo de derechas es volver a tiempos donde sólo cobraban del presupuesto público el rey y el director de la banda de música de palacio. El truco funciona, y es sabido que los electores norteamericanos votan regularmente a un caradura que les promete reducir el gasto público y luego les sube los impuestos para pagarse un bombardero nuevo.

Manuel Fraga se desposa con Galicia eliminando nada menos que 111 unidades administrativas que suman... sólo 350 millones. (Ya se ve que las tales unidades eran baratísimas.) Apuesto una docena de ostras de Arcade y un albariño Martín Codax a que Fraga no reduce el presupuesto. Y a que los gaiteros venían de parte de la novia, no del novio.

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