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De la revolución húngara

La revolución democrática húngara, con su último y espectacular triunfo, la declaración de la IV República de Hungría el pasado 23 de octubre, fecha del aniversario de la revolución de 1956, no esta, todavía a salvo de cualquier peligro. Aún no se han celebrado elecciones democráticas, aunque ya parecen inevitables y el Parlamento actual, está varíando su composición. También está actuando con responsabilidad. Aún no ha sido establecida la naturaleza que tendrá el poder presidencial, y, ésta es una cuestión que será objeto de muchas discrepancias. Las fuerzas que abogan. por un retorno de la dictadura, que llevaban varios meses paralizadas, han recobrado ímpetu, aunque aparentemente con un número muy reducido de partidarios. En cualquier caso, una cosa parece cierta: se necesitaría una intervención a gran escala de un ejército extranjero para que Hungría volviese a la situación política en la que se encontraba hace aperias 10 meses. Las fuerzas nacionales no serían suficientes. Esté repentino cambio escapa a toda explicación racional.Aunque nadie lo había predicho, no hay nada de milagroso en el cambio político de Polonia, que representa la culminación victoriosa de un proceso revolucionario que ha durado 10 años. Por un lado, ha habido una gran organización en la clase obrera, que ni siquiera una dictadura militar podía eliminar. Además, se contaba con el potente -aunque no incondicional- apoyo de la Iglesia católica, cuyo lenguaje y símbolos han sido adoptados por Solidaridad. Por otra parte, la pésima gestión económica del partido del Gobierno ha llevado a Polonia casi al nivel de un país tercermundista. Esta corribinación lleva inexorablemente al hundimiento del sistema.

Pero durante el Gobierno de Kadar, Hungría parecía ser el "paraíso comunista", al menos desde el purito de vista de la Prensa occidental menos crítica, un país con una organización uniforme y prudente, con grandes planes de reforma económica que se anunciaban como una realidad, con escaparates llenos de productos occidentales -al menos en el centro de Budapest-, con millones de personas -incluyendo a los líderes disidentes- que tenían libertad para viajar dentro y fuera del país, con funcionarios que disfrutaban de libertad para hacer comentarios críticos sobre su propio régimen e ideología y, además, con unos disidentes que daban más la imagen de un club de intelectuales o de asiduos a cafés de reuniones literarias que de veteranos de las barricadas.

Lo primero que tienen que aprender los pragmáticos occidentales acerca de este país, que en la actualidad está claramente a la vanguardia del proceso de democratización que se está produciendo en la zona, es que abstracciones como legitimidad o tradiciones revolucionarias no son conceptos insulsos, palabras vacías o entretenimientos para intelectuales, sino realidades históricas serías. Lo que a mí propio hijo le enseñaron acerca de la revolución de 1956 no tiene absolutamente nada que ver con la realidad; toda su generación sufrió un lavado de cerebro en lo referente a este gran acontecimiento. No obstante, el recuerdo de ese momento en que la práctica totalidad de la población adulta húngara decidió ser dueña de su propio destino, acabar con el totalitarismo, abandonar el sistema de Yalta y crear una democracia genuina, no podía ser extirpado de la memoria colectiva húngara. El régimen de Kadar, que se había instaurado gracias a la ayuda de los tanques soviéticos, no podía, ni siquiera tras décadas de suave manipulación, alcanzar la legitimidad que había conseguido el último Gabinete de la época revolucionaria. De ahí la declaración de la IV República en el aniversario de lo acontecido en 1956.

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El recuerdo de un hombre al que su país debe eterna gratitud sobresale en esta historia: me refiero a linre Nagy. Nagy consiguió en tres ocasiones que no se perdiera la tradición revolucionaria. La primera vez, cuan do aceptó el cargo de prime ministro en el Gabinete pluripartidista revolucionario, a primeros de noviembre de 1956 dando un carácter decididamente izquierdista y pluralista a un movimiento calificado por sus enemigos como "contrarrevolución". La segunda vez lo hizo al negarse a legitimar a sus asesinos en su juicio secreto dándoles escasas concesiones. La tercera vez fue en el acto simbólico de su larga muerte. La población húngara está de acuerdo en que el hundimiento del partido del Gobierno se produjo en realidad el día en que se celebró el segundo entierro de Nagy, el 16 de junio de este año. Los líderes del partido, que habían intentado reducir el acontecimiento a un nivel de asunto familiar, en vista de la multitud concentrada frente al catafalco -tuvieron que decidir en cuestión de horas con quién se sentían identificados: si con los asesinos o con las víctimas. Tras una larga y extraña búsqueda de su propia esencia, se inclinaron por la segunda opción. Con esto impidieron una quiza incontenible rebelión, pero su papel histórico había terminado en aquel rnomento.

Gorbachov es una ficura clave en la revolución húngara. No es que el primer ministro soviético, que prefiere el término "revolución" al referirse a la perestroika y a la glasnot, anhelara una auténtica revolución democrática en Hungría. Los discursos soviéticos en el funeral pusieron de manifiesto las reticencias internas al mandato de Gorbachov. No obstante, Gorbachov ha prestado un servicio directo e indirecto a la causa húngara. El directo es obvio. Cada vez se hizo más evidente que él no estaba dispuesto a hacer intervenir aquí a las fuerzas armadas, porque sabía mucho mejor que Jruschov que eso supondría el fin de su propio experimento. La conciencia de la automoderación soviética dio campo libre a la oposición húngara y paralizó a los estalinístas. La naturaleza del servicio indirecto prestado por Gorbachov es menos evidente para el gran público. El régimen de Kadar se mantuvo durante 15 años, con una disminución progresiva de sus reservas políticas y econórnicas, gracias a la valoración realista de la población húngara de que en la atmósifera de Breznev y sus sucesores cualquier cosa diferente al kadarismo sólo podía ser peor.

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Agnes Heller es profesora de Sociología en la New School for Social Research, de Nueva York. Traducción: Lorena Catalina.

De la revolución húngara

Viene de la página anteriorEsa valoración estaba alimentada clandestinamente por el propio régimen. Esta forma de ver las cosas ha terminado con Gorbachov, y las inhibiciones de la sociedad húngara se han desvanecido.

El kadarismo, en muchos sentidos, cavó su propia tumba. El delicado equilibrio, que sorprendió a un mundo acostumbrado a ver durante años terror y ejecuciones en masa, se mantuvo gracias a dos estrategias de manipulación: la despolitización y la privatización de la sociedad húngara. Sin embargo, este tipo de estrategias sólo funciona cuando va acompañado y reforzado por una prosperidad económica.

El kadarismo hizo durante años experimentos con la idea de introducir auténticas reformas de mercado para lograr esta prosperidad. Al final, los líderes siempre se acobardaban porque entendían, al igual que la oposición, que ese cambio en el sistema económico irremediablemente tendría como resultado un cambio en el sistema político. En lugar de eso se embarcaron en una política de préstamos imprudentes e irresponsables y estimularon el consumismo sin que hubiera un respaldo económico.

El resultado fue el aumento de las desigualdades sociales, un alarmante crecimiento del número de personas que vivían al borde de la pobreza -algo de lo que no se. percata ningún turista- y, en última instancia, la bancarrota nacional. En esta situación es siempre importante el tipo de oposición al que se enfrenta la dictadura. El kadarismo parecía estar bien protegido contra peligros serios. Los trabajadores de las fábricas, los empleados no politizados de las empresas y, por supuesto, los campesinos no sabían prácticamente nada de los escritores del movimiento literario del samizdat; al contrario que en Polonia, donde Walesa era el adorado héroe de todos los trabajadores del país. Pero, como finalmente se ha visto, la confianza que el Gobierno de Kadar tenía en sí mismo fue un error.

La minúscula oposición, que reunía a algunos de los mejores elementos intelectuales del país y se expresaba en términos de democracia radical, ha llevado las riendas en un subrepticio -e involuntario- diálogo con un grupo social decisivo: los miembros del partido de Kadar.

El lenguaje romántico, heroico y católico de los dirigentes de Solidaridad no encontró resonancia ni siquiera entre los comunistas polacos que albergaban serias dudas sobre su propio régimen. Sin embargo, el discurso democrático, profano y orientado a la izquierda de los disidentes húngaros actuó como un corrosivo en la propia identidad de los miembros del partido de Kadar.

Cuando llegó el histórico momento, en mayo de 1988, con ocasión del congreso extraordinario del partido, éste determinó -utilizando un vocabulario y unas ideas propias de los escritores del samizdat- no convertirse en cabeza de turco en el fracaso que hizo que Kadar tuviese que abandonar el control de los destinos del país.

Posteriormente, fue esta nueva imagen de los miembro del partido lo que impidió a Grosz y a otros kadaristas restablecer la dictadura tras una ligera operación de estética. Este cambio en cuerpo y alma del Partido Comunista Húngaro es el resultado de la asombrosa victoria indirecta de una minúscula pero inteligente oposición.

Como decía: nada es definitivo aún. El análisis del victorioso progreso de la revolución democrática en Hungría hace que aprendamos cosas no fácilmente comprensibles por los rutinarios de la política. Pero, los verdaderos hombres de Estado y los ciudadanos que tengan una auténtica mente pública guardarán en la memoria esta victoria como uno de los mejores relatos políticos de la Europa de la posguerra.

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