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El nacionalismo español

He pasado gran parte de mi vida en Barcelona y Bilbao. A Barcelona llegué en el año 1964 para estudiar lo que por entonces se llamaba cuarto y reválida. No tengo la menor idea del curso a que actualmente equivale, pero sí sé que tenía 13 años. Y en Barcelona terminé el bachillerato, estudié la carrera de Derecho y empecé a preparar las oposiciones a judicatura. A eso de los 24 años, ya alumno de la Escuela Judicial, tras unos meses en la capital de España, me trasladé a mi primer destino, en la. isla de La Gomera, que en poco tiempo se convirtió, como antes Barcelona, en algo así como otra patria de adopción. Tras algunos años en Berga y Alcoy, llegué a mi actual pueblo, Bilbao, hace ya casi 10 años. Y sin abandonar mis patrias anteriores, ninguna duda me queda de que Bilbao, la última, se ha convertido en mi patria favorita. Si a lo anterior añaden que mi ascendencia familiar es valenciana y catalana, que El Saler y La Pepica y La Marcelina (las mejores paellas valencianas) tienen para mí el sabor -nunca mejor dicho-de la casa de la infancia -la más segura de las patrias-, que nací en un pueblo de Teruel, Mora de Rubielos, y que en Teruel, mi patria definitiva, descubrí hasta los 13 años todo lo que merece la pena ser descubierto, comprenderán, y aquí es donde quería llegar a parar, que mi condición de español de raíces un tanto despistadas es algo con lo que debo convivir resignada y -ya lo siento en época de tanta angustia- relajadamente.Desde tal biografía, que consigno por exigencia del guión, me ha sorprendido siempre la casi indisimulada hostilidad que en los ámbitos nacionalistas españoles despierta el resto de nacionalismos que con él, mal o bien, conviven. Con ocasión de la presentación en el Club Siglo XXI de Carlos Garaikoetxea, tuve la oportunidad de pensar con más detenimiento en ese fenómeno, y quiero ahora contarles a ustedes algu nas de las cosas que allí dije. Tras esta hostilidad se oculta, según creo, la debilidad de los grandes pactos sobre los que descansa todo el entramado constitucional: por un lado, el pacto de las libertades, que, en su formulación más llana, trataba de garantizar a todos los ciudadanos el apasionante e imprescindible aburrimiento propio de las democracias asentadas, poniendo término para siempre a los héroes, a los mártires, a los salvadores de la patria, y, por otro lado, el pacto de las naciones, destinado a situar en el pasado tanto el irredentismo periférico como la autosuficiencia centralista, y destinado sobre todo -en mi caso al me nos es evidente- a aceptar que nuestro conflicto de identidades nuestra única identidad posible.

Los padres de la Constitución, los constituyentes, lograron, por lo que al pacto de las libertades se refiere, un texto satisfactorio. El proceso mismo de elaboración, concebido como una estructura de diálogo, permitió incluso la reconversión individual de buen número de nuestros constituyentes, que se vieron afectados en sus pro pios presupuestos personales y vitales. Vivieron una experiencia abrumadora al tener que sintetizar en un período de tiempo históricamente despreciable todo el diálogo pendiente desde hacía siglos. Tuvieron que realizar mutaciones para las que la naturaleza (la historia) exige el esfuerzo, la tenacidad y el tiempo de muchas generaciones. Los constituyentes disfrutaron de cerca la capacidad del sistema democrático para mejorar la condición individual a través de la confrontación intelectual y el debate. El problema puede estar, sin embargo, en que quizá vivieron la experiencia bastante solos, en que, a lo peor, la mayoría de los ciudadanos permaneció, si no al margen, sí demasiado lejos del epicentro del proceso. Puede ocurrir que la unidad de tiempo necesario para que tal pacto produzca las mutaciones precisas en el conjunto de la colectividad sea forzosamente más dilatada. En todo caso, parece razonable pensar que para que el tiempo, su transcurso, juegue a favor de la interiorización de esos valores, el conjunto de las fuerzas sociales debe decidirse, con la colaboración activa y no con la pasividad o reticencia de la clase política, a participar en el proceso.

Las quiebras resultan aún más palmarias en el terreno del pacto de las naciones. Aquí el proceso constituyente no fue tan ejemplar, y fue preciso esperar a los estatutos de autonomía para lograr un consenso mayoritario (no sé si suficiente) en torno a sus premisas. Un nacionalista español aceptará, su pongo, que después del pacto ya no resulta legítimo ser vasco, catalán o gallego del mismo modo que antes del pacto, que resulta obligado realizar un es fuerzo de reconversión. Lo que me temo, le costará más acep tar, al menos en el terreno de la vida real, es que aún resulta me nos legítimo seguir siendo español del mismo modo antes y des pués de la Constitución. En mi opinión, la asunción profunda del pacto de las naciones debería dejar literalmente al margen de la ley cualquier forma de viejo nacionalismo español. No se puede obviar que el modelo constitucional desmonta las premisas del nacionalismo español y lo sustituye por un Esta do de las autonomías que pueda ser, sin angustias ni contradicciones, la casa de todos.

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Hay otro mandamiento constitucional no escrito según el cual no debe abrirse en vano el tarro de las esencias, aunque sólo sea porque de tanto abrirlo se llega a perder el perfume. Comprender los imprevisibles mecanismos que pueden ponerse en marcha a partir de un tal uso abusivo de las esencias es obligación de cualquier ciudadano, también de los líderes de opinión, con un mínimo de sentido común. Cada vez que se halagan los sentimientos esenciales de una comunidad a costa de los sentimientos también esenciales de otra comunidad se causa un daño irreversible al propio modelo constitucional. La única forma de vivir el hecho nacional coherente con el sistema es a través de la inteligente revitalización de lo propio y no a través de la descalificación del hecho nacional ajeno. Toda etapa de autoafirmación lleva consigo ciertos excesos verbales, pero ello debe ser compatible con entender que tales excesos no dejan de ser tales por el hecho de que procedan del nacionalismo dominante. En el caso del nacionalismo español, lo más grave radica en que, periclitados cons titucionalmente los valores de exclusión en que se cimentaba no ha sabido sustituirlos por un nuevo orden de valores positivo y solidario. Y lo que es aún más preocupante, en muchos casos ni siquiera se siente la necesidad de construir tales valores. Seguramente debe existir una forma legítima por nueva de ser español, pero tan preocupados de criticar el supuesto anacronismo de otros nacionalismos que conviven dentro de nuestro Estado, no hemos sabido delimitar sus legítimos contornos. A menudo reprochamos a los nacionalistas vascos que no hayan asumido la Constitución, sin percatarnos de que los españoles que teóricamente la asumimos no somos capaces de realizar en la vida diaria los valores constitucionales. Partiendo de que no existen recetas, me atreveré a decir que la respuesta, todas las respuestas, siguen estando, más que en el bloque constitucional, en aquel viejo espíritu del 78 que lo hizo posible.

Juan Alberto Belloch es presidente de la Audiencia de Bilbao.

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