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La querella de Auschwitz

Las creencias religiosas y las iglesias han figurado siempre entre las principales fuerzas de resistencia al poder absoluto de los Estados. Frente a una voluntad totalitaria, sólo las convicciones más fuertes y las adhesiones más profundas poseen la suficiente fuerza de movilización. En Polonia, la Iglesia, bajo la firme dirección del cardenal Wyszinski, impidió durante decenios la sovietización del país, a tal punto que Adan Miclinik, intelectual laico, escribió un libro a la gloria del papa, clave de la bóveda de la resistencia nacional. y democrática polaca. Pero al mismo tiempo, las iglesias siempre se han identificado con las comunidades nacionales, defendiendo a los serbios o a los búlgaros contra los turcos igual que a polacos o húngaros contra los turcos o contra los alemanes o incluso a los vascos contra la España franquista. A veces las creencias religiosas refuerzan movimientos de liberación social y política, impulsando al modernismo hasta un compromiso directo que transforma la escatología cristiana en fe en la revolución que vendrá. Pero mucho más a menudo la defensa de la comunidad ha alimentado en el interior de los países considerados una política conservadora pronta, cuando toma el poder, a buscar e incluso a imponer una homogeneidad nacional y cultural capaz de alimentar el integrismo y aun la teocracia.En el mundo católico, la voluntad de defensa comunitaria ha animado también a las comunidades eclesiales de base de Brasil, animadas por una teología de la liberación cargada de temas revolucionarios, al igual que el nacionalismo franquista o el conservadurismo flamenco. Juan Pablo II ha roto con el modernismo de Juan XXIII y favoreció la renovación de una Iglesia comunitaria. Lo hizo a veces al servicio de las libertades, a veces también con un espíritu de cerramiento de la Iglesia frente a las demandas culturales y sociales más importantes.

En Polonia, la alianza de la Iglesia y las fuerzas democráticas contra la dorlinación comunista no fue constante ni simple, y no debe olvidarse que si con Walesa el movimiento popular otorga a la Iglesia un lugar fundamental, no sucedió lo mismo en Poznam ni en Varsovia en 1956, ni en 1968 durante la represión contra los intelectuales, en particular judíos, ni en 1970 cuando la MILsacre de los manifestantes del Báltico. Solidaridad ha sido una creación tan importante por haber llevado a cabo una alianza, en absoluto tradicional, entre sentimiento religioso, conciencia nacional, voluntad democrática y reivindicaciones sindicales, que constituyó en 1930 un movimiento social total que sobrevivió a la represión desencadenada a partir de finales de 1981. Pero hoy, cuando se derrumba el régimen comunista al mismo tiempo que la economía polaca, se puede temer que se separen los elementos que con tanta eficacia se unieron a partir de 1976.

Los riesgos son limitados, pero reales. Limitados, porque el primer ministro elegido por Solidaridad, Tadeusz Mazowiecki, es un católico convencido y muy cercano a los dirigentes de la Iglesia, y porque Lech Walesa permanece, entre bambalinas, como animador de las transformaciones políticas actuales. Limitados sobre todo porque la gran mayoría de la opinión polaca tiene una conciencia muy viva del papel determinante desempeñado por la Iglesia en la resistencia a un régimen vergonzoso y porque la situación es aún demasiado peligrosa para permitir que triunfen las divisiones sobre la unidad frente al adversario. También reales, pues desde el comienzo monseñor Glemp ha marcado sus distancias con relación a los activistas del movimiento, en el país y en la Iglesia, buscando para ésta un papel de árbitro que ya le valió la espectacular reconstitución de su influencia en una Polonia aún gobernada por el partido comunista- Y sobre todo porque el nacionalismo polaco, si bien tiene un fuerte componente democrático, desarrollado en particular por los intelectuales, posee también un componente negro, defensivo, hostil a los extranjeros, sobre todo a los soviéticos, y en el cual inciden o se mantienen sentimientos antisemitas. Componente este que, en el otoño de 1981, se volvió contra Solidaridad, poniendo en aprietos a algunos de sus dirigentes más ligados a la corriente democrática, como Bujak en Varsovia. Es esta corriente, cuyo nacionalismo puede llegar hasta el integrismo, la que acaba de manifestar su fuerza en el tema de las monjas carmelitas de Auschwitz. En un comienzo era posible conformarse con subrayar la oposición entre la concepción cristiana y la concepción judía sobre la memoria del exterminio. Naturalmente, el campo era para los judíos un lugar de muerte, un lugar vacío, y para los católicos, un lugar de oración. Pero después del acuerdo de Ginebra entre judíos y católicos, las reacciones, principalmente, de monseñor Macharski, las del cardenal Glemp y también el silencio del Vaticano mostraron la fuerza

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de un espíritu polaco de defensa comunitaria que soporta mal la presencia rectora de una referencia no polaca. Desde hace mucho tiempo, los visitantes de Auschwitz habían sufrido el impacto de la débil presencia de la identidad judía en el campo. No mencionado durante largo tiempo, el exterminio de millones de judíos había terminado, durante los años setenta, por ser mencionado en una barraca especial, y me sentí impresionado, durante mi visita al campo, por el carácter casi marginal de esa mención de la Shoah. La instalación de las monjas carmelitas en el recinto del campo y la ubicación de una gran cruz que lo domina significan claramente una apropiación católica y polaca de ese lugar de extermínio de víctimas, de las cuales la mayor parte eran judías y no polacas. Tan chocante, que el Vaticano aprobó explícitamente los acuerdos de Ginebra, que preveían el traslado de las monjas carmelitas, hasta que monseñor Glemp volvió a cuestionarios de la manera más brutal y ofensiva.

Hoy en día, uno podría conformarse con pronunciarse sobre la necesidad de respetar los acuerdos de Ginebra y dar prisa al Vaticano para que los haga aplicar. Pero lo que es indispensable no es suficiente. Pues este asunto ha provocado un endurecimiento de la opinión polaca lo suficientemente claro como para crearle problemas a Solidaridad. Y también porque hay que preguntarse si esta actitud de la Iglesia polaca no forma parte de una tendencia más generalizada: el surgimiento de conciencias corriunitarias más apasionadas en su lucha contra enemigos interiores y exteriores que por buscar justicia y libertad en el seno de su propia comunidad. Por todos lados se oye hablar de defensa de la comunidad, ya se trate de católicos o de judíos, de musulmanes azeríes o armenios cristianos. Y este espíritu comunitario siempre lleva una carga de hostilidad hacia otra comunidad, lo que es una amenaza para la paz y la comunicación en un mundo cada vez más fragmentado. ¿Acaso una insistencia extrema sobre la especificidad, la identidad y la diferencia no comporta en sí misma un riesgo de agresividad y de exclusión? Del lado judío en particular -puesto que el enfrentamiento es aquí entre una Iglesia católica y las organizaciones judías de diversos países-, el espíritu de comunidad y la afirmación del carácter único de la Shoah se reforzaron estos últimos años en detrimento del sionismo, que conllevaba un proyecto democrático, socializante, de sociedad, al mismo tiempo que un proyecto de Estado nacional. ¿Es necesario recordar también el resurgimiento de integrismo musulmán en Irán, como así también en Líbano, en Egipto y en otros países? Las religiones son a la vez portadoras de un mensaje universal y fuerzas de integración de una comunidad particular, en nombre de la alianza entre lo sagrado y un pueblo. En estos momentos, este aspecto particularista se refuerza en detrimento del contenido universalista. Tanto en la Polonia católica, donde la nación se afirma contra la dominación extranjera, como en la comunidad judía, que hace cuerpo con el Israel amenazado, pero también amenazante, o como en el islam shií iraní, movilizado contra los satanes extranjeros.

Las luchas sociales, que durante largo tiempo dominaron la vida de las sociedades modernas, llevaban en sí proyectos universales: la libertad, la justicia, la eficacia. Están en todas partes en retroceso y son reemplazadas no por la satisfacción querellante de la que hablaba Raymond Aron, sino más bien por las luchas nacionales, que oponen comunidades definidas menos por el interés que por la tradición, por la economía que por la religión. Y mientras que las luchas sociales conducían muy frecuentemente a la negociación y al compromiso, las luchas nacionales y comunitarias están cargadas de espíritu guerrero y de voluntad de exclusión.

Es de desear que los responsables de todas las confesiones estén más atentos a hacer de la religión una fuerza de resistencia al despotismo y de liberación personal y colectiva que un factor de guerra entre comunidades diferentes, y por tanto opuestas. Es en Auschwitz, en primer lugar, donde semejante enfrentamiento debe ser evitado, pues resulta intolerable en un lugar donde mur] eron rnillones de polacos y millones de j*iidíos, de los cuales gran parte vivía en Polonia. La intolerancia y el cerramiento comunítario sólo podrían ser ventajosos a las ideas nazis, forma extremia de afirmación comunitaria y de rechazo del universalismo, en nombre de los cuales han sido gaseados millones de polacos y de judíos de toda Europa.

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