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Después de Argel

No parece el colmo de lo útil indagar con meticulosidad después de Argel la minuciosa forma de equivocarse elegida por ETA Militar, ni tampoco, quizá menos, tratar de averiguar o especular sobre el precioso grado de incumplimiento contractual achacable a los conversadores políticos.Distribuir la limosna de la buena o mala fe, adjudicar responsabilidades o tratar de calcular el acierto o desacierto de los contendientes son, en mi opinión, otras tantas maneras de perder el tiempo. Ni siquiera es prudente cerrar el balance de pérdidas y ganancias, al menos antes de acabar el ejercicio, pues en estos negocios existen demasiadas formas de perder ganando, y muy pocas de ganar algo sin costes desmesurados.

Más interés tiene después de Argel considerar si es preciso introducir algunas variables en la historia interminable del contencioso vasco. Una primera postura, claramente identificable con el mundo de Herri Batasuna, insiste en afirmar -no sé si en creer- que "aquí no ha pasado nada", que lo que ellos llaman negociación con un extraño sentido de la política y del humor es tan inevitable y hasta inmediata como la agudización de las contradicciones del capitalismo o, por pisar terreno más seguro, como los espléndidos desastres de Curro Romero. Antes o después, dicen sus mentores, la negociación se reemprenderá y hasta gozando ETA de una posición si cabe (claro que cabe) más sólida.

En contra de esta clase de oscuros deseos el tiempo y la propia experiencia argelina han acumulado una abrumadora lista de signos exteriores. Así, el neto sostén político que Europa ha dado a la lucha contra ETA, la sustancial cohesión entre las fuerzas políticas democráticas, la asumida evidencia de que sólo la violencia terrorista está frenando el relanzamiento de la economía vasca, la creación progresiva y constante de una robusta malla social que articula el rechazo cívico contra el terror, el adiós a las armas de la única base de utilización conjunta de Argelia, las nuevas políticas en el tema de presos y exiliados, o la definitiva consunción de los últimos retoños que, en forma de veleidades o comprensiones, florecieron otrora en el bosque nacionalista.

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El razonable futuro político además, cualquiera que sea la hipótesis electoral que se maneje, se va a caracterizar por un menor grado de concentración de poder en un solo partido, lo que no abona la adopción de audaces decisiones. Tampoco hay que minusvalorar los costes personales y políticos -ya pagados aunque en algunos casos pendientes de vencimiento a cargo de calificados protagonistas del proceso conservador.

El factor, si no más importante sí más nuevo, que incorpora el fracaso de Argel es el derivado de la debilidad estructural del propio proyecto, revelada a la vista de su desarrollo más incluso que a la vista de su resultado.

Una mínima reflexión impide pensar que la hipótesis difundida desde HB sea la correcta. Tal clase de análisis queda reservado a los creyentes o a los iniciados.

Más razonable parece sostener que el conjunto de circuns cualquier inconfesable pasión dirigida a perpetuarla, como el más eficaz freno contra el nacionalismo. Debe negociarse por tanto para poner fin a los crímenes, para no fomentar profundas espirales de odio y para no alimentar los insano mecanismos de crecimiento in controlado de espacios autóno mos de poder dentro de las ins tituciones democráticas.

Hay otros motivos que giran en torno a un fenómeno tan simple en apariencia como complejo en el fondo: la clientela electoral de Herri Batasuna no decrece. Es hora ya de reco nocer sin ambages el fracaso de las políticas dirigidas a estigmatizar y condenar al fuego eterriza tal clientela electoral. Ni siquiera es seguro que vayan a ir al nfierno. Lo que sí es seguro es que toda política orientada con escasa astucia a tratar de convencer a los electores de HB de que matar es malo, inútil y contraproducente se ha revelado estéril. Si esa fuera la estrategia correcta haría muchos años que VIB hubiera pasado al enojoso museo de lo fallido. Y no es así.

Los primeros planos de cadáveres con la firma de ETA son absolutamente irrelevantes para el concreto objetivo de disminuir el apoyo electoral a HB. Diríase que desde esta óptica los adjetivos que le ponemos a la muerte se limitan a engalanarla, le permiten florecer y multiplicarse. Desde el Estado democrático es inútil combatir el apoyo social a HB con el argumento de la muerte. Los demócratas nos debemos limitar a las más grises armas del discurso político.

Parece preciso por ello contar con realidades aparentemente incompatibles. Así hay que admitir que no es sano, políticamente hablando, dejar fuera de la norma institucional básica (el, Estatuto de Gernika) a una considerable franja de la población (entre el l5% y el 20%), cualquiera que sea la opinión que estos concretos ciudadanos merezcan a la mayoría. Pero, de igual modo, es preciso asumir la falta de seriedad que supone seguir dudando de la legitimidad democrática del actual estatuto o de las instituciones democráticas nacidas a su amparo. Es rigurosamente anacrónico olvidar que en torno al Estatuto de Gernika se agrupa hoy la gran mayoría del pueblo vasco. Tal dato constituye una verdad política incontestable, cualquiera que sea el número de cadáveres con los que estúpidamente se trate de ocultar.

Nadie asimismo puede pretender, que un nacionalista, cualquier nacionalista, renuncie al ideal de su independencia nacional, a sus derechos históricos, a su autodeterminación. Al propio tiempo resulta escasamente riguroso, como evidenció no hace mucho Javier Pradera (EL PAÍS, 18 de enero de 1898), apostar, a modo de exigencia innegociable, por la reforma de la Constitución española a fin de que se re conozca en su seno el abstracto derecho de autodeterminación. Esto es tanto como optar voluntariamente por permanecer en la estratosfera política. Y de la inconsistencia se pasa al terreno de la desvergüenza cuando tal exigencia se pretende hacer valer desde posiciones de estricto chantaje terrorista.

Es igualmente cierto que la racionalidad política, económica y social de un Estado moderno es incompatible con fidelidades ambiguas y permanentemente provisionales. No es posible proyectar políticas coherentes sin contar con tiempos políticos hábiles. Y si esto es predicable de coyunturales programas sectoriales, con mayor razón aún cuando se trata de proyectos históricos y sociales de largo aliento.

Es preciso negociar sobre todo porque no es satisfactorio limitarse a convivir en medio de tales realidades. A la clase política corresponde asumir iniciativas encaminadas a desatar los nudos con los que está atada la cuestión vasca. Les incumbe, por encima de todo, hacer posible que los sectores sociales hostiles a nuestro sistema institucional lleguen a comprender que con todos sus defectos es infinitamente más digno y más humano que la lógica militar de las pistolas.

Si nada hay ya que negociar con ETA, y si al propio tiempo es necesario negociar, parece evidente que el problema consiste en buena parte en una cuestión de interlocutores. Ni el Gobierno del Estado ni menos aún la banda terrorista son los llamados a buscar soluciones. El protagonismo está reservado, por la índole de las cuestiones que se ventilan y por su propia función en cualquier Estado de derecho, a los partidos políticos. De igual modo, y sin perjuicio de que el proceso pueda venir precedido de conversaciones en sede diferente, la verdadera negociación sólo puede tener lugar en un marco institucional muy preciso: el Parlamento vasco. Después de Argel, a HB compete no condenar a su gente y a sus ideas a la feliz autosuficiencia propia de la marginación voluntariamente elegida. De su inverosímil postura subalterna deben pasar a la de negociadores.

Entre la evidencia de la legitimidad democrática del Estatuto de Gernika y la insuficiencia del apoyo social que suscita, dado su carácter constituyente, puede ser razonable intentar de nuevo, 10 años después, lo que fue imposible lograr al tiempo de su redacción. Parece sensato, y no sólo por razones de generosidad, que nos demos todos la oportunidad de ampliar y consolidar el gran pacto institucional que supone un estatuto.

Entre la imposibilidad política de modificar la Constitución española y la aspiración abstracta al derecho a la autodeterminación existe en mi opinión un estrecho y complejo camino que puede hacer posible el necesario pacto, único final deseable de cualquier proceso negociador, y que presupone fijar el cauce jurídico en que se ejerza efectivamente el derecho a la autodeterminación.

El eventual contenido de ese pacto sólo compete fijarlo a los legítimos representantes de los ciudadanos. La asunción, no obstante, de aquellas realidades aparentemente irreconciliables parece exigir la concurrencia de un doble presupuesto. El primero sería su temporalidad; esto es, la fijación de un plazo de vigencia que, siendo suficiente en términos políticos para la gobernación seria y en paz del Estado democrático (por ejemplo, 20 años), sea compatible con la pervivencia y, en su caso, desarrollo sociológico y político del nacionalismo vasco. El segundo presupuesto sería la -íntegra lealtad y fidelidad de los firmantes del pacto a los compromisos adquiridos, lo cual supone la expresa renuncia, durante su vigencia, a la utilizacion espuria y desestabilizadora de los respectivos ideales nacionalistas. Más importante aún es el concreto significado político que los firmantes deberían dar de manera expresa a ese eventual pacto. Deberían ofrecerlo a los ciudadanos como la concreta forma en que sus representantes legítimos proponen, durante el plazo temporal de su vigencia, el efectivo ejercicio del derecho de autodeterminación.

El cauce jurídico a través del cual podría canalizarse un pacto de seme ante entidad puede ser el procedimiento de reforma del Estatuto de Gernika, previsto en su artículo 46. Dicho procedimiento garantiza, por un lado, que la iniciativa política la asuma quien está legitimado para ello, el Parlamento vasco (artículo 46. 1.a), a quien corresponde asimismo aprobar los términos del pacto de reforma (artículo 46. 1. a); por otro lado, que el resultado de dicho pacto sea aprobado a su vez por las Cortes Generales del Estado (artículo 46.1.c), y sobre todo que sean los propios ciudadanos de la comunidad autónoma los que aprueben o no, mediante referéndum (artículo 46.1A), el nuevo pacto institucional a que hayan llegado sus legítimos representantes.

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