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Tribuna:ACERCAMIENTO ESTE-OESTE
Tribuna
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El fin de la guerra fría y las nuevas relaciones internacionales

G. Kennan, uno de sus padres fundadores, ha extendido el acta de defunción de la guerra fría. Atrás queda un cortejo de capítulos -Corea, Berlín, Cuba- que sepultó a la humanidad bajo la amenaza nuclear. El sistema bipolar que desde 1945 ha regido las relaciones internacionales llega a su fin. ¿Fue la guerra fría una necesidad mecánica o la pretensión de las superpotencias de medir sus fuerzas precisamente sobre el Viejo Continente? No se discute la confrontación ideológica capitalismo versus comunismo, pero pesa la sospecha de que se trataba de algo más antiguo y elemental: dos sistemas imperiales que mediante amenazas construían sus respectivas zonas hegemónicas. Nunca se enfrentaron directamente, pero llevaron la carrera de armamentos y la militarización del pensamiento hasta límites insoportables. En este panorama sólo la muerte tenía futuro.Inesperadamente el horizonte se ha teñido de esperanza: aquellos misiles cuya instalación causó tanto desgarramiento son retirados; por vez primera se firma y se ejecuta un acuerdo de desarme nuclear; en la actualidad sobre las mesas de negociaciones abiertas no sólo se esboza la posibilidad del desarme estratégico y del convencional, sino que incluso se insinúa la opción triple cero. Moscú continúa la política desarmamentista y la OTAN muestra su confianza y suspende sus proyectos militares. Se aplican medios de solución pacífica a los conflictos regionales: Afganistán, Namibia, Camboya; al fondo, Chipre y el Sáhara occidental; mientras, en Túnez, diplomáticos de Washington conversan con representantes de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP).

Cambios radicales

Cambiemos el punto de observación. Sajarov es parlamentario soviético. Polonia vive sus primeras elecciones casi libres desde hace cuarenta años. Hungría presenta su petición de ingreso en el Consejo de Europa. George Bush declara que su propósito es integrar a la URSS en la comunidad internacional, que el proceso democratizador de Gorbachov es auténtico, y pide al líder soviético que no se detenga.

¿Qué ha ocurrido para que el escenario internacional haya cambiado tan radicalmente? Es prematuro anticipar opiniones, pero cabe establecer algunas hipótesis. Parece que, en contra de algunos augures, nunca hubo segunda guerra fría, y que además el proceso de cambio no ha sido tan rápido. Es muy posible que asistamos a la emergencia de un largo período subterráneo de usura del duopolio nuclear norteamericano-soviético, ya conocido en reducidos cenáculos políticos de Washington y Moscú. A lo anterior viene a sumarse la crisis interna del universo comunista, donde aparecen demandas populares de carácter democrático. En tercer lugar, por fin parecen superarse los efectos de la II Guerra Mundial y los planteamientos reduccionistas de la guerra fría. Todo está preparado, en consecuencia, no sólo para una transformación del escenario mundial, sino también para que se incorporen otros actores al reducidísimo reparto de los dos protagonistas solitarios: la República Popular China, si consigue imponerse a la grave crisis que la convulsiona y que en fin de cuentas también se inserta en el proceso liberalizador que agita a los sistemas comunistas; Japón, cuya superioridad tecnoeconómica está fuera de discusión; la Comunidad Europea, nuevo modelo de gran potencia sobre fórmulas integracionistas, llamada a desarrollar una importante y dinámica política exterior.

Lógicamente, esta nueva fase de las relaciones internacionales no se rige únicamente por el factor político o por la tónica de una redistribución del poder. Lo económico ha primado extraordinariamente. El innegable proceso democratizador de Gorbachov es inseparable de un aumento en el consumo de bienes materiales; Washington tiene que aliviar su déficit público, comprometido en una batalla perdida. El desarme es también una exigencia social y económica. A la falacia de la dialéctica Este-Oeste se imponen las exigencias del eje Norte-Sur. El establecimiento de un nuevo orden económico internacional es requisito previo para el desarrollo de unas relaciones internacionales armónicas, es decir, justas y equilibradas.

¿Cuál es la posición y la función de Europa en este nuevo diseño de la política mundial? ¿De qué Europa hablarnos? Como los hechos mandan, de Europa occidental, y más concretamente, de la Comunidad Europea. Al progresar la distensión, crecen no sólo las posibilidades económicas, sino también las capacidades de la política exterior comunitaria. Las opciones son variadas. La óptica mediterránea, como flanco sur de una hipotética guerra generalizada, debe sustituirse, con todas las cautelas que se quiera, por otra de paz en un mar que tiene dos continentes ribereños. La Comunidad, por el peso de sus miembros latinos, ha de estar presente en Centro y Suramérica. Pero el gran reto comunitario se encuentra en la llamada Europa del Este, denominación geográfica que encubre uno de los efectos más perversos de la Il Guerra Mundial. El enemigo, aquel bloque monolítico, descubre ahora su fragilidad, o quizá su artificiosidad. ¿Budapest está más próxima de Viena o de Bucarest? ¿Varsovia se encuentra en las mismas coordenadas que Berlín Este? ¿Dónde están los enemigos de Gorbachov, en la República Democrática Alemana o en la República Federal? El desafío no reside en apostar por la disgregación de un bloque tan débil, sino en trabajar a favor de una Europa distinta, cimentada en la cultura, en la economía, en la historia y en la paz. No se trata de innovar, sino de aplicar y desarrollar el espíritu y la letra del Acta Final de la Conferencia de Helsinki de 1975: la cooperación y la seguridad europeas.

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Grandes opciones

Es fácil entender que no se trata de una política para pocos años; las grandes opciones, los designios superiores, tienen por fuerza que englobarse en empeños totales en cuya consecución han de comprometerse varias generaciones de europeos. En este plazo largo, si se quiere resolver de manera positiva, resulta obvio que la misma Comunidad Europea se verá obligada a realizar adaptaciones que la adecuen a las nuevas circunstancias. Al final del trayecto se alza una Europa en paz y sin separaciones; una Europa que deberá afrontar, entre sus grandes desafíos, la reorganización del corazón continental, con una Alemania unida en su centro. Lógicamente, una Europa única y diversa en sus circunstancias diferenciadoras, incluidas también sus opciones políticas concretas, pero sin nacionalismos ni particularismos. El espacio en donde de una vez y para siempre se demuestre sobre el terreno la indisolubilidad de la teoría y de la práctica de los derechos humanos y la complementariedad de las libertades formales y de las materiales.

Al final de estas líneas no puede faltar la mención a nuestro país. España llegó muy tardíamente al proyecto europeo; tanto al Consejo como a la Comunidad. Lo hizo en circunstancias exteriores poco propicias: el debate y la protesta sobre la instalación de los euromisiles, que motivó una acerba polémica interna sobre nuestra permanencia en la Alianza Atlántica. Los 40 años de dictadura y la delicadeza del proceso de transición a la democracia prolongaron durante años el diseño de una política exterior de largo alcance. Pero pese a todo, España se incorporó a las relaciones internacionales, y en el transcurso de muy poco tiempo lo que era desapacible en Europa se abre a perspectivas optimistas. Nuestro país es uno de los 12 Estados sobre los que se edificará el espacio único europeo. Afortunadamente también, por encima de entusiasmos militaristas poco comprensibles y quizá todavía peor explicados, tendremos que participar en la reducción de armamentos de todo tipo y de efectivos militares que nos corresponderá como miembros de la Alianza Atlántica. Por encima de comentarios detallistas o de oportunismos partisanos, la presidencia española del Consejo de Ministros de la Comunidad Europea ha realzado nuestra política exterior y ha vigorizado nuestra acción diplomática. Ha sido la ocasión para reforzar nuestra presencia en Oriente Próximo, una constante de nuestra acción exterior, solidaria, activa y pasivamente con el pueblo palestino. Por contra, en Centro y Suramérica resulta sumamente laborioso el diseño de una visión de conjunto que deje atrás viejos resabios, comprendidos fastos y conmemoraciones que, legítimamente, pueden ser mal interpretados; hoy por hoy, y durante largo tiempo, nuestra acción diplomática, nuestra política de Estado en la América de habla hispana sólo tiene un nombre: cooperación; que por fin cuenta con un instrumento, la agencia recientemente creada a este efecto; sería imperativo, no ya aconsejable, que no falten recursos para la cooperación y que mucho menos se le recorten los ya menguados; en América nuestra diplomacia, para ser eficaz, debe contar imprescindiblemente con una importante dimensión social. También puede hacer algo España, cuando le llegue su momento histórico, en la acción colectiva de solución pacífica no sólo de conflictos, sino también de contenciosos: nuestras relaciones con Marruecos inexorablemente deberán conocer una dimensión de negociación colectiva en la que, de una o de otra forma, tendrá que estar presente el problema gibraltareño.

Armas nucleares

En último lugar, frente a la Europa del Este, en la dinámica del desarme y de una seguridad nacional que jamás sea ofensiva, España debe alinearse con aquellos países más propicios a las posturas de distensión, como últimamente ha hecho con respecto a la República Federal de Alemania y los misiles nucleares de corto alcance. La negativa cada vez más generalizada a las armas nucleares en Europa debería enlazar fácilmente con nuestra opción por la desnuclearización del territorio nacional y por nuestra firma al pie del tratado de No Proliferación. En este plano no caben posiciones ambiguas.

Por lo demás, España, posiblemente por no tener contenciosos de ningún tipo con los países del Este, por su no participación en los dos grandes conflictos europeos de nuestro siglo, e incluso por determinadas afinidades culturales, puede desempeñar un papel más libre y menos comprometido que otros Gobiernos de Europa occidental en esta hora de la distensión. El que en Varsovia y en Budapest se evoque la fórmula española de transición a la democracia no es factor despreciable en una diplomacia de acercamiento. A fin de cuentas mucho se puede ganar y nada se pierde si nuestra acción exterior apuesta por un futuro distinto; muy idealista, si se quiere, pero más en consonancia con un mundo interdependiente que deja en el pasado el túnel negro de la guerra fría, de la bipolaridad rígida y de la amenaza permanente del holocausto nuclear.

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