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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Derechos humanos en la Iglesia

LA DISPUTA creciente que enfrenta a grupos y asociaciones de teólogos católicos con las autoridades del Vaticano no es tanto una cuestión relativa al dogma o a la moral religiosa como un problema de defensa de derechos humanos. Los manifiestos y declaraciones que últimamente están proliferando en los medios de la teología católica denuncian sin ambages el comportamiento de la jerarquía y los procedimientos inquisitoriales de los que se echa mano para mantener a los disidentes en el buen camino. Así, se desconoce olímpicamente el derecho a la libertad de expresión o se aparta al sospechoso de la cátedra o de la dirección de una revista sin diálogo ni explicaciones convincentes. Impresiona especialmente la documentación recientemente aportada por el patriarca de la teología moral, Bernhard Häring, sobre sus relaciones con el antiguo Santo Oficio y, después del Vaticano II, con la Congregación de la Doctrina de la Fe. El trato desconsiderado y la indefensión más absoluta se aúnan en el intento de someter al hombre que colaboró asiduamente con Juan XXIII y Pablo VI y que fue uno de los pilares del concilio.La primera aproximación de la Iglesia católica a los derechos humanos no se produjo hasta los años treinta del presente siglo, como reacción contra los regímenes totalitarios del momento, y el primer Papa que se atrevió a llamar por su propio nombre a los derechos del hombre fue Juan XXIII, en la encíclica Pacem in Terris (1963). Interesa especialmente recordar la afirmación que hace la Iglesia en el documento aprobado por el sínodo de obispos (1971): "Si la Iglesia debe hablar de la justicia, ella misma ha de ser ejemplo de justicia" (n. 14). A partir de ahí tendrían sentido los discursos del actual Papa en defensa de los derechos de todos los hombres, naciones y minorías oprimidas.

Es lógico distinguir los derechos inherentes a toda persona de aquellos otros que el derecho positivo de un Estado garantiza para sus ciudadanos. Sin embargo, los segundos no pueden de ninguna manera anular los primeros, sino más bien desarrollarlos. La Iglesia es una sociedad especial, cuyo Código Canónico, promulgado en 1983, no menciona ni una sola vez la expresión derecho humano, para sustituirla por otra más cautelosa que denomina "derechos fundamentales de los fieles". Pero no está de más recordar que el Estado Vaticano firmó el Acta de Helsinki (1975) y ahora acaba de firmar también el documento de Viena sobre derechos humanos (1988).

En el sínodo sobre la evangelización (1974) se afirma claramente que la Iglesia "debe suscitar en el mundo, en primer lugar, el reconocimiento, el respeto, la defensa y la promoción de los derechos de la persona humana, comenzando por velar sobre la aplicación de los derechos fundamentales en el marco de la propia institución eclesial" (n. 62). Aquellos derechos exigidos por el Evangelio, según la misma Iglesia, no deberían recortarse en los procedimientos judiciales, ni en la consideración debida a los sacerdotes secularizados ni a los hombres y mujeres divorciados. Por otra parte, la doctrina eclesiástica siempre ha defendido los derechos subjetivos de la conciencia adulta. El respeto a las normas canónicas y disciplinares puede quedar limitado por la conciencia personal de los fieles.

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La Iglesia católica es una asociación Ubre que puede adoptar sus propias reglas. Ahora bien, un rígido marco jurídico, o una interpretación estrecha del mismo, no puede impedir el derecho de todos a ser escuchados en un espíritu de diálogo respetuoso que no son capaces de aceptar ahora determinadas instancias de la jerarquía eclesiástica, hasta el punto de que, a juicio de los teólogos más serios, se está traicionando el espíritu de colegialidad proclamado por el Concilio Vaticano II. Se impide de hecho la participación cuando se frena la creatividad y la iniciativa de profesores, escritores y comunidades de base. Obispos, clérigos y seglares se ven cada vez más encorsetados en una disciplina rígida y piramidal que excluye sistemáticamente la mediación de la experiencia personal en campos, hoy tan cambiantes, como el de la relación sexual, la procreación y la incorporación del pensamiento femenino a los centros de decisión.

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