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Tribuna
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Humano mundo

Entramos en el tiempo de centenarios con exposiciones, olimpiadas, proyectos urbanísticos y trenes de alta velocidad: 1992. Más próximo y sin competencia aquí, pero sentido por algunos como ese aire frío que encoge las carnes, 1789. ¡París! ¡La bandera tricolor!Pronto también los psiquiatras conmemoraremos, confío, vino bien distinto, más callado. Recordaremos a un médico, Pinel, que quita las cadenas a los locos de la Salpetriere mientras Europa tiembla y hace horas extraordinarias la máquina del doctor Guillotin. Rataplanes y voceríos llenan los vientos de igualdad, libertad y fraternidad. Las cabezas reales tenían mala sangre, pero roja, como las demás.

¿Qué hizo Pinel? Aprovechar la situación con valentía. Revolucionario que no escaparía a la persecución política con la Restauración, pero ante todo, médico con mucho saber, se hallaba convencido de que los locos, faltos de aire fresco, sumidos en la lóbrega oscuridad de las mazmorras, rodeados y, en consecuencia, víctimas de delincuentes y gentuza, no podían curar. Y Pinel realizó el prodigio "conservador revolucionario" de imponer, durante la época del terror, la idea de que los derechos del enfermo mental son iguales pero distintos de los de los demás. Y lo hizo sin alharacas humanitarias, sin ánimo de confirmar desde la locura los principios de la revolución, desde límpidos presupuestos científico naturales: aire fresco como primera terapéutica eficaz. Realizó la hazaña, eso sí, en días en que todo o casi todo era posible, y, especialmente fácil, morir; Couthon, amigo predilecto del Incorruptible, presidía la Comuna.

Pero, repito, es postiza la especie de un Pinel movido por sensiblerías. Pinel, un gran médico general (la psiquiatría se inició con él), cortó las cadenas porque había observado, estudiado, pensado y decidido que el enfermo de la mente tenía sobre todo y por encima de todo un derecho fundamental: el derecho a tratamiento. Y ese tratamiento no podía ofrecerse sin aire fresco, entre mendigos permanentes implorantes de caridad o saludos criminales violentadores del miedo y debilidad del enfermo mental. Luego, como en todo, altibajos. Casi dos siglos. Lástimas, compasión, filantropía y, en paralelo, conocimiento paciente de la realidad. Sólo a veces confluyen; por desgracia, habitualmente no es así.

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Igualdad, libertad y fraternidad... y ¡aire fresco! Un derecho éste peculiar del enfermo mental. Un derecho tan peculiar que modifica los otros derechos. Igualdad es desigualdad porque el loco es loco, no cuerdo. Libertad: sublime embaucamiento, porque el loco, alienado por su locura, lleva en sí mismo la negación de esa quimera. ¿Fraternidad? Hubo una vez un fraterno hermano en Asís; los otros hermanos ven la locura como peligrosidad. ¡Aire fresco! Pero llevar los enfermos extramuros no conviene con nuestro saber. Y hoy aire fresco no se respira en la ciudad. Se respira aire contaminado de caballo y de camellos, de sinvergüenzas y especuladores, de posmodernidad y de ordinariez.

Pinel, hace 200 años, dio un paso revolucionario en la cresta de la ola de una revolución: rompió cadenas, abrió ventanas y libró de delincuentes al enfermo mental. Muchos somos hoy quienes, próximos a los enfermos por razón de nuestro particular oficio, nos vemos empujados a observar de cerca el proceso solapado que corrompe más y más cada día el aire impuro de la ciudad.

Un proceso que frente a tanta proclama de igualdades desiguala, pues no se acomodan las bases de la igualdad; se habla menos; ¿quién cree en la libertad?... y cuando la temperatura se aproxima a tres grados bajo cero se abren dos estaciones de metro para refugio de pobres y enfermos en prueba de fraternidad. Al tiempo, maravillas electrónicas surcan el cielo y se apuesta por el año 2000. Humano mundo.

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