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Tribuna
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La guerra ha terminado

El partido comunista no se ha recuperado aún de la derrota moral que sufrió en 1968. Desde entonces ha ido perdiendo posiciones, prestigio e influencia. Le cuesta sintonizar con el mensaje que se emitió en las barricadas -un mensaje dirigido en parte contra él-. En este sentido, los casos francés y español son sintomáticos.Para colmo, la última fase de la revolución tecnocientífica -la fase clásica- le ha cogido por sorpresa y no acaba de encontrar su sitio en la nueva sociedad. Sería injusto reprochárselo: él vino a luchar contra otros enemigos, al frente de otros hombres y por otros objetivos.

Fue diseñado, según el modelo jesuítico, para moverse en un ambiente de guerra civil universal, de lucha de todos contra todos -clases, naciones, iglesias, grupos de interés, proyectos de futuro-, por hacerse con el control de los centros decisorios de un imperio en formación que, al final, tras dos terribles arreglos de cuentas generales, terminó siendo bicéfalo, binario, bipolar. Berlín, situada en el centro de la elípse, punto de encuentro y de fricción de la energía irradiada por los focos, encarna mejor que ninguna otra ciudad, con su muro divisorio -un espejo de dos caras al que se miran con gesto crispado y vigilante las dos caras del águila imperial-, el espíritu del siglo que pasó, un siglo corto y denso como pocos, en el que el tiempo transcurrió más deprisa que en ninguno. Cada instante traía una mudanza, un misterio, una sorpresa. La Tierra, tocada por la varita de la técnica, cambiaba de faz y de vestido con la rapidez y agilidad de Salomé. Aquello no fue un siglo: fue un maelstrom desencadenado por no-se-sabe-quién, que arrastró, zarandeó e hizo bailar a todo el mundo.

También esta situación ha terminado. Ahora el tiempo transcurre más despacio (o a tal velocidad que parece como si en realidad no transcurriera). Las guerras, como en los tiempos de los césares, vuelven a ser escaramuzas de frontera (Libia, Nicaragua, Palestina, Afganistán). No es extraño que el partido comunista no sepa muy bien a qué atenerse: poco puede hacer una organización de luchadores en la era del consenso, de la distensión, de esta nueva pax augusta, fundada sobre el tabú de la bomba que se nos viene encima a todos. Quizá al otro lado de la auténtica frontera del siglo XXI -la que pasa por el Sáhara, Río Grande y Transoxania- tenga aún algo que decir, pero no aquí, en tierra de romanos, en una de las islas del archipiélago imperial, a la sombra de este muro cada día más obsoleto y anacrónico, de este siniestro y fascinante residuo de otro siglo. También él debe reciclarse, reconvertirse, travestirse, como aquel minerofundidor al que (se supone) guia y representa. Debe cambiar de oferta y de lenguaje, buscar una nueva clientela, trazarse otros objetivos. Es lo que intenta hacer desde 1968 el italiano (y ahora el húngaro, y el polaco, y el soviético) y es a lo que se resiste (de momento) el alemán.

El Partido Socialista Unificado de Alemania se halla ante una dolorosa alternativa: o sigue el ejemplo de los otros e intenta adaptar sus estructuras a la nueva sociedad o corre el riesgo de ser desalojado de la escena. Para adaptarse debe jubilar antes que nada a sus cuadros dirigentes, ese grupo de viajeros luchadores antifascistas que pelearon en España, Berlín, Stalingrado; que tienen el cuerpo y el alma, cosidos a cicatrices, y que no pueden comprender, por mucho que se esfuercen, que esa guerra, la que dio sentido a su existencia, ha terminado ya. Pero el tiempo aprernia y no existe otra solución. Un país del nivel de desarrollo de la RDA, y tan pobre en recursos naturales como él, no puede permitirse el lujo de cortar el nexo con el mundo y refugiarse en la autarquía. Es decir, no puede albanizarse.

Durante los años de la guerra fría, y, gracias en parte a las barreras que protegían al bloque socialista de la competencia y penetración occidentales, experimentó un crecimiento económico especitacular, que le situó entre los 12 países más industrializados del planeta. Su nivel de vida es alto, el más alto de Europa oriental, y aunque tiene cierta dificultad en satisfacer la demanda de bienes de consumo de la población, su economía sigue siendo la irnás sana y avanzada de la zona -no, desde luego, para competir con la RFA, Estados Unidos o Japón, pero sí, por ejemplo, para venderle computadoras a la India.

Ésta es una de las grandes paradojas de la RDA: si en el plano político e ideológico se vive todavía en la época del minero-fundidor, por la puerta de servicio de la economía se han colado en el país, sin que nadie lo advirtiera, los fatídicos apretadores de botones. También allí, y en plena dictadura proletaria, han entrado en escena los robots, las computadoras, los ordenadores, esos diabólicos juguetes de sílice y cristal destinados -a sustituir y arrinconar al proletario. Los viejos combatientes comunistas no han podido remediarlo y ahora se hallan atrapados en un círculo vicioso y en una incómoda situación de esquizofrenia. Aquello de lo que más se enorgullecen, y que ponen por ejemplo de la ociosidad de las reformas -sus éxitos en el terreno de la economía-, se les transforma en un arma de dos filos: con uno cortan las alas a los posibles descontentos; con el otro siegan la yerba que crece bajo sus pies. Si quieren mantener los índices de consumo conseguidos y evitar así que aumente y se envenene el malestar de la ciudadanía, deben seguir modernizando (reconvirtiendo) sus industrias; al modernizarlas se van vaciando de sentido sus consignas proletarias y crece la distancia que les separa de su propia sociedad.

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Entre 1953 y 1961, año en que levantaron la muralla, abandonaron el país dos millones de personas. Actualmente, y según fuentes del exilio, hay pendientes 1750.000 solicitudes de emigración.

¿Por qué quiere irse tanta gente? ¿No están resueltas allí todas las necesidades elementales? ¿No se vive más tranquilamente y con mayor seguridad que en Occidente? ¿Afán de enriquecerse? ¿Claustrofobia? ¿Aburrimiento? Seguramente todo al mismo tiempo, aunque cabría también otra respuesta: la RDA ha perdido la feroz guerra psicológica en la que se hallan enfrascados desde el día mismo de su fundación los dos Estados alemanes. Dicho de otro modo: la guerra del deseo, ésa que se libra en un mundo imaginario, la han ganado los fabricantes de conejos (quizá porque los sueños, al no necesitar de tantas mediaciones, son más fáciles de realizar que las ideas).

No todos, sin embargo quieren irse, ni sólo se combate contra la dictadura proletaria desde el frente mercantil. Algunos insisten en quedarse, vencer la apatía general y articular un movimiento ciudadano al margen del sistema. No son muchos ni están bien organizados. Según me contaron en Prenzlauer Berg -el barrio alternativo de Berlín Este-hay en toda la ciudad, contando ecologistas, pacifistas y demás grupos de oposición, tan sólo 150 militantes en activo. Suelen reunirse en las iglesias (como los resistentes españoles en la época de Franco) y tienen una capacidad de maniobra muy reducida. La policía les conoce, sufren el acoso de grupos derechistas agrupados en torno a los equipos de fútbol del país -una mezcla inquietante de hooligans y protonazis- y están sometidos además a un férreo autocontrol: saben que si rebasan cierto límite serán desposeídos de la ciudadanía y obligados a emigrar. La RFA presta así un buen servicio a las autoridades comunistas: hace de válvula de escape a la presión social e impide, por el solo hecho de existir, que prospere una auténtica alternativa política al partido. Pero el mundo socialista anda revuelto y veremos hasta cuándo podrán evitar esos viejos luchadores que el virus de la reforma contamine a su propia organización. Entre los cuadros medios e inferiores del partido se crítica en voz baja la política oficial, aunque tampoco hay que hacersc muchas ilusiones al respecto. Si existen discrepancias en cuestiones de táctica e imagen, todos están de acuerdo en lo esencial: el caso alemán es distinto a los demás. Ningún otro país del área socialista se halla tan amenazado como el suyo. Basta con asomarse a la ventana y comparar la bandera tricolor que ondea sobre el Reichstag con esa otra que flamea un poco más aquí, sobre la cuádriga de la Puerta: en la primera no hay escudo. ¿Entienden lo que esto significa? La RFA se considera la única hedera del patrimonio nacional, la depositaria de las viejas esencias, alemanas, y, bajo el eufemismo de la reunificación, esconde los más turbios designios imperiales. Es la propia existencia de la RDA lo que está en juego, y en este punto no valen componendas.

Gorbachov puede hacer lo que quiera en su país, pero aquí, en la frontera, debemos ser prudentes y caminar con mucha precaución. ¿Qué pretenden, que derribemos la muralla? ¿Hay alguien realmente interesado en borrar el limes alemán? Propongo que organicen una consulta sobre el tema en Francia, Holanda, Reino Unido o Dinamarca. Una Alemania unida sería un problema para todos, y más para ustedes, los europeos de Occidente, que verían roto el equilibrio de su Comunidad, que para nuestros inquietos aliados moscovitas, quienes, al fin y al cabo, están habituados a tratar con socios y rivales de esa magnitud. Sería un problema incluso para la propia RFA, que también vería roto su equilibrio: el peso de nuestro partido tendría que ser compensado a la derecha por... ¿por qué?

Déjense, pues, de hipocresías y guárdense muy bien de despertar al águila que duerme en Berchtesgaden. Nosotros ya nos cuidaremos de que esa bestia no vuelva a sobrevolar nuestras llanuras ni ponga otra vez sus sucias garras sobre el oso de Berlín.

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