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Vocación de marca

Lo que a este lado del limes se conoce por "el muro" - y al otro por "muralla de protección antifascista"- ejerce una atracción irresistible sobre todo forastero. Visto desde lejos invita a reflexiones propias de un mongol: algo muy preciado debe poseer quien tanto cemento gasta en defenderlo. De cerca, cuando uno entra en su zona de influencia, las cosas se complican: ¿por qué lo han levantado precisamente ellos?, ¿quiénes son en esta historia los mongoles?, ¿a qué lado reside el emperador?, ¿y dónde, por todos los demonios, está Roma?Yo he sucumbido muchas veces a la seducción de esa muralla. Me gusta rondarla y cavilar a la sombra de sus placas y sillares, subirme a los miradores de madera que el Senado de este lado ha dispuesto en lugares estratégicos para que podamos violar impunemente la intimidad del enemigo, observar de reojo al centinela que me observa desde su atalaya. He visto allí gentes de todos los países, incluidos militares americanos y franceses fuera de servicio, pero no he oído jamás una expresión de rechazo o suficiencia, un comentario jocoso, una frase irónica o sarcástica. En realidad, no se oye casi nada: se teme a la palabra como si ésta hubiera recobrado la virtud que tuvo en otro tiempo y pudiera por sí sola accionar las minas y los disparadores automáticos que la fantasía occidental ha diseminado por la franja de tierra batida que corre entre los muros (pues son dos, uno exterior, más mural que muro, abandonado a las ocurrencias gráficas de los habitantes de la jungla, y otro interior, completamente en blanco, yermo como el Gobi). Un ambiguo sentimiento de temor y fascinación paraliza y ensimisma la mirada. Y no sólo la mirada: ante el muro, el juicio se suspende como a la vista de un misil.

Cruzarlo es una experiencia inolvidable. Un extranjero puede elegir entre dos brechas: Checkpoint Charlie (a pie o en coche) y la estación de la Friedrichstrasse (metro o tren elevado). Yo recomiendo esta última y en tren, pues permite contemplar a vista de paloma el sofisticado sistema de tapias, torres y alambradas que protege al balneario socialista de la jungla. Todo está pensado para impedir que los prestidigitadores del circo de Occidente infesten con sus conejos de cristal, extraídos del sombrero de copa de los sueños, la árida región de las ideas. Allí se actúa aún de acuerdo a teoría y se produce conforme a plan de producción: cualquier interferencia de las formas puede arruinar su experimento.

El espectáculo es grandioso, titánico, imponente: al otro lado de la puerta, más allá de los tilos que custodian el camino directo hacia la estepa, Ia última generación de demiurgos sigue empeñada en desviar el curso de los ríos y en contar las horas, los meses y los años. Se les ha encomendado la misión de dominar lo elemental y no pueden perder el tiempo en tonterías. Lo suyo es el acero, la piedra, el carbón, encerrar el fuego en una fragua, contener con una presa la furia de las aguas. Sólo piden paz, tranquilidad, concentración, que no les mareen con nuevos ingenios y artefactos. Pero, sobre todo, piden tiempo, unos cuantos lustros más, 20 años a lo sumo, para terminar de separar los elementos y dejar la pista de baile preparada: entonces, sólo entonces, llegará el momento de bailar.

Allí, en fin, hay algunos -muy pocos- que aún pueden jactarse de ser libres, pues por algo responden de sus actos (si no ante Dios, sí en todo caso ante la historia) y están dispuestos a batirse para defender su libertad. Ésta es la auténtica razón del rechazo a las reformas y de la antipatía manifiesta qu despierta en los viejos comba tientes comunistas el joven y occidentalizado Gorbachov (otro demiurgo, sí, aunque algo extra vagante, un déspota ilustrado y ambicioso que también dice tener la historia de su parte, un nuevo Pedro el Grande al que re pugna la página en blanco de la estepa, un titán tardío, filantrópico, alejandrino, que ha decidido dar por ordenado el caos de elementos y pasar la antorcha a los fabricantes de conejos).

Pero no adelantemos conclusiones. Nos hallamos todavía en el tren, superando por arriba canales, tapias y alambradas. Si el viajero lleva un buen plano de Berlín, Verá que el barrio conocido como Mitte (centro), asignado en los repartos de Yalta y Potsodam a los soviéticos, penetra profundamente en territorio occidental: el muro se quiebra para sortearlo formando un bastión. Y si consulta acto seguido un mapa del viejo continente, comprobará que la RDA en su conjunto reproduce a otra escala la misma situación.

Para entender lo que esto significa basta con armarse de paciencia y trasladarse a la URSS en tren: otro complicado sistema de alambradas separa a Polonia de la URSS. Un imperio abstracto y territorialista como el ruso tiende a crecer en círculos concéntricos (véase al respecto el plano de Moscú) y suele rodearse de un rosario de marcas fronterizas destinadas a parar o amortiguar una invasión. Llegado el caso, sirven también como puntos de partida para la colonización de nuevos territorios. Pero no es frecuente: si algo les sobra a estos mastodontes es espacio y naciones con problemas de identidad (sin contar las marcas, el soviético dispone para distraerse de varias Cataluñas y un número indeterminado de irreductibles pueblos montañeses, encima enemistados entre sí). En este esquema, a la República Democrática Alemana, único Estado del Pacto de Varsovia que no tiene fronteras directas con la URSS, le ha tocado el papel de marca de las marcas, puesto avanzado de las defensas socialistas: su función es fundamentalmente defensiva, y no sólo en el terreno militar.

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Para un alemán de Brandemburgo esta situación no es, desde luego, excepcional: lo raro ha sido aguantar durante algo más de siete décadas como centro de un imperio. Al final no pudieron contenerse: el resentimiento y la soberbia les perdió. Entregaron el poder a un grupo de suicidas que derrochó de golpe todo el patrimonío imperial acumulado y les puso de nuevo en su lugar.

Hay pueblos sospechosamente encariñados con los límites. Les gusta estar allí, un pie en la luz, el otro en las tinieblas, guardando o merodeando la frontera. A veces sucumben al desánimo y se quejan de su suerte, pero se trata de un plañido ritual, tan poco creíble como sus proclamas pacifistas: si les dieran a elegir no trocarían la exaltante tensión del fronterizo por la vida muelle y fácil de las cortes imperiales.

Otra peculiaridad de estas naciones es la de hallarse casi siempre divididas: unos guardan, otros merodean. En tiempos de Roma, por ejemplo, los frisones tenían por misión proteger al imperio de los catos. Dos mil años han pasado y seguimos en lo mismo. El limes se ha corrido varios cientos de kilómetros al Este, pero continúa separando a alemanes de alemanes. Ahora son dos Romas las que se disputan y reparten sus servicios: por mucho que nos duela, ya no hay bárbaros.

Seguimos en el tren. A un lado queda el Reichstag; al otro, la puerta triunfa¡ de Brandemburgo. Sobre el primero ondean dos banderas: la de Alemania (sin escudo) y la de la Comunidad Económica Europea (con su círculo de estrellas). Ésta, es la que duele. Ésta es la que provoca al otro lado un silencio sombrío y melancólico. De la otra ya se sabe lo que puede dar de sí. Pero de ésta... Imagino la tristeza de un sermón romanizado al oír a través de la antigua empalizada los cantos de Catulo, las risas de los viejos legionarios, el eco de las copas al chocar. Así oyen hoy los punkies y rockeros de la Alemanía socialista los conciertos que el Senado berlinés organiza los veranos frente al Reichstag. Roma está otra vez de fiesta y ellos se han quedado fuera, sin entradas, condenados a mirar a través de las rendijas: otra Roma más fría, abstracta y cerebral les ha asignado el papel de centinelas y tira de ellos por detrás.

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