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Una sociedad desigual

Pueblos, ciudades y calles antaño carentes de cualquier protección y libres como el viento, se pueblan actualmente de cierres metálicos con sofisticados medios electrónicos de alarma que han permutado la fisonomía de los espacios acristalados por el brillo metálico de los aceros embadurnados de oro o plata. A ello contribuyen consciente o inconscienternente distintas instituciones y un sinnúmero de voces destacadas que no cesan de proclamar una y otra vez el grave deterioro que en la actualidad padece la seguridad ciudadana.Independientemente de que los hechos que se comentan, tan profusamente, fueran ciertos, es obvio que la campaña no es totalmente inocente en tanto que induce a los ciudadanos al miedo. Miedo que va ganando terreno, como lo demuestra el elevado número de puertas blindadas que van tapiando las viviendas. Ahora ya no se abre sino al cartero; mirillas, cerrojos y otros artilugios permiten entrever el pánico escondido de los vecinos. Proceso que va enrareciendo las relaciones cotidianas, en el marco de las ciudades. La solidaridad colectiva es sustituida lentamente por la individualidad del miedo.

Al hilo de esta situación, las voces conservadoras van entonando el cántico de la reacción. Autoritarismo y límites a las libertades son reclamados por los sectores sociales más favorecidos de la estructura social y los líderes políticos que los representan. Este clamor minoritario es aceptado por amplias capas de la población, susceptibles de ser captadas por los mensajes agoreros, al carecer de otro tipo de información o de la suficiente formación para entender el fenómeno. Como consecuencia de ello, la petición de una mayor autoridad es pedida a veces, incluso, por personas que se ubican en segmentos ideológicamente de izquierdas.

Policías paralelas

La psicosis que vive en la actualidad el país está potenciando además el surgimiento de policías paralelas, que van vendiendo seguridad, corno las fábricas de tabacos lo hacen con los cigarrillos. No es infrecuente leer en los últimos tiempos anuncios en los periódicos, con figura de policía incluido, que piden mozos altos, jóvenes y fuertes para optar a estas compañías privadas. Paradójicamente, los servicios de estos policías están siendo utilizados no solamente por parte de empresas privadas, sino que también el sector público está gastando cuantiosas sumas de dinero en la contratación de efectivos prestados por estas compañías. El negocio es boyante, pues, como decía el 19 del pasado mes de noviembre el periódico Cinco Días, "el grupo Esabe, especializado en el sector seguridad, prevé ampliar su capital social cerca de un 57%, situándolo a 3.177 millones de pesetas (...). Esabe espera cerrar este ejercicio con unos beneficios antes de impeustos de 1.063 millones". De los que seguramente una parte importante se los ha proporcionado el Estado, que en el ejercicio del año anterior gastó 6.000 millones en seguridad con empresas particulares, según publicó recientemente este mismo periódico.

Sobre este tipo de policías privadas y su cantidad actual, el profesor Diego López Garrido ha escrito en El Aparato Policial en España que "es imposible calcular su número". Continúa diciendo que "han proliferado últimamente corno muestra de crisis del sistema de seguridad". Y finaliza señalando que "son dudosamente constitucionales".

Así pues, estamos asistiendo a un crecimiento constante de policías privadas, que día a día van ocupando más espacio. Ahora es frecuente verlos en numerosos establecimientos de servicios, en bancos, hoteles, edificios públicos, como Tabacalera, y en espacios abiertos que tienen su nivel más conocido en la Renfe, hospitales y aeropuertos. No cesa de engrosarse este ejército incontrolado, ya que no depende de los poderes del Estado. Éstos sólo dan autorización para que se recluten con unos mínimos requisitos.

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Fines privados

Hay razones suficientes para cuestionar la constitucionalidad de estos cuerpos privados, como se interroga el profesor Garrido, sobre todo porque depende en última instancia de una empresa que tiene como fin el lucro, y es difícil pensar que respondan a otros intereses que los determinados por sus dueños. Por tanto, y pese a los controles legales que sufren, es realmente pavoroso observar cómo se incrementan en el paisaje urbano los uniformes multicolores con las pistolas al cinto. La suma de las distintas policías que hay en el país, junto a las privadas, revela la existencia de una sociedad que, con la excusa de la inseguridad, está cada vez más controlada.

Control que no se explica en todas sus facetas quizá porque no interesa desvelar los motivos reales que existen para mantener el temeroso sentimiento de la inseguridad. Para qué. Sería demasiado complicado y posiblemente perdería para su causa a los ciudadanos peor informados y, por tanto, más fáciles de manipular ideológicamente.

No cabe ninguna duda de que hay razones ocultas para ello. Hay que informar a la opinión pública con claridad que el deterioro social tiene como causa la disfuncionalidad del sistema, y, sin embargo, son pocos los que se atreven a proclamar que el aumento de la delincuencia es la resultante de una sociedad desigual. Una sociedad en la que se van ahondando las diferencias entre los ricos y los pobres y en la que la regla de solidaridad se va convirtiendo en excepción. Una sociedad en la que el consumo es el norte y la guía para todos los que se sumergen en los mensajes subliminales de la publicidad tentadora. En definitiva, una sociedad de clases que justifica, con el pretexto de la inseguridad, los privilegios que detenta. El precio a pagar ya se ve por todas partes: prohibido todo. Los poderes institucionales, elegidos democráticamente, deben impedir que aumenten estos efectivos.

Su creciente presencia va recortando la libertad de los ciudadanos, impuesta por otros que tienen más dinero y más poder. La Constitución de 1978 está siendo erosionada con estas prácticas.

Antonio Espantaleón Peralta es periodista y sociólogo.

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