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Los peligros del 'plumazo'

Las gentes del cine español están revueltas y asustadas por el fantasma del paro. Su miedo tiene fundamento. Desde 1983 un decreto del Ministerio de Cultura, la llamada ley Miró, les garantizaba la existencia de una producción media aceptable, impulsada -a falta de dinero privado, que nunca ha considerado el cine como territorio para sus inversiones- por subvenciones estatales anticipadas. Pero esa ley va a ser reformada, y todo apunta a que su reforma suprime, o reduce significativamente, dichas subvenciones anticipadas. A falta de más información, las gentes del cine temen que, de ocurrir esto, el castillo de naipes que cobija a su profesión se les desmorone encima con un soplo.Cuando nació, esa aludida ley Miró tuvo efectos fulminantes. La producción de cine (reducida a mínimos por la legislación antiproteccionista de la UCD) se revitalizó como un resorte cuando fue aprobada. Pero si la ley Miró era necesaria cuando nació, también era evidente que resolvía sólo la más urgente de las carencias del cine (la del impulso financiador), pero que esta carencia, aunque prioritaria, no era la única, ni la más grave cuestión que el cine debía afrontar. Había otras, menos acuciantes entonces, pero que a la larga saldrían a flote. Ya lo han hecho.

La ley Miró debía haber sido el primero de una serie de decretos que encauzaran todos -y no uno sólo- los problemas de nuestro cine. Pero lo cierto es que este primer decreto fue también el último. Abandonada a su suerte, la ley Miró se convirtió en un acto legislativo solitario, que permitía mantener, apoyada en la iniciativa pública, la producción de cine, pero que -precisamente a causa de su soledad- conducía a esa producción a una existencia progresivamente erosionada por los vacíos legislativos que enquistaban el resto de las necesidades que asediaban y asedian a nuestro cine.

Estas necesidades se resumen en una: regular, activar y sanear todos (sin excepción) los escalones del mercado cinematográfico, acabando con las prácticas monopolísticas en la distribución, modernizando nuestro arcaico parque de salas, informatizando el control de taquilla, creando una estructura exportadora eficaz y ordenando de manera justa y estable las relaciones entre los productores de películas y sus dos principales clientes: la televisión y el vídeo.

Ahora, cuando menos gente va a las salas, es cuando (por vídeo y televisión) más cine se ve. Sin embargo, el cine no aumenta sus ingresos en proporción al enorme, y cada día mayor, aumento de su audiencia. Esta paradoja, que desborda los límites del disparate, es la gran cuestión olvidada por el Ministerio de Cultura desde 1983 a esta parte. Y esa gran cuestión sigue irresuelta. Dejar la existencia del cine a merced de las consecuencias de tal irresolución equivale a castigarle por romper platos rotos por otros.

Un extraño 'borrador'

¿Qué habría ocurrido si la ley Miró hubiera sido complementada a tiempo por un ordenamiento legislativo global, que encarase esa gran cuestión pendiente? Impulsada la creación de filmes y saneadas las formas de su distribución y su consumo, convertida la producción de películas en una actividad rentable o al menos no gravosa, es más que probable que el dinero privado (incentivado fiscalmente por orientar una de sus proas hacia una inversión cultural tan imprescindible como ésta) habría puesto por fin sus ojos en el cine. Entonces, el impulso financiador público hubiera pasado a ser complementario del privado y el tinglado artesanal que es hoy nuestra industria hubiera comenzado a convertirse en una verdadera industria, en un círculo de producción y consumo cerrado sobre sí mismo, autosuficiente.

El nuevo ministro de Cultura, Jorge Semprún, anunció en septiembre que se preparaba, por fin, una nueva legislación en materia cinematográfica. Su anuncio sembró esperanza en las gentes del cine. Pero el exceso de sigilo con que después se llevó la sustitución o complementación de la ley Miró comenzó a inquietarles, porque el tiempo pasaba y nadie lograba saber a ciencia cierta por dónde van las cosas. Hasta que se produjo inesperadamente la dimisión del director general del Instituto de la Cinematografía, Méndez Leite, su sustitución por Miguel Marías y la filtración de un borrador del futuro decreto, cuya lectura ha puesto nerviosos a cuantos cineastas -incluidos los disconformes con la ley Miró- han tenido acceso a su balbuciente articulado.

Los caminos que esboza ese borrador no son transitables. Parece que este documento filtrado no es más que un papel mojado con involuntaria función de test, una especie de globo sonda que ha provocado un fuerte rechazo en los medios del cine. Pero si se lee con detenimiento, se ven en él ideas que, con seguridad, van a ser parte de la vértebra de la futura regulación. Una de ellas es esa aludida supresión de la subvención anticipada como motor de la financiación de películas y su sustitución, al menos parcial, por el sistema inverso: financiación privada del cine y utilización de los fondos públicos como complementadores de esta financiación privada. Seguirá subvencionándose (como en toda Europa) el cine, pero al revés que ahora: no anticipada, sino posteriormente; no en el principio, sino en el final del proceso de preproducción de una película.

Como sistema, éste es sin duda el más racional, y como meta resulta irrefutable, pues fortalece la figura del productor profesional, elimina al productor que no quiere asumir riesgos y manda a su casa, que es donde debe estar, al productor intruso. Pero una ley como ésta debe tener operatividad inmediata y diseñar un mecanismo que haga funcionar lo que regula, no que le impida el funcionamiento. "Hacer cine es caro", dijo Doyjenko una vez, "pero mucho más caro es no hacerlo". Y una ley que vuelva del revés de un plumazo el vigente sistema de financiación del cine corre el riesgo de paralizar lo establecido sin lograr establecer otro mecanismo capaz de sustituirlo de manera inmediata y eficaz. Así, la carestía económica de hacer cine se vería sustituida por la infinita mayor carestía, cultural y política de no hacerlo.

Que el impulso financiador provenga de la iniciativa privada (y la pública quede en función complementaria o supletoria) es deseable, porque sólo así el productor asumirá el riesgo de lo que produce y se esmerará por hacerlo rentable comercial y culturalmente. ¿Pero cómo hacer que este sistema sea operativo ahora y aquí, donde nadie va a apoyar a una producción que, como la del cine, tiene secuestradas sus tres vías de rentabilidad? ¿Quién va a dar dinero propio a una tienda cuyos primeros clientes, los distribuidores, representan en su mayoría a la competencia desleal y abusiva de las multinacionales?

Y más aún: ¿qué negociante va a fabricar un producto en cuya explotación en salas se produce, según cifras oficiales, entre un 20% y un 30%. de desviación de ingresos? ¿Qué financiero va a aconsejar a su cliente que invierta en el cine, si los productos de éste son pirateados masivamente por los traficantes y consumidores caseros de vídeos? ¿Qué empresario va a emprender algo en un tinglado que se ve obligado a vender los derechos de antena de sus películas a una televisión que las compra al precio que ella quiere, pues no hay alternativa alguna a su oferta, ni acuerdo marco que la haga estable? Preguntas que se contestan solas.

Período de transición

Es deseable, insistimos, que el dinero privado tome la iniciativa del impulso financiador de cine. ¿Pero cómo conseguir que esto ocurra? Desde luego no por decreto, ni de un plumazo. Hay que establecer un período (nos tememos que no corto) de transición, en el que aquellas carencias enquistadas por los vacíos legislativos de los últimos años obtengan su adecuada resolución política y administrativa.

De otra manera, que los caminos que conducen desde la producción de cine hasta sus destinatarios-espectadores (distribuidoras, salas, negociadores de vídeos y televisión) estén despejados. Y, hoy por hoy, no lo están. De ahí que poner en marcha de la noche a la mañana un sistema de financiación privada de las películas, sin haber puesto antes en marcha medidas -y medidas políticas presumiblemente dificultosas- que permitan que al cine retorne el volumen de dinero que el cine genera, conducirá presumiblemente a la paralización inmediata, o reducción a mínimos, de éste.

El Estado no puede eximirse de ser él el que despeje esos caminos, pues sólo en su mano está conseguirlo. El político francés Jacques Chirac ha afirmado recientemente que "el audiovisual es un asunto demasiado importante para dejarlo a la libre competencia", frase que, pronunciada por un campeón de la libre competencia, multiplica su credibilidad. Bien está que el motor de la creación de cine pase a ser la iniciativa privada. Pero a ninguna parte se llegará si, con anterioridad, no se hace posible que esa buena idea sea, además de buena, posible, realizable, convertible en hechos.

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