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Tribuna
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Historia de un encuentro

Antes de salir para Roma, alguien me había hablado ya de este cuadro de Goya y me había recomendado que no dejara de verlo. Pero no me dio más detalles. Muy pronto me percaté de que en Italia la admiración por el pintor de Fuendetodos era de tal calibre que durante mis cuatro años allí fue constante la cantinela para que España llevase una exposición de algunos de sus cuadros.Empecé a indagar, y en seguida comprobé que, salvo error u olvido, en Italia no hay más que tres o cuatro obras del pintor aragonés, expuestas en la Galleria del Uficci, de Florencia. Pero el cuadro del que me hablaron no constaba que estuviese en ningún museo. Confieso que llegué a dudar de su existencia, y probablemente lo hubiese olvidado de no ser porque en una cena en la embajada, a la que asistía entre otros el presidente de la Banca Nazionale del Lavoro, mi amigo Nerio Nesi, se me ocurrió comentar el tema. Mi sorpresa fue mayúscula cuando éste me confirmó que, en efecto, el cuadro se hallaba en Parma y era propiedad de un viejo coleccionista italiano. Como también a él le interesaba conocerlo, quedó en que trataría de hacer las gestiones necesarias para lograr visitarlo.

Y así fue; un mes más tarde, en compañía de Nesi, su mujer y otros amigos -entre los cuales estaba el universalmente conocido hombre de arte Franco Maria Rizzi-, acudimos a almorzar a casa del propietario del cuadro. Se trataba ésta de una impresionante villa, en el sentido italiano, situada a pocos kilómetros de Parma y rodeada de un esplendoroso jardín. Nos recibió en la puerta nuestro anfitrión, diciéndome que era un honor para él que le visitase el embajador de España, pero que ya suponía el motivo.

El profesor Magnani, pues así se llamaba, era uno de esos personajes renacentistas quesólo es posible encontrar en Italia. Pertenecía a una familia aristócrata y había heredado una gran fortuna. Viejo solterón , su oficio era el de profesor de historia de la música, amor que compartía con el de la pintura. Pero, al mismo tiempo, como ocurre con tanta frecuencia en Italia, era hombre de ideas progresistas y pertenecía al Partido Comunista Italiano, circunstancia tan típica allí como atípica es en España.

Liturgia

Como el día era espléndido, el profesor Magnani nos preguntó si queríamos dar un paseo por el jardín. La verdad es que todos ardíamos en deseos de ver lo antes posible el ansiado cuadro de Goya, ya que alguno mantenía que se sabía era tan bueno como el de Los fusilamientos de la Moncloa. Y, si alguien lo comentó en voz alta, Magnani no pareció oírle y se dispuso a llevar a cabo una liturgia, aderezada con suspense, que daba la impresión de haber ensayado ya otras veces. Tuvimos, pues, que admirar los magníficos cipreses que jalonaban los senderos de su jardín, para acabar después desembocando ante un amplio pabellón, lindante con el palazzo principal. Parecía, en consecuencia, que era allí donde estaba la pintura que deseabamos contemplar.

Ninguno aparentaba dudarlo, pues en seguida vimos que se trataba de un pabellón acondicionado para exponer cuadros. La colección que allí estaba expuesta era digna de cualquier museo. Aunque el pintor que más abundaba era Morandi, había también una magnífica representación del seicento italiano, varios impresionistas franceses y, por encima de todos, un magnífico Tizziano. Pero el Goya no estaba allí, ya que no era posible que se nos hubiese pasado inadvertido un óleo que mide cuatro por cinco metros, más o menos.

Aunque el viejo profesor nos había ido explicando cada unade las piezas colgadas de las paredes, no había hecho ninguna alusión al objeto de nuestro deseo. Yo no pude contenerme ya y pregunté por él. Lacónicamente, contestó: "Piú tardi, piú tardi". Era evidente que no se encontraba allí, pero no quise indagar más. Pasamos después a tomar el aperitivo al salón de la villa y entonces, viendo que el profesor parecía encontrarse de un magnífico humor, probablemente porque estaba logrando el suspense escénico que buscaba, me atreví a volver a hablar del cuadro, explicándole que en España era muy poco conocido y sería un auténtico acontecimiento cultural poder exponerlo en Madrid durante algún tiempo. No recuerdo con exactitud los argumentos que le expuse, pero debí estar especialmente afortunado ese día, porque antes de pasar al comedor me prometió que estaba de acuerdo en que el cuadro viajase a España. El almuerzo, servido por varios criados de una quinta parecida a la de nuestro anfitrión, fue especialmente suculento, como suele ser en la Emilia-Romagna.

La dama que estaba a mi derecha llegó a susurrarme que ella había venido únicamente por ver el cuadro de Goya y que si llega a saber la espera con que deliberadamente nos estaba obsequiando su propietario se hubiese quedado en Milán. El almuerzo acabó, pero tampoco parecía acordarse del objeto de nuestra visita. Cuando parecía que de allí no saldríamos antes de que se pusiese el sol, de repente el viejo caballero se levantó y, con voz atiplada, dijo: "Y ahora vamos a ver mi más preciado tesoro".

Nos levantamos en tropel y le seguimos hasta una puerta que lindaba con el comedor. Nos hizo pasar a todos dando traspiés, pues la estancia estaba completamente a oscuras.

Se acercó al interruptor de la luz y lo pulsó. El efecto fue verdaderamente espectacular, pues unos potentes focos, colgados del techo de una enorme sala, iluminaban uno de los sinduda -para mí- más bellos cuadros del mundo: La familia del infante don Luis. Pienso que las caras de admiración fue el precio que esperaba pagásemos por la larga espera, y así, el viejo profesor se mostró inmensamente satisfecho.

Recogimiento

Creo que no ofrece duda que, después de la contemplación del cuadro, mi interés por llevarlo a España era aún mayor, y me dispuse, por tanto, a concretar los detalles para tal misión. Mi decepción fue entonces tan grande como antes había sido mi asombro. El profesor Magnani se había echado para atrás, y me dijo compungido que lo lamentaba, pero que el cuadro no saldría de su casa mientras él viviese. En un aparte, y con cierto aire melancólico, me insistió en que no podía ser de otra manera, porque él era ya muy mayor y no esperaba vivir mucho. Me contó que desde que había comprado el óleo de Goya, muchos años antes, lo primero que hacía al levantarse todas las mañanas era entrar a verlo con recogimiento y no quería exponerse, si nos lo prestaba por un tiempo, a morir antes de tenerlo nuevamente en su casa. Yo comprendí su posición y no quise insistir más, aunque me dijo que volviese cuando quisiera con otros espafloles para contemplarlo nuevamente.

Un año después de esta visita, el profesor Magnani moría en su villa de Parma, dejando todos sus cuadros a una fundación que lleva su nombre. Hoy, al estar como pieza maestra en la exposición que acaba dé inaugurarse en el palacio Villahermosa del Museo del Prado bajo el título Goya y el espíritu de la Ilustración, volveré a admirar esa tela, y, al mismo tiempo que sentiré la enorme satisfacción de que por fin se pueda contemplar aquí, no dejaré tampoco de recordar con cierta nostalgia aquella viscontiana jornada de Parma de hace ya cuatro años.

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