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Huelguistas versus sufridos usuarios

Marcos Peña

Las huelgas en los servicios públicos afectan más a los usuarios que al patrón Estado. Los intentos de regular estos conflictos, advierte el autor, chocan con el derecho constitucional de los trabajadores, aunque no pueden olvidarse los derechos de los demás ciudadanos. La autorregulación, aunque difícil, puede ser un camino.

En cualquier momento del año le puede suceder a usted lo mismo que a cualquier ciudadano francés, italiano o inglés. Le puede pasar que sus cartas reposen en el limbo de los justos a espera de mejor destino, que su médico de confianza se cruce de brazos, que el avión que debía tomar urgentemente se inmovilice durante horas y horas como una enorme y panzuda iguana indiferente ante la ira de los pasajeros... Y usted puede llegar a odiar las estaciones, los hospitales, los aeropuertos, las escuelas de sus hijos y hasta las oficinas del Registro Civil; y comprender de repente aquella famosa canción de Adriano Celentano: Chi non lavora non fa l'amore, que contaba la desgraciada historia de un pobre señor a quien, por consecuencia de exceso de huelgas, su mujer decide privarle de toda alegría sexual; vuelve por ello al trabajo, pero sus compañeros le reciben a puñetazos; va al hospital, pero tiene que ir a pie porque hay huelga de tranvías, y, cuando al fin llega, descubre apenado que también los médicos están en huelga. Pues miren, la verdad es que el protagonista de esta antigua y reaccionaria canción de Celentano hoy nos suscita más compasión que rechazo.Desde ya hace bastante tiempo, las huelgas en los que se vienen llamando servicios esenciales de la comunidad han pasado de esporádicas a cotidianas, y de ser un fenómeno laboral se han convertido en un problema social de primera magnitud. La tercerización del conflicto está en pleno apogeo. La huelga se traslada del sector industrial al terciario, y el epicentro del conflicto pasa así de la fábrica a la sociedad, produciéndose una cierta desnaturalización de la huelga, cuyas características más notables serían las siguientes:

1. Los conflictos tienden a influir directamente sobre los poderes públicos.

2. La parte contraria ha dejado de ser el empresario, ahora es el usuario, el ciudadano.

3. La lucha, por tanto, afecta a hombres, no a productos.

4. La lucha es pública y espectacular (medios de comunicación social).

5. Se realiza y decide fuera de los lugares de trabajo.

6. Pequeños grupos de personas pueden ocasionar efectos devastadores (piénsese en las huelgas de pilotos y controladores), habitualmente con escasa penitencia. Son, todas éstas, cosas sabidas -y sufridas- que quizá no merecieran comentario especial si no fuera por la repercusión social y política a la que antes aludía.

Derecho fundamental

Recordemos, para empezar,que el derecho de huelga es un derecho fundamental, así reconocido por la Constitución y que, por tanto, no es que se trate sólo de un derecho subjetivo e inviolable, sino que al propio Estado corresponde garantizar su libre ejercicio. Pero el problema es que la Constitución otorga también a los ciudadanos españoles otros varios derechos fundamentales; todos tienen derecho a la educación, a la protección de la salud, a circular libremente, a obtener tutela efectiva de los jueces y tribunales... Y los poderes públicos están también constitucionalmente obligados a proteger y asegurar estos derechos.

Y así, cuando el ejercicio de un derecho (la huelga, verbigracia) perturba el disfrute de otro (la salud, verbigracia) se produce un conflicto que de alguna manera debe ser solucionado, pues no tiene por qué ser imposible cohonestar el derecho de huelga con el disfrute de los bienes constitucionalmente tutelados.

Para salvar esta contradicción, la Constitución preveía que "la ley que regule el ejercicio del derecho de huelga establecerá las garantías precisas para asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad". Y con ello entramos de Heno en la polémica de la ley de huelga, que se presenta como la más firme candidata a ser la estrella invitada del curso político otoñal; la discusión entre autorregulación y ley. Es comprensible que los sindicatos recelen de la ley, que se inquieten ante una ordenación de un derecho para ellos vital elaborada por una institución en la que directamente no participan. Es hasta saludable que defiendan la autorregulación, pues se trata al fin y al cabo de un ejercicio de responsabilidad. La pena es que la autorregulación es más un espejismo que una realidad, y un espejismo que al final se suele trocar en un arma arrojadiza contra los propios sindicatos. Y el ejemplo más claro de ello lo encontrarnos en el caso italiano, en el que los sindicatos -y hablo de sindicatos mucho más poderosos que los nuestros- consiguieron perfeccionar hace dos años un modelo ideal de autorregulación en los transportes públicos: preaviso, servicios mínimos, período de prohibición de huelga al comienzo y al final de las vacaciones, durante las elecciones, etcétera. Modelo ideal que a la postre no ha funcionado. Y no ha funcionado por carecer de dos de las características esenciales de la ley: la generalidad y la obligatoriedad. Efectivamente, la autorregulación, como todo pacto, obliga exclusivamente a las personas que lo suscriben. Y es justamente en el área de servicio público donde más problemas de representatividad encuentran los sindicatos.

El interés de los usuarios

A ellos y sólo a ellos obliga la autorregulación, pero no a los múltiples organismos de base de nacimiento espontáneo, que son los que habitualmente convocan las huelgas. Por lo que la salvaguarda del derecho de los usuarios -objetivo ideal de la autorregulación- está permanentemente inobservada. Y de esta guisa, no sólo se esteriliza el elogiable esfuerzo sindical, sino que se refuerza su ya de por sí preocupante crisis de representatividad en el área del servicio público. Sirve, en ese momento, la ley tanto para cohonestar, como antes decíamos, huelga y disfrute de bienes esenciales, como para sustentar al sindicato en cuanto defensor de intereses generales frente al corporativismo de las organizaciones de base. Y no han tardado mucho los sindicatos italianos en darse cuenta de ello y en recibir con satisfacción el diseño de ley elaborado por el Senado el pasado 14 de julio.

Dios nos libre, aun así, de todo iluminismo jurídico, es obvio que una ley dista mucho de ser el bálsamo de fierabrás, y que poco por sí misma soluciona, pero puede que algo sí, y, quién sabe, quizá tuviera razón Sartre cuando afirmaba que "no hay comportamiento más ruin que no hacer nada ante la imposibilidad de conseguir el todo".

Pero ya que de servicio público hablamos, no sería malo que recordáramos también otra cosa. A mí se me antoja que, en última instancia, la legitimación social de todo Gobierno se acabará basando en la capacidad de éste de hacer efectivo el derecho de los ciudadanos a disfrutar los bienes esenciales constitucionalmente reconocidos. A cómo, en definitiva, gestione los servicios públicos. Porque, dejémonos de martingalas, si un empresario privado consigue que su empresa vaya como la seda y los poderes públicos no son capaces de que los teléfonos funcionen, que la salud sea una realidad y la educación algo más que retórica, es que pasa algo. Que uno sabe su oficio, y el otro no.

Criminalizar, por otra parte, el ejercicio de la huelga y el corporativismo sindical como causas de la disfunción parece una operación arriesgada. Está aún por verse si los servicios públicos no funcionan porque hay huelgas o si hay huelgas porque no funcionan. Y lo del corporativismo ya empieza a ser demasiado. Ahora resulta que en el reino del enriqueceos y divertíos, donde da vergüenza hablar de igualdad y solidaridad, los únicos corporativistas son los sindicatos.

Claro que no hay recetas y que, afortunadamente, la varita mágica nos la robaron anoche cuando dormíamos, pero no hace falta ser excesivamente sagaz para intuir que todo sería más fácil con los sindicatos que contra los sindicatos.

es agregado laboral de la Embajada de España en Roma e inspector de Trabajo.

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