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Un rey de nuestro tiempo

Duro y honroso es el oficio de rey en la época en que vivimos. Difícil por su exigencia permanente de mantenerse accesible y alerta las 24 horas del día, como si la pulsación de la cotidiana jornada nacional resonara en sus sienes pidiéndole lucidez y en el tejido de su espíritu, invocando acaso emoción y sensibilidad. Y simultáneamente es un ejercicio de altísimo voltaje histórico por el protagonismo que supone el aparecer en actos o con palabras como símbolo de tantas cosas. Cincuenta años cumple hoy nuestro Rey constitucional. Medio siglo desde que muchos escuchamos por la radio la noticia de que les había nacido un heredero varón a don Juan de Borbón y a doña María de las Mercedes de Orleans, a cuyo matrimonio en Roma, en 1935, asistimos unos cientos de españoles que militábamos en la fidelidad a la secular institución.Eran los primeros días de enero de 1938, y España se debatía en una terrible y sangrienta guerra civil. No era fácil entonces pronosticar su final, ni tampoco resultaba seguro que la guerra mundial, que una serie de indicios anunciaban, fuera un hecho evitable.

Pero algunos de nosotros sentimos que ese hilo genético de la sucesión dinástica era el augurio positivo y relevante de que un día la Monarquía podía volver a España como cúpula del Estado.

íCuántas y cuán complejas vivencias esperaban al destino de este joven Príncipe español, romano de nacimiento! El exilio, la lejanía de su tierra, una tragedia fraternal, la llegada a España para iniciar sus estudios y la patriótica obsesión paterna de que su formación, tanto civil como militar, se llevara a término en nuestro país llenaron su vida en esos años. Las entrevistas personales entre don Juan y el general Franco durante ese período se centraron en el logro de tan noble y acertado propósito.

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Hubo de aceptar don Juan Carlos, en 1969, la decisión de ser nombrado sucesor en la jefatura del Estado a título de Rey, aun a sabiendas de que el testamento de Alfonso XIII había depositado la jefatura de la dinastía en el conde de Barcelona. Pero, una vez más, el servicio a los intereses supremos de la nación hizo posible la unidad y armonía dinásticas.

Después, entre 1969 y 1975, fueron otros seis años de prueba, de prudencia, de tacto exquisito, de aprendizaje intensivo, cotidiano, en los que nada era desdeñable y casi todo había de ser integrado en una gran política de futuro con larga visión, no con breve pasión. Otro episodio había enriquecido la vida del Príncipe en 1962: una bellísima princesa griega, de germano y regio linaje, se unió en matrimonio a don Juan Carlos, dándole feliz sucesión en un varón, don Felipe, y las dos infantas, doña Elena y doña Cristina. La muerte de Franco, en noviembre de 1975, convirtió a don Juan Carlos en Rey de España, y empezó con ello el itinerario de lo que se ha llamado la transición.

A los 11 años largos de ese proceso se pueden definir sus líneas maestras. La Corona fue capaz de diseñar y presidir una institucionalización del poder del Estado, convertido en Monarquía constitucional; es decir, asentada sobre la democratización de la vida pública y el funcionamiento de un control parlamentario del Gobierno basado en el sufragio universal. Pasar sin violencia y con un mínimo coste social desde un larguísimo período autoritario unipersonal a un régimen abierto y pluralista, semejante en su esencia y filosofía al sistema de vida pública de las restantes monarquías europeas, es una operación digna de análisís y merecedora de encomio por los aspectos modélicos que reviste. No es extraño que este acontecimiento haya desencadenado numerosos trabajos y ensayos sobre su desarrollo entre los especialistas del derecho público de gran número de universidades y escuelas foráneas.

El Rey quiso repartir las cartas y los papeles a quienes debían de organizarse en partidos, convocar elecciones libres, constituirse en Parlamento y redactar una Constitución que fuera aprobada en referéndum. Ni exigió ni pidió para sí ninguna clase de poderes, sino aquellos que el consenso de los distintos grupos políticos le habían otorgado en el texto definitivo. Hay quien opina que estas atribuciones fueron escasas. Yo pienso que el rey Juan Carlos tiene otra atribución más importante: la de ser una gran fuerza social en nuestro país. Su valerosa conducta en la noche del 23 de febrero en defensa de la Constitución confirma mi aserto. La inmensa mayoría de la opinión se sintió protegida e identificada con el histórico mensaje de aquella madrugada.

El Rey quiso desde el principio de su reinado serlo de todos los españoles. Puso especial énfasis en acentuar la reconciliación nacional y el término definitivo de los fratricidios de nuestro pasado. Ha sido abierto y comprensivo para los nacionalismos autonómicos de nuestras etnias hispanas. Y terminante en el rechazo de la violencia como instrumento de la lucha política. Consciente de que nuestra política exterior exige un replanteamiento general motivado por nuestra presencia activa en comunidades y afianzas, asume con su regia consorte la condición de rey viajero, incansable y asequible, llevando consigo la imagen de nuestro país a todos los rumbos disponibles.

He mencionado la imagen, vocablo tan usado y discutido. Pero ¿no es la imagen elemento indispensable de la política en nuestra era informática? ¿No es ella, cuando se utiliza inteligentemente, portadora de mensajes instantáneos y reveladores? ¿No son nuestros reyes de la edad moderna -o posmoderna- símbolos de un pueblo que en estos años ha crecido, prosperado, adquirido criterio propio, alcanzado una plenaria mayoría de edad y, sin olvidarse de sus graves carencias y problemas, tiene su corazón repleto de esperanzas?

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