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Tribuna
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El Consejo, en la picota

Sea justo o injusto, producto de reacciones a veces contrapuestas, es obvio que el Consejo General del Poder Judicial goza, de ser cierto lo que dicen los diarios, radios, televisión, jornadas, juntas, comunicados, asambleas y manifestaciones varias, de una indudable animosidad tanto frente a jueces y magistrados como frente al resto del personal de la Administración de justicia, los cooperadores profesionales de la misma, las otras instituciones del Estado, la sociedad en general y, por encima de todos ellos -esto sí que parecería lo más lógico-, de los justiciables.Es de obligada sensibilidad hacer un esfuerzo para conocer o aproximarse al menos a las causas de tan generalizado y casi unánime estado de opinión.

Muchas críticas es posible que nazcan de la circunstancia de que al Consejo General del Poder Judicial se le confunda con la Administración de justicia, con el ministerio o con la propia magistratura y hasta con los propios tribunales. Puede ser que desde el consejo no se haya hecho todo lo necesario para aclarar estos malentendidos, pero lo que sí es incontestable es que otras instituciones afectadas no han hecho nada por delimitar su ámbito de facultades y responsabilidades. Al Ministerio de Justicia se puede pensar que le viene muy bien, y afortunado sea, tener una ambigua institución de por medio para que le sirva de -parachoques, y como parece poco serio estar todo el día diciendo, como es habitual en la Administración, "no es aquí", "eso no me compete" o "dígaselo usted a quien corresponda", le toca frecuentemente al Consejo General del Poder Judicial soportar muchas críticas que no son muy rigurosas y ha, de cargar así pacientemente con ajenas culpas. Lo malo es que esta actitud ni es entendida ni valorada por quienes de la misma se benefician y en ella ocultan injustificables deficiencias.

Reformar las leyes, cambiar la organización judicial, son cosas demasiado importantes para hacerlas improvisada e intempestivamente una mañana, pero que simplemente llegue el dinero a los juzgados para pagar salidas y rentas de locales, que cobren a tiempo los jueces y los fiscales sustitutos, que se paguen las dietas y viáticos antes de seis meses, que se cubran a tiempo las vacantes y que se pongan en marcha los juzgados legamente creados, etcétera, no parece que sea una obra de romanos, y son precisamente estos supuestos diarios los que comprensiblemente más excitan y perturban el lógico equilibrio funcional, que afecta seriamente al trabajo de quienes están obligados a soportar estas deficiencias sin facultad alguna para corregirlas.

Que ciertos ciudadanos crean que el Consejo General del Poder Judicial es una especie de hipertribunal superior al que le corresponde anular, ante sus quejas, las sentencias que a ellos no les gustan es casi una obligada consecuencia de lo que supone el rodaje de una institución nueva, sin tradición, nacida hace muy poco tiempo de la Constitución y en alguna manera intencionadamente confusa y confundida en su posterior desarrollo. Lo que no es asumible es que sean precisamente ciertos jueces y magistrados los que, a su vez, piensen, equivocadamente, que ese consejo es su representante o su defensor. Ni una cosa ni otra. Tampoco es su perseguidor, y menos aún su comisario político-disciplinario o su cabo de varas.

Sin ser su representante ni convertirse en la junta de gobierno de un pretendido colegio profesional de los magistrados, debe tener la suficiente sensibilidad para saber en qué condiciones se ha de trabajar en juzgados, salas y hasta en el Tribunal Supremo, que muchos funcionarios del Estado no aceptarían jamás por ser realmente indecorosas, y cuál es la escasa retribución económica, moral y social que perciben, pues tratándose de un poder del Estado sus titulares no resisten la menor comparación con el que se da a cualquier modesto director general de autonomías, jefe de sección municipal y órganos-consejeros variopintos de directa designación política con sabrosos fondos de libre disposición y oculta justificación.

Para algunos puede ser lamentable o no, pero es lógicamente así: el consejo no puede crear nuevos juzgados ni jueces, construir edificios y ampliar plantillas, porque todo esto, que supone gasto, modificación presupuestaria, tiene que ser responsabilidad del Gobierno legítimo de la nación, de su voluntad política y de la aceptación o rechazo de las Cámaras, de sus programas o presupuestos.

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Oficina judicial

El consejo no puede establecer las normas procesales de actuación de los juzgados y tribunales ni aun a pretexto, bien intencionado, de su mejora, pues es al poder legislativo al que corresponde modificar las leyes procesales y al ejecutivo configurar el modelo de oficina judicial, oficina de una peculiar administración del Estado, bien se escoja la unipersonal o la general o colectiva, asentadas, respectivamente, en el principio de la patrimonialidad, cerrada a sus titulares, o la concepción abierta y a disposición de sus servidores.

El consejo, guste o no, puede hacer muy pocas cosas, sin perjuicio de que cumpla satisfactoriamente o no con lo que puede, y por ello, lo justo y equilibrado es no exigirle más de lo que le han atribuido las leyes.

No se trata de responder con estas líneas a ninguna crítica, que bienvenida sea, por dura que parezca, pues no hay ni dogmas ni conductas perfectas en las que no quepa el error, pero para que esas críticas no pierdan su necesaria fuerza y se descalifiquen a sí mismas sería bueno decir la verdad y no manipular a nadie con medias verdades o parciales ocultaciones.

Si el Consejo General del Poder Judicial, a través de su Comisión Disciplinaria, se ha equivocado, y puede así ocurrir, ¿por qué no?, ya lo dirá el Tribunal Supremo, ante el que son revisables todas sus resoluciones si ante él se acude. Si no gustan sus acuerdos a los jueces o a los ciudadanos, critíquese en la forma en que se crea debido, pero sin descalificar a nadie, haciendo juicios de intenciones que realmente acusan al consejo incluso de delito de prevaricación. Cuando esto es hecho por jueces de probada competencia, no es muy riguroso. Si las asociaciones están lógicamente preocupadas por el grave problema de delimitar dónde empieza y dónde acaba lo que hemos de entender por exclusivamente jurisdiccional o netamente disciplinario, ahí está el consejo para, igual que hizo a instancias de los jueces de Vigo, celebrar cuantas reuniones, tomar cuantas iniciativas, poner en marcha cuantos mecanismos deestudio y reflexión se precisen sin escatimar medios. Si se piensa que hay muchas cosas que mejorar y cambiar, con la mirada puesta en el servicio público de la justicia, el consejo debe y tiene que ser impulsado y excitado a facilitar su debate, su expresión y su encauzamiento hacia el poder ejecutivo, el legislativo y hacia la propia sociedad. Para ello sería bueno que todos respetemos también su independencia, que en ningún caso se ve disminuida en su forma de elección, pues tanto pueden condicionar a quien se deja los grupos parlamentarios como las asociaciones profesionales respaldantes. La independencia es, sobre todo, calidad personal y talante de firmeza.

Si se quiere cambiar la forma de elección de sus consejeros, cosa perfectamente legítima, tan legítima como lo es la postura contraria, convénzase al legislador, pues es él quien en su mano tiene tal facultad.

Sería bueno reconocer a su vez, por parte del consejo, la falta frecuente de comunicabilidad con los jueces y magistrados, que es algo más, bastante más, que tener una relación institucional con las tres asociaciones y sus dirigentes, pues no se puede equiparar mecánico contacto confluida comunicación, y éste, aún menos, con una definida política: hacia cada sector profesional que con la justicia colabora.

No sería malo que se reconozca también por parte de bastantes jueces y magistrados y de sus asociaciones que poco o nulo uso hacen de una política de transparencia, de puertas abiertas, que para el consejo es indispensable, y que con hacer uso de ella se evitarían muchos malentendidos y se restauraría un indispensable clima de confianza, sin merma alguna de la obligada firmeza en la defensa y sostenimiento de las convicciones respectivas.

Esto es lo que particularmente piensa uno de sus más modestos miembros, que sigue creyendo que justicia es dar a cada uno lo suyo e igualdad es tratar a cada uno, igualitariamente, en su diferenciado derecho a la mismidad y diferencia.

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