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Una oportunidad de oro

La maraña burocrática española requiere una reforma sustancial e inmediata para impedir que siga creciendo la monstruosa situación actual, en la que los funcionarios se debaten en medio de colecciones reglamentarias que comprenden varios miles de páginas. Según el autor, una reciente sentencia del Tribunal Constitucional brinda una oportunidad de oro para acometer esa reforma.

En los juicios políticos, aunque no sea corriente, a veces se logra la unanimidad. Por ejemplo, todo el mundo está de acuerdo en que la reforma de la función pública, encabezada por la ley de 2 de agosto de 1984, fue un desacierto total, que no sólo frustró las esperanzas de los burócratas españoles, sino que además -y esto es lo importante- privó al Gobierno de un instrumento capaz de desarrollar sus políticas más sustanciales. Porque las decisiones políticas, buenas o malas, necesitan de un aparato administrativo que las lleve a la realidad; y es el caso que el Estado español carece de brazos para actuar, de tal manera que la energía política se pierde en el interior del mecanismo administrativo -y no precisamente por culpa de los funcionarios- sin lograr llegar a los ciudadanos.Confesemos que la cosa ya estaba mal en 1983 y que la herencia era deplorable; pero existía, al menos, la esperanza del remedio, y ahora ya ni ésta queda, puesto que la ley de 1984 acertó a arrasar todas las ilusiones. El propio Gobierno se percató de ello de inmediato y casi desde el primer momento hizo caso omiso de buena parte de la ley, obrando a su gusto y no siempre dentro de la legalidad. Pero el mal ya estaba hecho. Quiérase o no, la aprobación de una ley genera inevitablemente una serie de normas y de actos administrativos que de ordinario son irreversibles.

En lo que a funcionarios se refiere, las recientes colecciones reglamentarias comprenden varios miles de páginas de disposiciones generales, y los actos individuales de aplicación alcanzan cifras millonarias. A nada y a nadie se ha dejado en su sitio, jurídica y económicamente hablando, y se han agitado frenéticamente las aguas burocráticas, revolviendo una pecina en la que nada se percibe con claridad, salvo la buena fortuna de quienes han acertado a colocarse arriba aprovechándose de la confusión.

Prescindiendo de los miles de recursos contencioso- administrativos que -para gozo de abogados y tormento de jueces- desde la fecha se han interpuesto, la ley de 1984 fue impugnada directamente ante el Tribunal Constitucional, quien ha dictado, al fin, sentencia el 11 de junio de 1987, estimando en parte el recurso y anulando algunos artículos de la ley, al mismo tiempo que precisando el alcance de otros. Pero no es mi intención analizar aquí el contenido de esta sentencia, puesto que sólo importa directamente a los funcionarios, y todavía quedan algunos españoles que no lo son; por lo que me voy a limitar a exponer unas reflexiones más profundas y más generales.

1. Por lo pronto, cabe preguntarse por la trascendencia de una resolución judicial dictada al cabo de más de tres años de haberse planteado la cuestión. Porque si la sentencia se hubiera dictado de inmediato, aún hubiera habido tiempo de evitar las consecuencias de unos preceptos que ahora sabemos que son inconstitucionales. Pero con el transcurso del tiempo los efectos inconstitucionales ya se han producido, y mal se puede a estas alturas dar marcha atrás. De sobra sabemos que de estos retrasos no tiene la culpa el Tribunal Constitucional; pero si las sentencias no se dictan a tiempo, sólos valen para complicar más las cosas y para entretener a abogados y profesores de Derecho.

2. Si, por otro lado, también sabemos que con harta frecuencia la Administración condenada no se da por enterada de las sentencias y prescinde de las declaraciones y órdenes de los tribunales, con mayor razón lo hará cuando la ejecución de la sentencia es realmente complicada, cuando no imposible. Parece ser que el Gobierno está estudiando febrilmente lo que ahora ha de hacer para cumplir la sentencia del Tribunal Constitucional y para que las Cortes adapten a la Constitución lo que ya se ha declarado viciado. Pero, por muy buena que sea la intención del legislativo y del ejecutivo, dudo mucho que a estas alturas puedan remediarse los hechos consumados. Nos hemos metido en un juego costoso de hacer y deshacer las piezas de la máquina y, al final, nunca termina saliendo harina limpia de las tolvas del molino, que es lo que, en definitiva, importa. A ojo de buen cubero puede calcularse, y desde luego me quedo corto, que el remedio de los entuertos producidos ya por los artículos declarados inconstitucionales ha de costar cuatro o cinco años, si es que a la faena se dedican 200 o 300 funcionarios con plena dedicación y capacidad sobresaliente; y sin contar, desde luego, los recursos contencioso-administrativos que por ello han de venir.

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3. La sentencia, inútil y hasta perjudicial por sí misma, podría producir, sin embargo, unos efectos saludabilísimos si el Gobierno aprovechase la ocasión para no limitarse a cumplirla estrictamente sino para rectificar su política anterior. Lo cual nada tiene que ver obviamente con el Derecho, pero sí, y mucho, con la política.

Tal como he dicho, los responsables de la función pública son los primeros que se percataron del disparate cometido al aprobarse la ley de 1984, de la que, en honor de la verdad, no fueron del todo culpables, puesto que hay que dar a las Cortes lo que a ellas corresponde y no atribuir a un ministro, ni mucho menos a un subsecretario o a un equipo de expertos, la paternidad de un retoño legislativo. Lo que sucede es que por vergüenza política (y quizá también por respeto al legislador) no se atrevieron a confesar el pecado e insistieron tercamente en el error. De tal manera que, prescindiendo de algunos artículos de la ley que han sido elegantemente olvidados, se fue -cayese quien cayese y con beneficio, también es verdad, de algunos agraciados desarrollando y ejecutando la mayoría de sus preceptos. Esta realidad parece una incongruencia, pero desde el punto de vista político no lo es, y más si tenemos en cuenta las rentas que de tal honestidad hubiera obtenido la oposición: que a veces quien yerra y no enmienda lo hace forzado por la actitud de los que tiene enfrente.

Rectificar

Pues bien, la sentencia del Tribunal Constitucional está brindando al Gobierno una oportunidad de oro, como dicen los cronistas deportivos, para rectificar su anterior política funcionarial -con la que, al parecer, no está de acuerdo- y establecer otra algo mejor fundada. Porque el Tribunal Constitucional permite replantearse la cuestión de nuevo sin necesidad de perder la cara.

A mi modesto juicio -que es, prácticamente sin excepciones, el de todos los sindicatos y organizaciones representativas de los funcionarios- éste es el momento de volver a reflexionar sobre el sistema funcionarial que necesitan la Administración y la sociedad española de 1987, o, si se quiere, del año 2000. Si en estos días se pretende enderezar la economía española llamando a concierto a determinados agentes sociales (algunos de ellos, por cierto, muy poco representantivos de aquellos a quienes se quiere ordenar), no hay ninguna razón para no hacer lo "sino con este sector, singularmente importante, de la vida pública, que a todos afecta.

Claro es que para ello, y además de tiempo, se exige un pulso y una sinceridad política que no son habituales en nuestro mundo; pero de no hacerlo así y aparte de la incongruencia que representa utilizar una fórmula en unos medios y rechazarla, sin más, en otros relativamente próximos será perder el tiempo. Tan es así que me atrevo a hacer una afirmación dramática: si el Gobierno y las Cortes se limitan a cumplir estrictamente la sentencia del Tribunal Constitucional y a sustituir unos artículos por otros mejor redactados, perderán una oportunidad histórica y volverán a defraudar, ahora definitivamente, a quienes aún tenemos confianza en ellos y creemos que, ciertamente con muchas dificultades, la cosa tiene remedio. Llámese pacto institucional, como antes se decía, o llámese concertación, si queremos ponernos a la moda, la idea es factible y la coyuntura política, por las razones indicadas y algunas otras no menos obvias que me callo, muy favorable. Porque hoy resulta la operación más difícil que hace dos años era, pero mañana será más difícil todavía.

Alejandro Nieto es catedrático de Derecho Administrativo y autor de la obra La organización del desgobierno.

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