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Entre la vida y la muerte

La mortalidad quiere decir que la vida no solamente empieza, sino que, necesariamente, acaba; que con la vida nace también la muerte, y ]humanamente hablando, que es lo que importa, que todo ser humano, por mucho que haga., valga o represente, tiene que morir. Por eso se ha buscado siempre la fuente de la eterna juventud, porque el hombre teme no solamente la muerte, :sino el envejecer, que es su preludio; por eso todo hombre tiene el anhelo de la vida y el temor, o mejor el terror, de la muerte, y por eso, finalmente, todas las religiones;, aunque pueden dar y dan otros bienes para la vida mortal, pero no ciertamente el de la inmortalidad, lo que ofrecen es otra vida imperecedera y feliz, después de una vida tan atribulada y perecedera como es la de la tierra.Pero la vida mortal tiene un período natural de vigencia, que es el que va desde el nacimiento, o mejor, desde la concepción, hasta la muerte, siempre que ésta sea por accidente involuntario, por enfermedad o por decadencia o consumación de ella. Este período natural de la vida, cronológicamente breve, por mucho que se alargue el tiempo vital, es el que se quiere preservar y proteger. Es verdad que este período natural se ha prolongado mucho en lo que va de siglo, y parece que se va a prolongar más muy pronto, aunque nada si se compara con las vidas legendarias, fabulosas, de los patriarcas.

El hombre mortal debe morir a su tiempo, pero no puede matar a otro hombre, por mortal que sea (el mandamiento de "no matarás"). Entre los derechos humanos, históricamente tan cambiantes, no se da el derecho privado de matar -tomarse la justicia por su mano- y socialmente, la pena de muerte, que jurídicamente tiene más figura de obligación que de derecho, está en retroceso en los países de la cultura occidental o de los orientales occidentalízados. Pero los hombres no han hecho otra cosa a lo largo de la historia que matarse unos a otros. Claro que es verdad que han hecho otras muchas cosas, gracias a Dios, pero lo de matarse ha sido y es constante, y a la larga parece algo irreversible.

Se han matado y se matan por medio de muchas y diversas maneras, pero las matanzas a gran escala se han hecho a través de las guerras, llamando guerras a todas las formas comunitarias de matanzas humanas.

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Es verdad que hay muchas cosas terribles en la vida además de la muerte y a veces más terribles que ella misma. El hombre doliente, vacilante, desesperado, sólo encuentra un soporte y un lenitivo en el sereno reconocimiento de su incapacidad de resolver el enigma del dolor y del mal, del dolor y la culpa, pero vive la angustia, la preocupación, la debilidad y la tentación del va.cío, del desconsuelo y de la rebelión contra no se sabe qué. Poreso pudo decir Cicerón, tan arríado de san Agustín: "Salgo de esta vida no como de mi propia casa, sino como de una posada", y santa Teresa habla también de la. vida como de "una mala noche: en una mala posada". Aunque uno y otra conocieron, como todo ser humano, horas de plenitud vital.

Y es verdad, como se ha escrito tanto, que en el horizonte de la civilización contemporánea los signos y señales de la muerte están quizá más presentes que nunca, no ya por la carrera armamentista, con el peligro que conlleva de una destrucción nuclear -cosa demasiado obvía- sino por la grave situación de extensas regiones del planeta marcadas por la indigencia y el hambre que lleva a la muerte y por las formas aún más sombrías que se han difundido en el uso de quitar la vida a los seres humanos ya antes de nacer y aun antes también de que lleguen a la meta natural de la muerte, y finalmente aparte de las guerras que propiamente llevan ese nombre, esa otra terrible guerra insidiosa que: se llama terrorismo.

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Entre la vida y la muerte

Viene de la página 11Claro que hay otra muerte, de la que dice san Agustín: "Tema el alma su propia muerte, no la del cuerpo", otra clase de muerte de la que no se habla aquí. Pero de todos estos males y amenazas contra la vida y frente a esa especie de culto negro de la muerte, hay que decir que la vida puramente terrenal es una maravilla, aunque vaya a dar en la mar que es el morir, y que cuando está enriquecida, exaltada, coronada, con la esperanza de otra vida verdadera, imperecedera e inmortal, en una vida a la que la muerte no pone término, sino que transforma, transfigura, se convierte en la maravilla de una maravilla.

Pero ciñiéndose a la vida terrenal y a la guerra como la gran amenaza que trunca las vidas no ya en la juventud, como cuando luchaban ejércitos contra ejércitos, sino que trata de suprimir y aniquilar toda forma de vida, se puede decir esto:

No hay armas ofensivas y defensivas, todas las armas son ofensivas; el que tengan luego uno u otro carácter depende del hombre que las maneja, pero no de ellas mismas. Lo que sí hay son defensas -permítase la redundancia- defensivas.

El prototipo de la defensa individual es el escudo, que protege del arma manual y de la arrojadiza, y el escudo, por así decirlo, de la defensa comunitaria lo es la muralla. Casi toda la tierra ha estado poblada durante siglos y siglos por fortalezas; es decir, por moradas humanas rodeadas de murallas. Detrás de las murallas había armas ofensivas, pero la muralla era la gran defensa. Las más egregias eran las hechas de piedra, aunque las ha habido de todos los materiales, y siempre con troneras, que permitían el uso desde el interior de las murallas de las armas ofensivas.

La gran muralla de China es el prototipo fabuloso de las murallas antiguas; la línea Maginot es el último complejo tecnificado de muralla moderna.

¿Las murallas pueden ser inviolables? Parece que no. Aparte de las trompetas de Jericó, las murallas pueden ser asaltadas y asediadas por el hambre y la sed.

Pues bien, lo que se llama la guerra de las galaxias o de las estrellas no es otra cosa que la idea de construir una muralla en los cielos, contra la que se estrellarían -nunca mejor dicho esta palabra- las modernas armas arrojadizas que se llaman misiles y que tienen una capacidad de destrucción que la humanidad no tiene ningún deseo de conocer.

Esa muralla estelar constituiría una barrera inexpugnable frente al agresor con misiles atómicos, y crearía de esta forma una morada segura, como una especie de castillo interior para los agredidos. ¿Es esto posible? Estrategas tienen los ejércitos para decirlo, pero el que esto escribe, como un puro profano, no tiene contestación para esa pregunta. Quisiera que fuera posible y que ese nuevo castillo constituyera una fortaleza no sólo material, sino también moral, y quisiera, mejor todavía, que no fuera necesaria.

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