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La estrategia socialista en política económica / 1

La idea central que voy a discutir en estas páginas es que, mientras en el manejo a corto plazo de la economía el Gobierno ha mostrado una capacidad técnica notable y ha obtenido logros importantes, en el planteamiento de opciones estratégicas los resultados son más confusos y, en algunos temas centrales, las estrategias seguidas son discutibles.Es conocida de todos la situación de partida a finales de 1982: una economía con un retraso de más de un lustro en su adaptación a la crisis, los costes económicos acumulados del modelo de transición política elegido y el escaso margen de maniobra que permitía la crisis internacional -como lo demuestran las experiencias originales del tipo de la inicial socialista francesa- eran todos ellos factores que obligaban a determinar cómo prioridad básica en materia de política económica el mantenimiento dentro de ciertos niveles de los desequilibrios básicos (inflación, déficit, balanza de pagos). Dicho en otros términos, el objetivo fundamental a medio plazo consistió en tratar de mantener dichos desequilibrios agregados en valores próximos a los que tenían las economías más avanzadas.

Se trataba, en suma, de un programa bastante clásico de saneamiento que exigía una disciplina fuerte y que pudo llevarse a cabo en la medida en que el sector exterior ha tenido un excelente comportamiento que compensa la caída de la inversión, y que los niveles de desempleo, siendo muy importantes, son, sin embargo, susceptibles de financiación.

La lógica de esta política de saneamiento es clara desde el punto de vista técnico y, posiblemente, algunos otros factores pesan decisivamente en el partido mayoritario para hacer del saneamiento su objetivo fundamental, y, entre ellos, dos. Uno primero, el deseo de ganar credibilidad ante los poderes económicos reales españoles, cuya importancia quizá sobrevaloran, dada la escasa experiencia de vida democrática tanto del país como del propio Gobierno socialista. Uno segundo, la conveniencia de ser aceptados en el contexto internacional de los países más avanzados, para quienes la ortodoxia financiera -y política- constituye una carta de presentación muy estimable, sobre todo si es presentada por un Gobierno de izquierdas.

Esta política de saneamiento se articula en torno a dos ejes fundamentales: la disciplina financiera y la política de reconversión industrial. Ambas son necesarias, y, ante la aplicación de las dos, pueden manifestarse discrepancias en cuanto a la intensidad, forma concreta de articularlas, etcétera. Puede pensarse que la disciplina financiera se apoya demasiado en el control estrictamente monetario y que la reconversión industrial tiene efectos muy duros sobre el, paro. Pero no es falso tampoco argumentar que el único instrumento de control bien diseñado y con cierto grado de autonomía en manos del Gobierno en el campo financiero es el monetario; ni que existían modelos de reconversión más baratos en términos de erario público, pero que habrían debilitado fuertemente el movimiento sindical y habrían repercutido más aún sobre el nivel de desempleo.

Calificación aceptable

La observación de las cifras de la economía española en estos últimos años permite calificar la gestión económica del Gobierno desde el punto de vista técnico con una nota más que aceptable, pese a errores y omisiones de cierta importancia.

Y los objetivos de corto plazo -equilibrio financiero y reconversión- dotan de un tinte conservador a la política económica, que ha de apoyarse en principios de austeridad y disciplina en un país en el que las expectativas despertadas por un largamente esperado Gobierno de izquierdas eran muy optimistas, y en parte generadas en forma algo irresponsable por el partido mayoritario.

Pese a todas las sombras, el período, 1983-1986 ha sido el único desde el plan de estabilización de 1957 -y con el breve interregno de un semestre -en 1977- en que los españoles hemos tenido un Gobierno con una orientación económica coherente dentro de sus propios planteamientos, y que ha perseguido la racionalización y modernización del sistema productivo español. Pero enfrentados a un más que probable segundo mandato socialista, las omisiones y el escaso horizonte temporal que implican los planteamientos comentados adquieren una gran importancia. Esto es así porque, si bien es muy deseable que el Gobierno sea técnicamente competente y capaz de mantener una disciplina en mucha mayor medida que la derecha y el centro -y con mayor austeridad y honestidad-, todas estas virtudes son insuficientes si no se articulan en una perspectiva estratégica concreta que las diferencie de las posiciones conservadoras.

Expresando esta idea en otros términos, podría admitirse -aunque es más que dudoso- que la disciplina y el mantenimiento de los equilibrios macroeconómicos constituyeran, en los primeros años, objetivos en sí mismos de la política económica; pero en una perspectiva temporal más amplia y con una parte muy importante del proceso de ajuste ya realizada, la pregunta evidente es: disciplina y saneamiento ¿para qué?, y la contestación tiene que ser para lograr a medio plazo algo que se diferencie de lo que defienden, por ejemplo, Margaret Thatcher o Ronald Reagan. Hagamos, por tanto, un repaso de algunos de los grandes problemas económicos de la actualidad.

El argumento utilizado hasta la saciedad por el Gobierno ha sido: la reducción de salarios reales permitirá reconstruir los excedentes empresariales, lo que generará inversión productiva y empleo. Meses después, cuando ya no se podía dudar de que se habían doblegado los salarios reales y, sin embargo, no se generaba empleo, el argumento esgrimido volvió a ser el mismo, pero el primer eslabón de la cadena no lo ocuparon los salarios reales, sino el déficit público y sus efectos negativos sobre los tipos de interés. Ambos plantea mientos suscitan perplejidades. En primer lugar, existe un problema de desconfianza por parte del ciudadano medio, aunque no del poder económico real, a quien el paro le importa poco, siempre que no constituya un problema insalvable de convivencia ciudadana. Si primero se dijo que la reducción de los salarios reales era una condición suficiente para generar empleo y cuando ésta se consigue, con todas las penalidades y costes políticos que implica, aparece como imprescindible el control. del déficit público, cualquiera tiende a pensar que cuando se logre éste aparecerán nuevas condiciones aún no explicitadas.

Reducción salarial

En segundo lugar, y esto es más criticable, el argumento que conduce linealmente de la reducción de los salarios reales o del déficit al empleo adolece de varios fallos. Ello es así porque mejorar los excedentes empresariales no garantiza la inversión. Muchas empresas españolas presentan unos costes financieros insostenibles, por lo que una opción muy razonable es utilizar los mayores excedentes en reducir dichos costes, máxime en una situación de capacidad subutilizada y / o perspectivas de demanda muy moderadas. Por tanto, los mayores beneficios pueden dedicarse prioritariamente a sanear desde el punto de vista financiero las empresas, y esto es bueno para la economía española porque hace más competitivas las empresas y más estables sus empleos, pero no reduce el paro.

Pero incluso aunque se produzca inversión real ante el aumento de los excedentes, dicha inversión ira encaminada en casi todos los sectores dinámicos y modernos a sustituir mano de obra, algo que debería ser obvio para un Gobierno que ha optado en forma explícita y correcta por conceder gran importancia a las nuevas tecnologías. La mayoría de los avances de la robótica, telemática..., sustituyen horas-hombre por horas máquina, y esto es algo viejo en la historia económica mundial.

Creo que tanto la moderación de los salarios reales como la limítación del déficit público tienen su sentido desde la perspectiva de saneamiento de la economía y, por tanto, desde el punto de vista de la no destrucción de empleo, pero que tienen escaso sentido como instrumentos de creación de nuevos puestos de trabajo en forma directa. Desde un punto de vista más de medio plazo, el problema principal consiste en reconocer la naturaleza real del desempleo en el mundo actual y, a partir de esto, diseñar una política adecuada. Existen dos elementos a tener muy en cuenta:

1. Nos encontramos ante una revolución industrial que ha reducido las necesidades de trabajo. A medio plazo, esto conducirá a una reducción de la jornada de trabajo, algo que a corto plazo es inviable salvo si se reducen los ingresos reales en forma paralela, algo políticamente inadmisible.

2. Aun redudendo la jornada media, los porcentajes de trabajadores que en buenas condiciones económicas no estarán directamente ocupados será normalmente del orden del 10%. No sólo por la reducción de las necesidades de trabajo, sino por propia necesidad del sistema tecnológico, ya que, en el futuro próximo, la vida media de un trabajador es fácil que incluya dos procesos largos de reaprendizaje, y ello requiere tiempo... y dinero.

En resumen, una estrategia adecuada implica el diseño de un sistema laboral en el que la incórporación al trabajo sea algo más tardía que la actual, las posibilidades de reciclaje profesional financiado sean mayores y la distribución de los importantes aumentos de productividad se pacte colectivamente entre protección al desempleo, formación profesional, salarios y beneficios.

Una distribución progresista puede consistir en no aumentar los salarios reales de los ocupados y dedicar un esfuerzo importante a reciclaje y protección al desempleo; pero lo que difícilmente puede resultar sensato es plantear una estrategia sobre la base de que cuando la economía se recupere se volverá al pleno empleo. Bajo este supuesto, el diseño tanto de la nueva seguridad social como del mercado de trabajo y del sistema educativo serán equivocados, y sólo conducirán a ineficiencias sociales y a frustraciones colectivas cuando se vea que sirven para circunstancias distintas de las pasadas y actuales.

Julio Segura es catedrático de Teoría Económica en la universidad Complutense.

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