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El cine, un muchacho nonagenario

Hace 90 años tuvo lugar en París la primera proyección pública de un filme

El sábado 28 de diciembre de 1895, día de los Santos Inocentes, los clientes que tomaban el aperitivo a última hora de la mañana en la planta noble del Gran Café de París, en el bulevar des Capucines, se asombraron de un extraño escándalo -en el que en algún momento no faltaron gritos propios de gente aterrorizada por algo- que de repente comenzó a producirse bajos sus pies, en la sala del sótano, reservada generalmente para banquetes.Pero no era precisamente un banquete lo que allí se estaba celebrando en aquellos momentos, sino la exhibición, organizada por un negociante de barracas de feria llamado Clément Maurice, de los extraños poderes que, ante una sábana tendida y en medio de la oscuridad, tenía un nuevo invento bautizado con el cabalístico nombre de cinematographe, del que eran autores unos amigos suyos: los dueños de una pequeña fábrica de aparatos y material fotográfico llamados Auguste y Louis Lumière.

Del sótano emergieron, tras la exhibición, con los ojos enrojecidos y algo más pálidos que de costumbre, las 33 personas que habían pagado un franco por el privilegio de asistir al nacimiento público del nuevo invento. En realidad, aunque así lo creyeron no fueron los primeros. El día 22 de marzo de ese mismo año se había realizado una semisecreta sesión nocturna de los extraños efectos mágicos del mismo artilugio, que tuvo lugar en una nave de la fábrica que los hermanos Lumière tenían en Lyon, ante un puñado de amigos de los inventores, que o no dieron importancia a lo que habían visto o se la dieron y lo guardaron en secreto, porque lo visto en ella no salió a la luz pública.

El signo del terror

En la sesión parisiense del día de Inocentes se proyectaron 11 filmes, cada uno de escasos minutos de duración, rodados todos ellos personalmente por los hermanos Lumière. Se proyectaron por orden cronológico y el primero en exhibirse fue una larga toma -el primer documento cinematográfico que existe- de la salida de los obreros por la puerta grande de la fábrica Lumière y que dejó, al parecer, poco menos que boquiabierta a la parroquia pionera del Gran Café de París.Pero fue el segundo filme el que armó el alboroto. En él, la cámara de los Lumière se situó en el borde del andén de una estación de ferrocarril de cercanías y sus inventores esperaron a la llegada del tren, que se acercaba casi de frente al objetivo del aparato. Se cuenta que, a la pintoresca manera de los salvajes en alguna película de Tarzán, hubo espectadores que se levantaron de sus sillas aterrorizados por la impresión de que la locomotora se les echaba materialmente encima. En cierta manera el cine nació así bajo el signo del terror: algo que nunca abandonaría ya.

Los historiadores del cine no están muy seguros de cuáles fueron las otras películas exhibidas en aquella memorable sesión. Los hermanos Lumière jugaron con su maravilloso aparato en cerca de 2.000 pequeños filmes, sin que ni ellos ni sus herederos dejaran constancia de su orden de rodaje. Por otra parte, muchos de ellos se perdieron para siempre, velados, envejecidos, rotos.

El éxito de la exhibición fue enorme y se extendió como un reguero de pólvora por París. A los pocos días se hacían colas para ver estas extrañas y aterradoras fotografías animadas. Poco después el eco del suceso llegó a los periódicos norteamericanos, y allí hubo gritos de protesta. Al parecer, decían, eso del cinematographe ya existía con otro nombre en Estados Unidos. Un inventor llamado Thomas Alvah Edison había creado y experimentado ya un sistema de poner fotografías en movimiento.

Era y no era cierto. Era cierto que el kinetoscopio de Edison ponía en movimiento a fotografías incialmente estáticas, pero su contemplación era reservada, a través de una anteojeras, para un solo espectador. La posibilidad de ver eso mismo, pero colectivamente, era algo singular e inédito y se originaba en la absoluta novedad de una película de celuloide que pasaba por un chorro de luz a una velocidad armónica de 15 imágenes por segundo, es decir lo que hoy entendemos por cine. De la prehistoria de las imágenes con movimiento interior se había pasado de un solo golpe a su historia.

De esto hace 90 años, a falta de un solo peldaño para alcanzar el siglo. El tortuoso recorrido de aquella intuición en este tiempo ha sido asombroso tanto por las distancias surcadas como por la evolución del artilugio y el jugo extraído de él por la imaginación humana. Y, no obstante, pese a esta larga edad, el cine es todavía un muchacho que se siente en sus comienzos.

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