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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Después de Bruselas

El día 12 de junio de 1985 concluía un largo período de aislamiento para España. El ingreso en la Europa comunitaria colmaba los sueños de todos los antifranquistas luchadores por la libertad. Al mismo tiempo finalizaba el consenso en política exterior que había presidido los primeros pasos de la transición democrática: todo el espectro ideológico había estado de acuerdo, con mayor o menor rigor en las afirmaciones, en que Europa significaba modernización, consolidación de la democracia, así como ineludible imperativo económico. Aunque recientemente se hayan oído algunas voces. destempladas, fuerza es convenir que, cuando en 1977 el Gobierno de UCD solicitaba la apertura de negociaciones con Bruselas, todos los partidos políticos, sindicatos, fuerzas sociales y culturales habían mostrado su acuerdo en que la recuperación de nuestras señas de identidad exigía la obtención del estatuto comunitario.Era, pues, una pieza indispensable para la prosecución del consenso y para dar satisfacción a todas las aspiraciones nacionales. A partir de este momento, el entendimiento en política exterior ha desaparecido y pone sobre el tapete otras cuestiones. La pertenencia europea es un logro fundamental, pero no es el todo en nuestra política exterior. Se trata, ahora, no de discutir nuestra europeidad, sino de saber si, por fin, el proyecto socialista cuenta con un diseño global de política exterior. Hasta hace algún tiempo todo indicaba que se tenían opciones concretas, pero que se carecía de una visión, global de lo que podría ser nuestra acción exterior; aunque más de uno pensase que en el proyecto socialista habría de pesar no sólo el poder, sino también el deber ser. Se recordaba que el gobernante ha de ser pragmático, pero que nada le impedía el placer del pensamiento, ya que, a fin de cuentas, el socialismo no tiene por qué divorciarse del deseo y de la imaginación.

El tramo recorrido desde finales de 1982 permite afirmar que, progresivamente, se han ido dando los pasos necesarios para que, al final de la legislatura, pueda presentarse una propuesta de política exterior casi a punto ya de materializarse. Pero, como ocurre en toda trayectoria política, hay pasos liberadores y compromisos que encadenan. El Gobierno socialista enmarca su propuesta. en una opción decididamente occidentalista. Visión en la que, por lo demás, no es difícil establecer un acuerdo general, si entendernos por Occidente la defensa de los derechos humanos, una visión cultural del mundo no excluyente, una postura de paz y distensión entre bloques y un proyecto socioeconómico progresivo. Propuesta genérica, absolutamente válida, a la que habría que incorporar las peculiaridades españolas, que no por más sabidas pueden dejar de repetirse.

En primer lugar, nuestra proyección americana; la cual significa, desde una perspectiva estricta mente realista, que el peso específico de España en la arena internacional se acrecienta por su pertenencia al área constituida por las naciones y pueblos latinoamericanos, y no a la inversa, ya que se es grande por la suma, y no por pretendidas e inexistentes primacías. Nuestro americanismo tiene algunos corolarios, deberes, irrenunciables: la solidaridad activa con los procesos democráticos y con la problemática económica, así como la condena, también activa, de toda tentativa de hegemonismo o de injerencia exterior practicada contra cualquier pueblo latinoamericano que luche por su propia identidad.

En segundo lugar, en este recordatorio de nuestras peculiaridades, nuestra realidad mediterránea, donde se confunden la geopolítica y el mestizaje cultural, del que tanto sabemos los españoles, o deberíamos saber. Entre las dos riberas mediterráneas, los españoles navegamos por la línea fronteriza. La reivindicación y puesta en valor del legado mediterráneo y árabe no es sólo una exigencia cultural, sino que también implica una diplomacia activa de entendimiento y cooperación con los pueblos del norte de África y de Oriente Próximo, mediante la cual se incrementen y fortalezcan los recíprocos intereses nacionales. Es decir, que la europeidad de España en modo alguno puede suponer renuncia a esa otra pertenencia dual; renuncia que, por otra parte, nadie puede imponernos y que supondría, lisa y llanamente, amputación, empobrecimiento e incluso degradación de la función que dentro de Europa occidental estamos llamados a desempeñar. Ya que, por fin, somos europeos, profundicemos también en nuestro americanismo y en nuestra mediterraneidad.

Ahora bien, ¿es posible la materialización de este paisaje ideal, bucólico si se quiere, pero cuyo sueño nada lo prohíbe? Matizada o ambiguamente al principio, y sin equívocos desde la presentación al Congreso del decálogo por el presidente del Gobierno, la propuesta socialista ha optado por la fórmula atlantista. 'le trata de una oferta decisiva para que España cuente, en los próximos años, y durante un largo tiempo, con un diseño concreto de su acción exterior. Elección que, muy posiblemente, se materialice en una diplomacia vicaria, ya que todas nuestras decisiones estarán mediatizadas por la pertenencia a la Organización del Tratado del Atlántico Norte; esta opción impedirá, por ejemplo, condenar con hechos la política de bloques, a no ser que se practique la metáfora, poética.

La propuesta del Gobierno, mantenimiento del estatus actual en la Alianza, compensada por una hipotética reducción de la presencia militar estadounidense en España, no conseguirá el asentimiento de todos los grupos parlamentarios: para unos partidos es muy poco, y para otros, demasiado. La opinión pública, de acuerdo con las encuestas, no se muestra comprensiva, ni mucho menos entusiasta, con la propuesta gubernamental. Esta indecisión, cuyo mantenimiento a nadie beneficia, sólo puede resolverse con la celebración de la consulta popular. La no realizadión del referéndum, como aconseja algún partido político y jalea algún que otro poder fáctico, equivaldría a un reforzamiento del cesarismo en política exterior; la sustitución del referéndum, mediante la anticipación (le las elecciones legislativas, una fórmula cuya pobreza maquiavélica a nadie engañaría. Por lo demás, el referéndum no supone desdoro alguno para los representantes parlamentarios; es, sencillamente, volver a las fuentes de la soberanía popular para resolver un supuesto de extrema importancia. Incluso la campaña informativa ya cumplió sobrada y desmedidamente sus objetivos, puesto que tal información, salvo muy contadas excepciones, no ha sido otra cosa que un cántico de las excelencias otanistas o una triste palinodia acerca de la irreversibilidad de los compromisos políticos, cuando no una reflexión sobre el destino fatal de los pueblos y la imposibilidad de pretensiones autonomistas en política exterior.

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En resumen: urge despejar la incógnita sobre nuestra permanencia en la Alianza Atlántica. Decida el pueblo, claramente interpelado, sobre el ejercicio de nuestra soberanía; decida sin cortapisas de porcentajes; decida responsablemente, sopesando todos los pros y todos los contras. Y sabiendo que, por muy consultivo que constitucionalmente sea el referéndum, será difícil encontrar un Gobierno que no secunde la voluntad popular. Una vez efectuado el referéndum, cuya urgencia es apremiante, y asumido por todos su resultado, sea cual sea, sin traumas y democráticamente, entonces podremos comenzar nuestra andadura internacional. Pero conociendo, en todo momento y sin más equívocos, que España es Europa dentro y fuera de la Alianza Atlántica, pero que muy difícilmente conseguirá ser americana y mediterránea si permanece en el seno de la OTAN. En este punto, y no en ningún otro, reposa la piedra angular de cualquier proyecto global para nuestra política exterior.

Roberto Mesa es catedrático de la universidad Complutense.

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