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Tribuna
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La sabiduría del cuerpo

Bódalo era un gran actor intuitivo; es decir, era un actor que tenía una seria cultura específica de su profesión, unos conocimientos minuciosamente adquiridos de su arte, tomados día a día de la experiencia y la práctica.La intuición es un concepto que puede ser muy confuso, que se utiliza hoy peyorativamente y que no responde a la realidad. Hijo de actores -José Bódalo y Eugenia Zúfoli, muerta hace dos años-, comenzó su escuela, su aprendizaje, desde el momento en que tomó sentido de la realidad.

Es decir, aprendió tres normas que practicó como sin sentir toda su vida: el sentido de la distancia con los otros actores del escenario -escuchar, atender, servir a quien habla-, el del conocimiento del texto que interpretaba -la finalidad, el contenido de la obra- y el que tantas veces parece mágico de la incorporación del personaje: desde que pisaba el escenario para el primer ensayo era el que tenía que ser.

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Una vocación tardía e intensa

Algunas veces provocó el despecho de directores de los que pretenden ser moldeadores o fabricantes del actor; las más le respetaron siempre y recibieron de él lo que buscaban, incluso el aprendizaje que ellos mismos necesitaban. Ultimarnente hasta los más personalizados de los directores de escena están aceptando ya esta enorme fuerza de lo que se llama el actor intuitivo, o que ha aprendido su profesión sobre las tablas, y Bódalo era uno de ellos.

Su manera de interpretar el personaje era peculiar: era interior. Su aspecto humano era poco susceptible del disfraz o del recurso exterior, apenas utilizaba la caracterización; trabajando era Bódalo, y al mismo tiempo era enteramente el personaje. Sabiduría del cuerpo de los grandes actores.

De esta especie de sabiduría del cuerpo de Bédalo, que trabaja como por sí solo, como quien sigue certeramente su camino como pensando en otras cosas, se han contado algunas anécdotas. Se ha dicho que a veces salía al escenario con un pequeño receptor de radio por el que oía los partidos de fútbol, o que desde cajas le hacían señales de los goles; pero él siempre lo desmintió ("ya no importa nada el fútbol, ya no es lo que fue", me decía hace poco; pero yo creo que, como aficionado, había pasado a la clandestinidad).

Raza en extinción

Se ha dicho también que respetaba poco los ensayos: absolutamente penetrado de su personaje desde el principio, le parecía que las repeticiones, el machaqueo de las escenas, podían hacerle perder ese conocimiento instantáneo.

La poca fe en el ensayo extenuante tenía poco que ver con su falta de memoria para el texto: últimamente nos ha hecho sufrir por la facilidad con que se le iba la letra (sufrir por él, por el contagio de la angustia indecible que siente el actor en blanco), porque lo que tenía era la memoria del personaje y porque a veces los textos que tenía que interpretar excedían, por palabrería, por complejidad innecesaria, su concepto del personaje.

Pocas veces salía de gira. Incluso se contrataba con esa condición. Madrid le alimentaba, y su familia también. Los días de sol en el chalé, con los suyos, le eran indispensables. "Me dan vida", decía. Recientemente me contaba que había renunciado a la fortuna de otros actores que se hicieron empresarios de sí mismos y de sus compañeros porque le parecía fuera de la esencia de su trabajo; efectivamente, contratado y sin apenas moverse de Madrid, engarzaba un papel detrás de otro, en el teatro o en el cine -donde supo hacer respetar también a la cámara la trascendencia de su personalidad-, sin interrupción.

Ha ocurrido con él lo que con otros grandes actores contemporáneos: la madurez le había tallado, le había configurado y hecho indiscutible. Se le esperaba, antes de su enfermedad, en un gran papel, el Shylock de El mercader de Venecia, en una anunciada programación del teatro Español, de Madrid: no para su consagración, que ya estaba hecha, sino para la confirmación de lo que ya se sabía.

Otra vez el tópico apura la situación: el teatro no será lo mismo sin Bódalo. Esta gran raza se extingue.

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