De vigilancias y otros juegos
La aburrida tendencia a la mimesis y al uso y abuso de los gestos estereotipados hasta las mismas lindes del hastío, ha sido quizá la causa de la casi unánime comparación que se ha querido establecer entre el posible fisgoneo -llamarle espionaje sería hipérbole manifiesta- sufrido por Alianza Popular y el episodio norteamericano del Watergate, el que acabó significando la caída del presidente Nixon. Es obvio que entre el uno y el otro asunto apenas coincide más que lo meramente accesorio, salvo que entendiéramos la clave de los espionajes -y aun la de los fisgoneos- asociada a la necesidad de asunción de las oportunas responsabilidades de cada cual. Y es este matiz el que me gustaría examinar, siquiera al trote y de pasada, aun cuando no ignore que, a los efectos populares, es indudablemente menos atractivo que cualquiera de los lances propios de las novelas de intriga y aventura.Cada vez resulta más difícil el señalar dónde se encuentran los límites ante los que debería detenerse la actividad fiscalizadora del Estado. Se supone que las garantías constitucionales alcanzan ámbitos como el derecho a la intimidad o a la propia imagen y, por supuesto, el libre ejercicio de la asociación política. Se concede también que el Estado precisa de un cierto control sobre los ciudadanos a los que debe amparar, por causas que van desde las fiscales hasta las estrictamente policiacas, o, dicho sea de modo más amparado por el eufemismo, las de orden público. Pero entre una y otra pretensión, entre el abanico de libertades y garantías y la coartada instrumentalista del control estatal, aparecen cada vez más profundas y difícilmente solubles contradicciones.
Es evidente que ninguno de estos extremos puede justificarse de raíz y sin lugar a duda. Ni las libertades ciudadanas han de ser ¡limitadas, ni el ejercicio de la coacción estatal debe conducir al Leviatán. Pero la verdadera dimensión del problema aparece cuando nos damos cuenta de cómo, en virtud de ciertos adelantos técnicos, el control sin límite del Estado deja de ser una utopía para convertirse en una amenaza difícilmente salvable. Mientras la actividad de atención y tutela no signifiquen sino unas costosas (dicho sea tanto en términos económicos como políticos) actuaciones personales con resultados más bien escasos, el control queda suficientemente sujeto a la posibilidad, siempre difícil, de vigilar al vigilante. Pero en el momento en que los medios utilizados para dotar a la maquinaria burocrática de eficacia bastante puedan obtener -y de hecho obtengan- cantidades ingentes de información acerca de todos nosotros, el problema cambia de sentido. No es la búsqueda de datos y el acoso a las intimidades lo que debe ser voluntaria y costosamente organizado, sino que es el uso de la información que ya se tiene lo que ha de descansar en una voluntad de juego limpio que no deberemos dar jamás por suficientemente garantizada.
Si el Estado no puede ejercer sus funciones como máquina administrativa sino a través de una burocracia tan desmesuradamente organizada y dotada que acumula por sí sola extensos y excesivos poderes de control, habremos Regado a una situación que tampoco se aparta demasiado de la pesadilla de Orwell. Es cierto que son muy distintas las motivaciones y las voluntades, pero lo verdaderamente digno de preocupación es que los resultados pueden llegar a encontrarse muy próximos, salvo un continuo ejercicio de la prudencia en la administración del enorme poder acumulado. Por desgracia, esa posibilidad puede encontrarse a la vuelta de la esquina, si es que no hemos doblado ya todos los recodos que nos quedaban por doblar.
Resulta todavía más importante el zanjar de raíz cuanta tentación totalitaria asome, sea cual fuere el nivel político o administrativo en el que se presente. De lo contrario, la amenaza habrá ya perdido su carácter de futuro riesgo para instalarse, de modo inmediato, en la nómina de los vicios a erradicar. Ahora mismo ha sido una todavía supuesta actividad policial, en una tarea que el ministro del Interior ha calificado de "normal en cualquier país", la que ha levantado las sospechas. Puede ser que el ministro tenga razón y sea ésa la normalidad imperante, aunque no por extendida deje de resultar preocupante la práctica de tal tipo de controles. Pienso que, cuanto más normal resulte, mayores motivos de preocupación aparecen. Lo más normal del mundo es que los hombres acabemos muriéndonos, pero no creo que ésta sea razón bastante para optar, como inmediata consecuencia, por el suicidio.
Copyright Camilo José Cela. 1985.
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