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Postsocialismo

Antonio Elorza

A veces las palabras y las denominaciones cuentan. Así, si aceptamos para el PSOE actual o para el PSI de Craxi la calificación de socialdemócratas, cabe deducir de una valoración de sus respectivas políticas el fracaso de todo reformismo y sancionar las conocidas posiciones del radicalismo pasivo o de las fidelidades tradicionales. Nada interesaría de cuanto ocurre en el interior de las socialdemocracias sueca o alemana, o en el laborismo, de no haber sino variantes nacionales de un fenómeno común en las líneas políticas seguidas por los socialismos del sur de Europa. Según propone el Partido Comunista Francés, toda perspectiva transformadora basada en una estrategia de alianzas habría de ser abandonada por los verdaderos revolucionarios.

Las cosas discurren de otro modo, y hay que hacer caso a los propios protagonistas. El abandono de la perspectiva reformista traza la divisoria, y no es casual que Bettino Craxi, al pensar sus propios planteamientos, hable de una mutación genética en el socialismo. Como telón de fondo, que explica mucho, pero no todo, la crisis económica, con sus secuelas de disgregación y orientaciones defensivas en las clases trabajadoras. Pero no es el único factor. Para los socialistas italianos, españoles y portugueses, cada uno a su modo, interviene la posición inicial de inferioridad frente al movimiento comunista en sus respectivos países y la definición consiguiente de una prioridad, la autonomía, el propio reforzamiento, como fin último que lleva consigo la anulación de toda perspectiva unitaria. Tal estrategia política habría culminado en España con el triunfo electoral del PSOE en 1982 y acaba de rendir sus frutos para Craxi en las administrativas italianas. Eso sí, al precio de asumir por parte socialista el papel de fuerza subalterna respecto al poder capitalista, bajo el signo de la modernización. Con la agravante, en el caso italiano, de que la relativa consolidación de Craxi frente al PCI tiene lugar al precio de resucitar la hegemonía democristiana. Logro escasamente progresivo y, desde luego, bien poco moderno.

De Suresnes a la Moncloa

En el caso español, los orígenes presentan cierta opacidad. Hace ahora 10 años, el grupo dirigente del PSOE renovado hablaba sonoramente de "línea revolucionaria", del objetivo de la "democracia socialista", de marxismo, de frente obrero, de autogestión. E incluso después de la crisis de 1979 quedó el espacio para un reformismo radical, de aire bernsteiniano, muy acorde con las dificultades del momento y reflejado indudablemente en la forma y en el fondo del programa electoral de 1982. Y que, como todo el mundo sabe, es hoy papel mojado.

Puede pensarse que esta inversión de las promesas es algo parecido a una traición y responde, según ha apuntado Tamames, al vicio de origen- de unos usurpadores de las siglas de la hundida socialdemocracia española del exilio. El innegable corte histórico de 1972-1974 parece abonar esa tesis. Ahora bien, no cabe menospreciar las continuidades en el cambio. El pequeño PSOE de 1974, con sus 2.500 afiliados del interior (¡20 en toda Valencia!), apenas presenta otros enlaces sólidos con el pasado que los núcleos obreros vascos y asturianos. El aluvión vendrá luego, en torno a 1977. Pero González, Guerra, Múgica, habían optado ya antes. Y en el PSOE de Prieto-Llopis, configurado en la crisis de la posguerra, había elementos que heredarán los renovadores. Así, la lógica de dependencia respecto a la política occidental, una conciencia de sumisión a instancias exteriores que hace de la Internacional Socialista el eje del relevo Llopis-Isidoro. La distancia del movimiento obrero real en España. El anticomunismo. Ningún eco quedó del llamamiento unitario hecho por Largo Caballero a su regreso del campo nazi de Oranienburg. Por no hablar del legado político de Juan Negrín, sistemáticamente excluido.

El radicalismo de las propuestas con vistas a la transición pasa a primer plano desde 1975. Boyer habla entonces del absurdo de la política económica clásica, de la exigencia técnica de nacionalizar la banca. Felipe González, de Marx como guía teórico, de lucha de clases, etcétera. El joven PSOE era como el PCE, más la garantía democrática. Pero, por encima de todo, en los textos de González y Guerra domina la exigencia de no comprometer las fuerzas salvo en la afirmación de la opción autónoma. Franco desaparecerá, luego el régimen, siempre por sí solos; no hay que temer la involución. Al tiempo que mantiene bien alta su puja ideológica, el PSOE hace su política. Por lo menos hasta conquistar su mercado electoral: el término espacio político, repetido hasta la saciedad, fundamenta la negativa a todo enfoque unitario. Era el modo de justificar la lógica de competencia, política y sindical, frente al PCE (que éste legitimó más de una vez con el eje Suárez-Carrillo).

Luego, en las elecciones de 1979, la estrategia de la puja tocó techo. La hegemonía socialista en la izquierda estaba consolidada, y Marx pasaba a ser un obstáculo con vistas a las capas medias y a los poderes fácticos. La noción de reformismo radical servirá muy bien como puente con el pasado. Pero el hilo conductor, una lógica de marketing capitalista para alcanzar el poder, habría de afirmarse más allá de las apariencias ideológicas.

El poder como fin

La llegada al Gobierno marca un último viraje, aparatoso en la forma, pero congruente con el desarrollo anterior. El reformismo radical esgrimido con tanto éxito para ganar las elecciones cede. paso al criterio de fondo,

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deslizado por Felipe González antes de la consulta, del cambio como funcionamiento eficaz del sistema. La justificación oficial, basada en el peso de la herencia recibida y en la imposición del principio de realidad, puede explicar retrocesos concretos, pero no la rectificación general que sufre el proyecto electoral del PSOE en terrenos fundamentales: política económica, OTAN, libertades públicas. Vista retrospectivamente, la propia selección del equipo de gobierno marcó el viraje: Boyer, Solchaga, Barrionuevo, Almunia. Vale la pena recordar unas palabras de este último que entonces, antes de las elecciones, pasaron. inadvertidas. El futuro ministro de Trabajo señalaba el agotamiento histórico de las soluciones tradicionales de la izquierda. Pero no sólo firmaba el certificado de defunción de "los que leían mecánicamente a Marx", sino también, sorprendentemente, de "los socialdemócratas", quienes, "solamente se ocupaban (sic) de distribuir la riqueza". Algo parecido dirá, ya en el poder, Solchaga en el Club Siglo XXI. La función del Gobierno socialista será olvidar se de la distribución y mirar al aumento de la producción. Esto es, dar vía libre a la reactivación del capitalismo.

En una década se ha pasado de la utopía autogestionaria al socialismo liberal (de liberalismo económico). Como advierte Guerra, pero por otras razones, el PSOE no es socialdemócrata, aun cuando siga utilizando esa marca de fábrica rentable en la proyección internacional. Lo que no cabe es negar coherencia a este postsocialismo al aglutinar distintas fuerzas en su proyecto: el gran capital, transnacional y español, encuentra un instrumento político que sin reserva asume la dependencia en cuanto exigencia de racionalización; sectores intelectuales y profesionales, privados de protagonismo en el aparato de Estado por su divorcio del franquismo, pueden integrar ahora una tecnocracia fundamentalmente conservadora, pero legitimada por su pasado radical, y, por último, los trabajadores, a la defensiva ante la crisis, y con una desesperanza confirmada por las derrotas de la reconversión, quizá se resignen al mal menor, cediendo paso a paso, perdiendo porciones crecientes de poder adquisitivo y político. La gestión de la crisis desde el capital ha encontrado su fórmula.

Más aún, la forma del reajuste económico se convierte en clave estratégica de la acción de gobierno. De toda la acción de gobierno. Para el discurso oficial, invocar las reformas equivale a sentar plaza de utopista o desestabilizador. Valga el ejemplo de la intervención parlamentaria de Barrionuevo sobre la desmilitarización de la Policía Nacional, cuando él mismo había defendido a fondo esa línea antes de 1982. La inseguridad del terreno pisado se traduce en descalificación de la crítica en cuanto progresismo-que-es-reaccionario. Claro que esa tentación autoritaria estaba ya ahí, y puede rastrearse en los textos de los principales ideólogos del PSOE al fijar su propuesta: "El socialismo como reformismo radical es la única vía defendible que evita la tentación totalitaria o la tentación derechista, a la vez que es la única opción honesta desde el punto de vista político e intelectual". Siguiendo esta peligrosa vía, el disentimiento del poder equivale a pura negatividad política, a irracionalismo. Y tal reflejo defensivo resulta tanto más agudo cuando de las expectativas de reforma se pasa al maritenimiento de abusos y prácticas tradicionales. También a medida que la debilidad del PSOE como partido, con una presencia nula en la sociedad civil salvo en la forma de'proyección de poder desde el Estado, le obliga a mantener el consenso mediante la manipulación de la opinión (ejemplo, TVE) y la secuencia de presiones e infracciones en el campo de los derechos civiles. Cosas que ni los más pesimistas en 1982 podían pronosticar.

Como consecuencia, asistimos a un inesperado retorno del fin de las ideologías. Sólo hay política de imagen. Si, como citan Alonso de los Ríos y Elordi en su valioso y olvidado Desafío socialista, la posición dura anti OTAN fue debida a la alta rentabilidad ("nos va a dar dos millones de votos", comentó Alfonso Guerra), ahora se trata de capear el temporal de las sangrías electorales, sacando señuelos como la reducción de las bases, y, sobre todo, mostrando que la ideología, el corazón del presidente, ha de someterse, como todo en el político, a la fría realidad. Por eso mismo habrá, en otro orden de cosas, elecciones anticipadas, evitando la peligrosa prueba de Andalucía.

Exigencia final, inevitable: el desmantelamiento de toda fuerza de izquierda resistente, una vez en la agonía el PCE, con el fin de consolidar la hegemonía de ese "partido de cuadros con referente sindical", producto de la estrategia González-Guerra. Aquí reside hoy el único eslabón débil de la, cadena. En la sociedad civil y en el interior del movimiento socialista, en su sindicato. Por eso, más allá del debate sobre las pensiones (importante, pues, como dijera Felipe González en 1979, la Seguridad Social "es una parte del proceso de avance hacia el socialismo"), lo que cuenta es la opción entre el mantenimiento de un margen de autonomía en UGT o, por el contrario, su subordinación definitiva, sometiendo al veterano y mal aconsejado dirigente. Está en juego el resquebrajamiento o la coagulación de este círculo vicioso consistente en no cambiar nada, retroceder una y otra vez, con el pretexto de que las cosas no vayan a peor.

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