La Seguridad Social y las buenas intenciones
LA REFORMA de la Seguridad Social, que en un principio parecía aplazarse hasta la próxima legislatura, ha entrado en la fase de discusión. Desde que se inició la transición, todos los Gobiernos han afrontado como una pesadilla la necesidad de reformar la Seguridad Social. Veían en el sistema público de protección un factor descontrolado de crecimiento del gasto y, por consiguiente, del déficit. Pero los propósitos no pasaron de la mera exposición de intenciones o de un intento de pacto parlamentario -protagonizado por UCD un año antes de las elecciones de 1982- que no llegó a fructificar. Ahora existe una propuesta entregada por el Gobierno a los otros firmantes del Acuerdo Económico y Social, la patronal CEOE y el sindicato UGT. Los dos centenares de páginas de ese libro naranja enumeran una serie de medidas que ninguno de los anteriores Gabinetes se había atrevido a proponer.Es significativo que en las propuestas presentadas no se quiera entrar, conscientemente, en cuantificar los recortes en las prestaciones sociales. Todo parece indicar que se trata de involucrar al conjunto de la sociedad en unas decisiones que habrán de ser impopulares. El estado de quiebra de la Seguridad Social, ampliamente pregonado desde el poder, producido por un brutal desequilibrio entre los ingresos y los gastos, va a ser atajado, a la vista de las propuestas del Gobierno, recortando muchas de las prestaciones actuales, estableciendo más condiciones para el acceso a las mismas y haciendo que exista una auténtica relación entre la aportación del interesado y la prestación posterior. Todo ello se traducirá en una reducción real de servicios y prestaciones.
Los expertos aseguran que antes del año 2000 el sistema habrá quebrado si no se adoptan decisiones tendentes a aumentar la cotización -en consecuencia, penalizar el empleo con una mayor presión en los costes salariales- o a proceder a un reparto interno de lo que el propio sistema es capaz de dar, recortando las prestaciones. El Gobierno parece haber optado por la segunda opción. Se establece un nivel por encima del cual sólo queda la cobertura que pueda dar la iniciativa privada. Los fondos de pensiones encuentran así el camino abonado para implantarse en la sociedad, dada la exigua cobertura de la protección pública.
Muchas de las medidas que se proponen exigen una reflexión profunda y un cuidado exquisito. Suprimir, por ejemplo, la invalidez provisional puede acarrear graves problemas prácticos, al dejar a muchos trabajadores en una situación no contemplada por el ordenamiento legal, sin mencionar los graves trastornos de la ampliación del período de cotización a 15 años a miles de personas que, por circunstancias diversas, están ahora a punto de cumplir la edad de su jubilación y escasamente tienen cotizados los 10 años que se exigen en la actualidad.
Una actuación profunda habrá de entrañar, en realidad, tres reformas del sistema: la tributaria, la de sanidad y la de las pensiones. Tributaria, porque la Seguridad Social consume mediante cuotas de empresas y trabajadores la tercera parte de los recursos públicos -sus ingresos suponen cada año más del doble de lo que recauda el Estado sobre el impuesto sobre la renta-; de la sanidad, porque la Constitución exige extender el servicio sanitario a todos los ciudadanos, lo que obliga a pagaurlo con impuestos; de las pensiones, porque en ellas radica la principal espiral de gasto, que se ha multiplicado por seis durante la última década.
Las propuestas del Gobierno socialista son explícitas en lo relativo a los dos últimos retos, pero mantienen el silencio sobre cómo financiar el modelo que se propone. De esta manera, frente al caos organizativo y jurídico actual el Gobierno intenta poner orden. En lo estructural, aclara que la sanidad deberá separarse y ser pagada totalmente por el Estado a través de impuestos. En cuestión pensiones, al final de un período todavía indeterminado, las cuotas deberán ser suficientes para financiarlas y su montante dependerá de lo cotizado. Las nuevas pensiones mínimas o de subsistencia, que se, garantizarán en el futuro a todos los ciudadanos aunque no hayan cotizado, deberán ser atendidas por el Estado mediante impuestos.
Pero para afrontar los ingentes gastos adicionales que requerirá este modelo y corregir el desequilibrio financiero actual el Gobierno sugiere sólo fórmulas tendentes a impedir el fraude y a ampliar los tiempos de cotización necesarios. Sin embargo, no concreta ni los períodos transitorios, de gran importancia a la hora de considerar presuntos derechos adquiridos, ni cómo disminuir el peso de las cotizaciones de las empresas para que no actúen como un impuesto sobre la exportación y el empleo. Cualquier plan de reforma de la Seguridad Social que no aborde decididamente su financiación corre el riesgo de perderse en el mundo de las utopías y los buenos deseos.
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