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La hegemonía dentro de la Iglesia católica

El Concilio Vaticano II (1962-1965) representó la apertura de un proceso de gran descentralización de la Iglesia. Se recuperó el valor de las iglesias locales y continentales; se reforzó la importancia de las conferencias nacionales de los obispos; se creó una posibilidad concreta de implantación de la fe, especialmente en los ámbitos pobres y populares; se propició una gran renovación pastoral, con la correspondiente reflexión teológica que no puede menos que acompañarla.Las expresiones de esta inserción de la Iglesia en su medio ambiente, respondiendo a los desafíos de cada situación, tomaron cuerpo en las comunidades eclesiásticas de base, fenómeno bastante difundido en toda América Latina (sólo en Brasil existen cerca de 120.000), en los círculos bíblicos, en la pastoral popular y en varias pastorales específicas, como de la tierra, los derechos humanos, los indígenas, los negros (en Brasil existen cerca de 40 millones de afrobrasileños), la mujer marginada y otras similares.

La teología de la liberación sería incomprensible sin la existencia de esta realidad previa, dinámica y promisoria. Aquí, en América Latina, la fe no está en crisis. Por el contrario, los desafíos histórico-sociales provenientes de la opresión y de la movilización popular obligan a la fe a desentrañar de su capital simbólico una riqueza de respuestas sin precedentes.

La crisis de la fe a que se refirió el cardenal Joseph Ratzinger en la extensa entrevista concedida a la revista italiana Jesus de noviembre de 1984 es, en realidad, una crisis ligada a la cultura europea. Universalizar para toda la Iglesia el fenómeno coyuntural (tal vez estructural) de una región significa ser víctima de etnocentrismo y de una visión parroquial del mundo.

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De cualquier forma, el Concilio Vaticano II favoreció la aparición de varios polos de poder sagrado, además del consagrado en Roma. Una Iglesia policentrista responde en estos momentos mejor que una monocentrista a los problemas presentados a partir del pluralismo cultural y de las situaciones en las cuales los cristianos viven su fe.

En la Iglesia policentrista, la figura del obispo es más la del pastor en medio de su pueblo que la de una autoridad eclesiástica por encima de -o dando las espaldas a- sus fieles. No sólo es portavoz de verdad, de la verdad específica de la fe; también lo es de la verdad integral, de la verdad económica, política y social de su pueblo, interpretada a la luz del Evangelio y de la tradición de la fe.

Hasta el pontificado de Pablo VI predominaba esta tendencia descentralizadora. La propia curia romana fue internacionalizada y figuras de varios episcopados nacionales ganaron reconocimiento mundial. De éstas, la más prominente fue, sin lugar a dudas, la de Dom Helder Cámara.

A partir de mediados de la década de los setenta se fortaleció otra tendencia, el monocentrismo, es decir, aquella que ve a la Iglesia a partir del gran centro tradicional y clásico que es Roma, con el Papa y toda la administración de la Iglesia universal.

Somos herederos de siglos de construcción monocentrista de la Iglesia. Aparentemente es más eficaz construir una unidad a partir de un centro de poder único para luego coordinar el avance único de la Iglesia. Efectivamente, la tendencia monocentrista busca crear un solo ordenamiento jurídico para la Iglesia, una liturgia única, una sola teología, una sola doctrina social.

En la actualidad, esta perspectiva monocentrista se fortalece día a día en la Iglesia. Entre otros factores, fueron importantes el nuevo Código de Derecho Canónico, la cancelación de las experiencias litúrgicas y la insistencia en colocar la doctrina del

Pasa a la página 10

La hegemonía dentro de la Iglesia católica

Viene de la página 9Concilio Vaticano II como eje y punto de arribo de toda la reflexión cristiana.

El Concilio Vaticano II pretendía ser un espíritu antes que una letra, una actitud de apertura y diálogo con todos, una mística de la presencia del espíritu encarnado en la humanidad, llevándonos a formas más humanas de convivencia y a una plenitud trascendente.

Ahora, en cambio, se insiste en el Concilio Vaticano II como doctrina, como medida con la cual se estiman los progresos o los retrocesos en pastoral, reflexión teológica y expresión litúrgica.

Existe el peligro de crear una nueva escolástica sobre la base del Concilio Vaticano II como doctrina acabada y perfecta. La disputa se constriñe a las interpretaciones, en lugar de abarcar la profundización y apertura de nuevas fronteras, exigidas por el cambio de las situaciones.

Este proyecto monocentrista está en pleno desarrollo. Cuenta con aliados poderosos; entre ellos, el propio cardenal Ratzinger (con su crítica a las conferencias episcopales, las cuales, dice, carecen de base teológica; sus ataques abiertos a la teología de la liberación como expresión de un pensamiento elaborado fuera del centro, en la periferia) y, resonando en toda la Iglesia, los nuevos movimientos, como Opus Dei, Communione e Liberazione, Schonstadt, Catecumenato y otros, profundamente orientados por el principio de la autoridad.

La figura carismática de Juan Pablo II refuerza esta tendencia. Pese a que en el ejercicio de su primado ha sabido mantener el equilibrio necesario para preservar la libertad dentro de la Iglesia, sus viajes por el mundo dan la impresión de que él es el verdadero pastor de cada fiel, ya que éste se siente más directamente ligado al Papa que a su obispo local.

La primera tendencia busca las mediaciones humanas para dejar penetrar el Evangelio. Cree que antes del advenimiento de la Iglesia, Dios ya había visitado a los pueblos para comunicarles su gracia los beneficios de su reino. Los valores humanos son asumidos, purificados y configurados en una perspectiva trascendente y escatológica.

El monocentrismo, en cambio, tiende a ver al mundo dominado por lo profano, el agnosticismo y el ateísmo. El cardenal Ratzinger, en la mencionada entrevista, se quejaba del énfasis excesivo que los cristianos dan a los valores de los demás, como si tales valores no tuviesen también su origeny destino divinos. En esta perspectiva, la misión de la Iglesia es organizar una cruzada en favor de la religión, anunciar su humanismo e implantar una síntesis cristiana. En lugar de las mediaciones o intervenciones humanas, cabe el testimonio valiente y la afirmación de la identidad cristiana.

¿Quién tiene la hegemonía? ¿La visión policentrista o la monocentrista? La respuesta no puede ser teórica. Predominará aquella tendencia que genere más vida, aquella que sepa hacer del cristianismo un factor de humanización y de gestión de un sentido más rico y trascendente de la historia humana. Estimo que esta exuberancia de vida no está ocurriendo en el centro del fenómeno cristiano, sino en su periferia. Allí, la vida es esperanza. Por donde vaya la esperanza irá el sentido de la historia y también la Iglesia.

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