Supuestos revisables
El ejemplo más claro del atractivo, pudiera ser que irrefrenable y sin duda venenoso, que siente el hombre por la barbarie quizá sea la histórica e inequívoca forma de contemplar la guerra como motivo de actividad intelectual. Por supuesto que es posible invocar una positivista diferencia entre justificación moral de la guerra y análisis técnico de sus planteamientos y soluciones, en el sentido de los problemas que plantea el matar a nuestros semejantes como actividad técnica y los arbitrios que la ciencia pueda aportar para alivio de tales preocupaciones, pero sabemos que esa distinción no puede ¡levarse hasta sus mismas últimas consecuencias, al menos en una situación mental no demasiado enfermiza, y que, tarde o temprano, acaba por asomar la duda acerca de la licitud o ilicitud de esconderse en la técnica pura.La actividad intelectual alrededor de la guerra solía ir asociada al campo del humanismo, por mucho que pueda repugnar esa identificación un tanto contra natura, y fueron las ideas políticas y filosóficas las que, en primer lugar, usaron del conflicto armado y su teoría para apuntalar fórmulas de gobierno y legitimidades. Hoy, la extensión de la técnica ha permitido superar tales domésticas limitaciones, y las disquisiciones académicas acerca del ataque y la defensa se publican ya en las revistas científicas. Hobbes se preguntaba acerca de qué tipo de derrota militar justificaba el sometimiento al tirano, y tres siglos más tarde podemos leer las dudas razonables acerca de si un sistema de defensa contra misiles balísticos será capaz de despejar la amenaza de la aniquilación nuclear. El atractivo de la técnica permite asignar a los problemas de la aniquilación posible -y aun probable- un nombre entre romántico y popular, acuñado por la industria del cine. La cortina de protección estratégica que el presidente Reagan quiere extender sobre Estados Unidos con la ayuda de un esperado avance tecnológico se llama -y el nombre se lo puso él mismo- guerra de las galaxias, pero esta nueva estrategia no pertenece, desgraciadamente, a la ficción científica, y algunos hombres de ciencia norteamericanos se han apresurado a analizar, desde el punto de vista académico, la situación que se derivaría de la posesión de tales medios espaciales de combate. Sus argumentos son complejos y escapan en gran medida a mi capacidad de entendimiento, pero cabe deducir que la esperanza del presidente norteamericano de zanjar toda posibilidad de guerra con la militarización del cosmos quizá pueda estar equivocada. Inútil es decir que, en este terreno, la mera sospecha de la duda justifica los mayores temores.
Tengo la impresión de que todos esos estudios académicos acerca de la guerra actual, llámese de las galaxias o, con mayor modestia, del espacio cercano a nuestra atmósfera, no hacen sino tratar en último término la cuestión clave de si un arma definitiva supondría la seguridad de una paz perpetua garantizada al menos por el terror. De hecho, todos los grandes avances en materia de destrucción más o menos definitiva han funcionado basándose en este argumento, aunque nunca haya sido posible confirmarlo. La posesión de la bomba atómica fue una exclusiva que duró muy breve tiempo, y, desde entonces acá, todos los esfuerzos técnicos encaminados a la consecución del arma definitiva han ido significando exactamente lo contrario de la idea básica y han conducido al empeoramiento de la situación de equilibrio y a la peligrosa cercanía del momento de la destrucción final. Ahora se habla de logros técnicos en materia de defensa y no de ataque, y se busca un sistema defensivo teóricamente capaz de rozar la perfección, pero esa panacea se traduce de la misma forma, y, si una de las dos grandes potencias logra tal ventaja defensiva, la situación supone que cuenta ya con suficientes armas ofensivas como para reeditar la situación teórica de una paz impuesta por la amenaza.
Imaginemos que eso es posible, al margen de que no lo fuere hoy por hoy, y que el argumento resulta el poder alcanzar por fin su meta última. Sería el momento de rescatar la teoría hobbesiana y preguntamos acerca de lo deseable de un mundo regido por esas condiciones de supervivencia. ¿Cómo podría limitarse de hecho la autoridad política de quien contase con tamaña fuente de poder?
Semejante panorama fue lo suficientemente aterrador como para que por los años cuarenta algunos científicos radicales y soñadores optasen por la traición a su patria, convencidos de que tenían un compromiso superior con toda la humanidad, y en parte gracias a ellos el poderío nuclear no fue un monopolio. Pero tampoco estamos obteniendo las rentas que ellos imaginaban que se derivarían de un equilibrio de fuerzas. Cada vez es más difícil situar los componentes de una estrategia complicada y perversa, que va urdiendo una red asfixiante y de la que difícilmente ni sabremos ni tampoco podremos salir. Los modelos académicos y las predicciones teóricas pueden ayudar, claro es, a predecir las consecuencias del creciente bagaje técnico, pero por ese sendero no vamos a lograr exorcismos perpetuos ni garantías ilimitadas. Todos estamos implicados en unas decisiones políticas que pueden adelantar a mañana mismo los signos del apocalipsis.
Copyright Camilo José Cela, 1985
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