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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Sobre la 'ley Miró'

Para el autor de este artículo, miembro de ADIRCE, asociación que reúne a la mayoría de los directores de cine españoles, el decreto de la Dirección General de Cinematografía que crea nuevas normas para la financiación del cine español es la mejor ley que haya tenido nunca el cine español, pero su sistema de aplicación, que ha originado polémica en medios cínematográficos, es perfectible.

No sería honesto pronunciarse acerca de la ley actual que rige nuestra cinematografía sin empezar por decir con rotundidad que la llamada ley Miró es, con mucho, la mejor ley de cine que haya tenido el cine español desde que existe. (Que sí, que existe, aunque algunos se empeñen en lo contrario.) De eso no cabe la menor duda, y quien diga lo contrario, miente. García Escudero, en la década de los sesenta, impulsó notablemente al cine español y sería injusto no recordarlo. Pero las condiciones políticas que se daban en aquella época no eran precisamente las idóneas, y García Escudero tuvo que abandonar por instancias superiores. De las promesas que surgieron de aquel ayer han salido las realidades de hoy. Pero así como la ley Escudero fue la más combatida por aquel entonces -lo recuerdo muy bien- y la más criticada casualmente por algunos de los que eran sus mayores beneficiarios, hoy, con la ley Miró, pasa tres cuartos de lo mismo. Nunca se había combatido con tanto ahínco una ley que es, por supuesto, perfectible, pero que aporta una serie de conquistas que, en realidad, todos estábamos esperando desde hacía mucho tiempo.Y yo puedo afirmar sin recato esto porque, además de que es rigurosamente cierto, en el terreno personal, considero -con datos objetivos en la mano- que soy uno de los menos beneficiados por la actual dirección general (en realidad, nunca lo fui por ninguna, de lo que me siento afectado, pero orgulloso). Películas mías como Vida perra no han sido seleccionadas jamás -excepto por comisiones extranjeras- para ninguna de las muestras de cine español que tan plausiblemente se están dando fuera, ni tampoco he sido premiado, ni recompensado, ni recuperado, y si mi proyecto sobre La monja alférez ha tenido un 30% de ayuda, lo ha sido en una proporción evidentemente por debajo de la media. Pero de esto ni estoy dolido ni quiero que tenga un tono de queja -no es mi estilo-, pero sí que sirva constatar de que hay que dejar a un lado las motivaciones individuales para intentar juzgar con un máximo de independencia posible los hechos concretos y objetivos que se desprenden de esta beneficiosa ley.

Una vez asentado este principio de que nos encontramos ante la mejor ley que hemos tenido, y sin querer entrar en anécdotas alucinantes en las que brillan descaradamente los motivos personalísimos tanto al atacarla excluyendo sus virtudes como al defenderla sin señalar ni uno solo de sus defectos, es necesario decir que, sin negarle el pan y la sal, tampoco es "cogérsela con papel de fumar" -como algún compañero ha dicho- el querer aportar algún grano de arena a lo que la ley tiene de vulnerable o perfectible.

Crítica constructiva

Estoy completamente de acuerdo con Pilar Miró cuando dice que los componentes de las comisiones de valoración y clasificación tienen que estar compuestos por profesionales del cine en activo y que pertenezcan a una especialidad que contemple al cine en su totalidad: directores y productores. Pero para tratar de evitar lo que ha sucedido (ADIRCE, al menos, lo había previsto) la aplicación de la ley, en este particular y delicado asunto, tendría que haber sido elaborada en colaboración directa con la dirección general, por las distintas asociaciones, asambleas y sindicatos, que si no se pusieron de acuerdo fue, en gran medida, por la premura e improvisación con que fueron convocados, con un solo mes de antelación, si mi memoria no falla. Lo democrático es que sean éstos -asociaciones, asambleas, sindicatos...- quienes nombren a sus representantes en dichas comisiones. Por si sirve de dato anecdótico, yo, como miembro integrantes de ADIRCE (donde nos integramos la mayor parte de los directores españoles), hubiera dado mi voto para que me representaran en las juntas correspondientes a los mismos miembros que ahora las componen. Pero no se trata de eso. No es lo mismo, evidentemente, la representatividad dada por los propios compañeros a la asignada desde arriba por el propio Gobierno.

En cuanto a lo que nadie estaría dispuesto a dejar de trabajar durante dos años -como Pilar Miró explica- para compaginar el cargo ministerial con el ejercicio de la profesión, también de acuerdo. Pero ¿por qué dos años? ¿Por qué no, por ejemplo, seis meses? No es normal que un profesional de cine esté dos años sin trabajar -bueno...-, pero sí lo es -normalísimo- que esté medio año. De esta manera, además, se soslayaría en mayor grado el peligro de amiguismo que puede entrañar la convivencia durante un período de tiempo tan largo. Es obvio que en un simple artículo no se pueden ofrecer todas las soluciones y que éstas no están en manos de una sola persona, sino del contraste que se puede producir entre el criterio de muchas. Pero soluciones, haberlas, haylas.

La crítica constructiva a esta ley es la mejor forma de apoyarla. A título personal, diré que es la primera -primerísima- vez que el concepto cine experimental aparece publicado, con ánimo de promocionarlo, en una orden ministerial. Algunos directores generales anteriores no sabían siquiera de qué iba eso. Pero uno -que es de los pocos que lleva más de 20 años dedicado al tema- se pregunta por qué no ha sido mínimamente consultado a la hora de concebir este proyecto de ayuda para comentar sus posibles imperfecciones. Lo que no quita para proclamar que la sensibilización que supone haber incorporado este apartado -eternamente marginado- a una ley de cine merece todo el apoyo que uno puede darle, sin que ello signifique no reconocer lo que la ley Miró tiene de perfectible.

es director de cine.

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