El Estado benefactor
La reelección de Reagan ha vuelto a disparar el chorro de las interpretaciones. Quizá sea inevitable -y a lo mejor hasta saludable, por catarsis- el hecho de que la tendencia a relacionar muy distintos aspectos del acontecer político de un país se convierta en norma al uso tras cada una de las elecciones que se suceden en el universo mundo. Y así, regularmente, nos enteramos de que el socialismo o el conservadurismo surgen, se hunden y resurgen y vuelven a hundirse, una vez y otra, al compás que marca el candidato triunfador. En ocasiones -en muy contadas e históricas ocasiones- acaece de hecho algo análogo y una nueva onda de valores colectivos se instala en el mundo occidental, aunque, por lo común, el fenómeno del cambio o de la permanencia obedece a muy diferentes causas, entre las que la ideología reducida a fórmula elemental cuenta con papeles mínimos 9 periféricos. Reagan barrió con el mensaje un tanto dulcificado y aguado del conservadurismo como idea, pero resultaría difícil el asegurar si el suceso se produjo gracias a mantener esas posturas, y no a pesar de enarbolarlas. No hay duda alguna de que lo rotundo de su victoria obliga a pensar más en el conservadurismo como motor que como lastre, pero también sería peligroso el aceptar tal supuesto sin mayores matizaciones y como norma básica e intangible. Recuérdese que en Estados Unidos las alternativas nunca son -o, mejor dicho, rara vez son- tan radicales como para comprometer un modelo de sociedad que se ha mostrado ya suficientemente fecundo ante las consultas populares, pero siempre nos quedará la duda, quizá imposible de resolver, de lo que hubiera acontecido de enfrentarse el candidato Hart, y no Mondale, al carisma y al prestigio de Reagan. Una más airosa derrota de Hart tendría que haberse interpretado mediante claves que no pueden dejar de incluir ese elemento personal, difícilmente traducible a términos ideológicos.Pero para seguir hablando demos por bueno el silogismo, que a mi modo de entender es malo, que liga la victoria de Reagan al imparable renacimiento de la ideología conservadora en el más poderoso país de Occidente. Tal ideología -a la que quizá conviniera llamar liberal, si es que hemos de referirnos al mundo de la economía- parece sustentarse en algunas claves básicas, como son las del aprecio de los valores tenidos hasta hace poco tiempo por definitivamente liquidados; el caso de la institución familiar es patente, y su traducción estadística al número de divorcios o a la cantidad de hogares no familiares, en Estados Unidos, y entre otras evidencias, no puede olvidarse ni aun tras la victoria. Quizá la más espectacular conclusión que suele extraerse sea la económica. La victoria de Reagan, al decir de no pocos comentaristas, es el fin del Estado benefactor, el welfare State, y también la opción popular hacia fórmulas privadas para el manejo de la economía.
Creo que es ése el mayor error de todos cuantos he visto glosados, en tanto que confunde el diagnóstico. Los votantes de Estados Unidos, en el supuesto de que se hubieran definido en relación al tema, cosa tampoco evidente, lo que han hecho es apuntalar una determinada fórmula de welfare State y no su definitiva liquidación. La alternativa radicalmente liberal tan sólo existe en las propuestas teóricas y en los desastrosos experimentos de los regímenes dictatoriales de Suramérica. Pudiera ser que en Estados Unidos, en Francia, y quizá incluso en España, haya reticencias acerca del uso de los dineros públicos, pero creo que tales resquemores afectan más a la manera de cómo deben manejarse los fondos públicos que al hecho radical de su práctica desaparición.
Pongamos un ejemplo. Si una compañía estatal destinada a la fabricación de acero, o al montaje de automóviles, o al transporte de viajeros en avión, subsiste gracias a la continua inyección de fondos públicos, el electorado puede -aun cuando difícilmente lo hará de forma tan directa y decisiva- retirar la confianza a quienes optan por tal solución. Pero en ningún caso significa eso que los electores estén decididamente dispuestos, pongamos por caso, a que zonas aisladas del país se encuentren sin transporte público al pasar el negocio a manos privadas. El electorado no da la espalda, por supuesto, a los beneficios del Estado benefactor, sino a sus costos. Podrá objetarse que una cosa conduce a la otra, pero ese argumento pertenece a la teoría económica, y no a la sociología electoral. Una alternativa radical, con la desaparición incluso de todo servicio de Correos no estrictamente privado, duraría poco en un sistema parlamentario como el nuestro. El electorado, pues, quizá penalice la gestión del welfare State, y puede que incluso manifieste su repulsa a los modos tenidos por ortodoxos hasta ahora, pero rara vez está dispuesto nadie a perder las comodidades y privilegios que el progreso ha sancionado como costumbre. El Estado benefactor es un elemento central de nuestra forma de vivir, que exige mucho más que esos teóricos mínimos estatales que nos proponen los autores abocados al "anarquismo de derechas", como Nozick. Que yo sepa, hasta ahora ningún político se ha atrevido a proponer su liquidación.
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