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LA LIDIA: ÚLTIMA CORRIDA DE LA FERIA DE SAN ISIDRO

Los Victorino, como todos

De los victorinos se espera siempre la emoción del toro íntegro. No fue ayer el caso; ayer, los victorinos eran como todos los toros que han salido en la feria: se caían.Quizá es que no tenían casta. El propio ganadero ha manifestado a este periódico que los toros se caen porque no tienen casta. Pues eso. Victorinos sin casta, o victorinos que se caen, es como banquete sin carne ni pescado, sin chicha ni limoná; una decepción muy grande para los comensales, principalmente si esos comensales llevan ayunando un mes, como le ocurría al público de Las Ventas.

Fachada sí tenían los victorinos. Ejemplares preciosos, de irreprochable trapío, e impresionante el que abrió plaza, un cárdeno que se aupaba por la arboladura de una cabeza cornalona y astifina, por el morrillo de queso-bola, y hasta por la penca del rabo. Le ovacionaron con fuerza en cuanto lució apareció su majeza y lo mismo hubieran ovacionado la hermosura de los demás.

Plaza de Las Ventas

13 de junio. Última corrida de la Feria de San IsidroCuatro toros de Victorino Martín, de gran trapío pero inválidos; quinto (sobrero) y sexto de El Tomillar, con presencia, amoruchados. Ruiz Miguel. Pinchazo, estocada baja y descabello (ovación y también pitos cuando saluda). Pinchazo y estocada desprendida (silencio). Dámaso González Bajonazo, al toro devuelto al corral (aplausos). Estocada (oreja y petición de otra). Dos pinchazos y descabello (silencio). José Luis Palomar. Pinchazo, media atravesada contraria y descabello (silencio). Estocada corta caída y descabellos (pitos).

Pero cuando ese torazo que abrió plaza dio dos carreras y empezó a perder las manos igualito que todos sus denostados congéneres lidiados en la feria, el público tomó conciencia de que se encontraba ante una corrida de tantas; y, como tantas, enseguida remendada, pues el segundo estaba aún más inválido y lo devolvieron al corral. Durante la larga y torpe faena de la devolución, aún sucedería lo imprevisto: que de irse al corral nada, no quería, y un cabestro, que perdió la paciencia, le pegó una paliza, sin que el victorino se atreviera a decir ni mu. A lo moruchón aceptó el correctivo; qué bochorno, ganadero. Finalmente, como íbamos para la media hora y no había forma, de que el toro repudiado abandonara el ruedo, Dámaso González lo pasaportó de un sablazo.

Remendada había empezado ya la corrida. La empresa explicó que un toro había matado a otro en los corrales. Son cuentas pendientes que traen de la dehesa, quizá viejas historias de celos; tragedias que suceden. Ahora bien, cuando una corrida suscita la máxima expectación, como ayer, el ganadero debería prever estos accidentes y por lo menos traer un toro más porque si el público ha ido a ver seis victorinos, no es correcto ofrecerle solo cinco. No lo hizo, y fue descortesía: igual que si en un banquete les ponen a los invitados un langostino por cabeza y no, hay más en la despensa por si se cae alguno al suelo, lo cual también es tragedia que suele acontecer.

Corrieron turno y el victorino que sustituyó al repudiado estaba asimismo, aquejado de invalidez. En cambio, poseía una clase excepcional. Era de esos toros que se arrancan de largo, muy fijos y alegres, con un temple extraordinario. Cualquier torero con sensibilidad artística lo hubiera aprovechado para recrear el toreo, pero le correspondió a Dámaso González que milita en una tauromaquia exclusiva, y la aplicó al dictado, sin desvirtuarla ni un palmito de nada

Tuvo mérito, naturalmente, porque no es ejercicio baladí pasarse cerca los pitones, mandar en los pases, hacerlos circulares, ora por delante ora por detrás; tirarse de rodillas y seguir ligándolos; ponerse de pie sin que le dé el lumbago y continuar de igual guisa que cuando de hinojos, y así cuanto quiso, hasta emborracharse de toro y triunfo. Pero la afición pura y motivada por los cánones que vienen desde el Cúchares acá, los cuales configuran la tauromaquia clásica apetecía lo que, con propiedad, llama toreo güeno.

Tampoco Ruiz Miguel había sido obsequioso en calidad. A su primer toro, que punteaba por el pitón izquierdo pero por el derecho acabó tontorrón, lo muleteó decidido, mas sin gusto; otro toro que, en la práctica, se fue al desolladero sin torear. El tercero se acordaba de su condición victorina, y aunque mantenía la invalidez de los anteriores, reaccionaba con inciertas embestidas a las valerosas porfías de Palomar, quien intentó, con pundonor, sacarle partido.

El cuarto sería victorino pero por tipo no lo parecía y, sobre la flojera congénita -¿o sería falta de casta?- mostró poca clase, escasa codicia, media arrancada, que Ruiz Miguel sorteó en el transcurso de otra faena tesonera, sin especiales relieves.

Los dos restantes, ya de El Tomillar, estaban amoruchados. La maledicencia del tendido les decía borricos, pero ya sería menos. El sexto tenía una corpulencia apabullante, lo cual no le sirvió para otra cosa que para meter miedo a los toreros de a pie, pues el de aupa y su caballo percherón, ni se inmutaban cada vez que la mole rebotaba en ellos. Dámaso González intentó imponer al quinto la faena de su marca, sin conseguirlo; era cinqueño y demasiado morucho. Palomar exhibió en el sexto un surtido de espantadas. Dio lidia infame, en la que se incluía mechar al toro por los lomos atrás acorralándole contra las tablas, y estuvo breve con muleta y espada.

También banderilleó Palomar, al tercero, y lo hizo mediante vulgarcillos cuarteos. Le superó El Formidable en el cuarto, con dos pares "asomándose al balcón". Y acaeció que lo de El Formidable, bien comido subalterno, habría de ser, y fue, lo mejor de la tarde.

La gran expectación, la belleza del toro bravo en toda su pujanza, que llevaba un mes soñando la afición, se quedaron en pesadillas. Resulta que los victorinos se aborregan, como todos, y se caen, como todos. La próxima expectación será cuando anuncien al cabestro pegón. Ese sí tiene casta y no se cae.

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