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Reportaje:

Los prosaicos motivos de los golpistas africanos

Los militares del continente saben que el aparato del Estado es el mejor negocio del pais y que sus beneficios pueden obtenerse con las armas que poseen

El reciente golpe de Estado en Guinea-Conakry y la intentona del viernes en Camerún elevan a 54 los golpes que se han producido en el África subsahariana en los últimos 25 años. Son ya 26 los países de la zona que han sufrido al menos una intervención militar, y en casi todos los restantes ha habido motines, intentos de golpe o pronunciamientos. No es extraño, por tanto, que el tema haya ocupado a menudo a politólogos de todo el mundo.

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Un continente a golpes

Si en 1960 algunos estudiosos habían manifestado la esperanza de que la plaga del golpismo no se extendiera al continente negro, ya en 1967 la mitad de los Estados de la región habían sufrido al menos un derrocamiento del régimen civil por los militares. A partir de entonces se empieza a estudiar el fenómeno en las universidades africanas y occidentales. Politólogos de gran prestigio, como S. P. Huntington, S. E. Finer, A. R. Zo1berg, R. Charlton o el mismo Perlmutter, dedican a África buena parte de su tiempo.Los estudiosos se adscribieron a dos corrientes o enfoques distintos, si bien nunca claramente delimitados. Los llamados ambientalistas buscaban las causas del fenómeno en los defectos de la estructura política e institucional de la sociedad. Huntington, uno de sus más brillantes exponentes, habla de sociedades pretorianas, en las que algunos sectores -Ejército, Universidad, burocracias, sindicatos, clero, etcétera- juegan un papel político muy superior a su relevancia social. La culpa del golpismo la tendría, en definitiva, la propia sociedad.

Los organicistas, como M. Janowitz o M. L. Martín, buscan, por el contrario, la explicación en las características intrínsecas del estamento militar, aun admitiendo que la intervención se produce por la debilidad de las instituciones civiles. Los estudios organicistas se vieron impulsados por la aparición de un fenómeno de imitación del nasserismo, que llevó al poder en África a una serie de militares jóvenes, aparentemente dispuestos a implantar un modelo político propio, neutralista y revolucionario.

R. M. Price señalaba en 1971, resumiendo los argumentos de esta corriente, que "los militares en los países en desarrollo son vistos como una organización ideológica y estructuralmente cohesiva capaz de altos niveles de disciplina interna y servicio y como deposita ría de capacidades gerenciales y tecnológicas, cuyos miembros comparten un sistema de creencias profesional que combina los elementos de racionalidad secular, ascetismo puritano, nacionalismo patriótico, dedicación al servicio público y orientación hacia el objetivo de la modernización".

Desgraciadamente, la experiencia ha demostrado en estos últimos 15 años que la inmensa mayoría de los ejércitos africanos no reunían estas características. En un buen número de casos las razones de la intervención no pueden buscarse en la vocación de servicio, sino que parecen mucho más prosaicas. Se trata, en definitiva, de alcanzar el control de esa entidad económica que es el Estado para repartirse entre ellos, o para participar mejor en el reparto, los beneficios monetarios que se derivan de ese control.

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Los Estados africanos actúan frecuentemente como meros agentes comerciales de intereses extranjeros. Controlan la exportación de las materias primas del país hacia un comprador, a menudo único, y la importación de todo tipo de bienes. Esa función es, en muchos países, la única fuente de riqueza. Es este papel de intermediario respecto del capital extranjero, señalaba la desaparecida Ruth First, el que provoca la ferocidad de los conflictos políticos en estos Estados. El Estado es el mejor negocio del país, y puede ser

Los prosaicos motivos de los golpistas africanos

expropiado por un puñado de hombres armados.Las metrópolis coloniales cedieron estos países en el momento de la independencia a la gran burguesía comercial, que estuvo ligada a ellas durante muchos años. Poco después, en muchos Estados, la pequeña burguesía -término tan inapropiado para África como el anterior, pero al que no se ha encontrado una alternativa válida, y que engloba a militares, funcionarios públicos, políticos y, en general, a todo aquel que percibe un salario- se hizo con el poder y con el Estado. Desde entonces, los distintos sectores de esa clase pugnan continuamente entre sí.

La pugna se da, por supuesto, entre miembros de esa misma clase urbana que algún autor ha caracterizado como protagonista de las dictaduras burocráticas, sean éstas civiles o militares. La lucha también se puede dar entre miembros del mismo sector, por ejemplo, entre militares, explicándose así la sucesión de golpes militares en un mismo país y sin diferencia ideológica alguna. Más características resultan, sin embargo, las intervenciones corporativas, en las que el Ejército, en su conjunto, derroca a un régimen civil acusándolo de corrupto, de estar dominado por una etnia, de sanguinario, de haber llevado al país a la bancarrota, etcétera.

Trato de favor

Los golpes de Nigeria del pasado 1 de enero y el del martes en Guinea-Conakry responden bien a este patrón. Como otros, se han producido en momentos de grave crisis económica, cuando las autoridades civiles preparaban drásticas medidas de austeridad. Y en estos dos casos también los militares parecen pretender, simple y llanamente, ser ellos los gestores de la austeridad, asegurándose un trato de favor.

Incluso en momentos de grave deterioro de la situación económica -o precisamente en esos casos-, la primera medida del régimen militar que derroca a otro civil suele ser la subida de salarios a los profesionales de la milicia. Ocurrió en Ghana en 1966, en Congo-Brazzaville en 1968 (subidas de entre un 20% y un 40%), en Liberia en 1980 (un 25%) y en muchos otros casos. En Ghana, por ejemplo, los militares que derrocaron a Nkrumah acusaron a éste de transformar las reservas de divisas, de 600 millones de dólares en 1957, en un déficit de 80 millones en 1966, y se apresuraron a reducir el gasto público: los servicios sociales se vieron mermados en un 78%, en tanto que los gastos de defensa crecían en un 22% anual sostenido.

Como conclusión, dejemos que sea un militar, el mariscal Mobutu, el que resuma los resultados de casi 20 años de gestión en su país, Zaire: "Nuestro sistema está amenazado por la asfixia... Todo está a la venta, todo se compra en nuestro país. Y en este tráfico, el ser titular de una pequeña parte de poder público constituye un auténtico instrumento de cambio ... Nuestra sociedad se arriesga a perder su carácter político para convertirse en un vasto mercado".

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