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La violencia en el País Vasco

Durante la larga noche franquista que siguió a la guerra civil -especialmente en las décadas de los sesenta y setenta- y hasta hoy mismo, la denegación al Estado español del monopolio de la violencia legítima en el territorio vasco, cuya más extrema manifestación es el rechazo a las Fuerzas de Orden Público, ha llegado a convertirse en auténtica marca étnica del pueblo vasco, en criterio delimitador de las fronteras de la comunidad nacionalista hoy hegemónica en la sociedad vasca, configurándose como el mecanismo etnogénico socialmente actuante que subyace a un notable desconcierto sobre el contenido de la identidad étnica vasca y a una intensa polémica sobre los criterios definitorios de lo vasco, desconcierto y polémica paradójicamente coincidentes con el reforzamiento de la comunidad nacionalista y con la ampliación de sus límites, por la vía del abertzalismo radical batasunero, hacia sectores de la población inmigrada socialmente inadaptados o crispados por la crisis económica y el paro.Esta notable ausencia de legitimación del Estado español en el País Vasco (entendiendo por legitimación, al modo habermasiano, "la capacidad de obtener reconocimiento", de suscitar obediencia sin recurrir a la coacción directa y al uso de la violencia) ha sido durante la posguerra comparativamente superior a la registrada en el resto de España, quizá por el hecho de que, al contarse la burguesía y la Iglesia vascas -mayoritariamente nacionalistas- entre los perdedores de la guerra civil, no llegó a cuajar en Euskadi eso que ha dado en llamarse franquismo sociológico. Al permanecer la sociedad civil vasca relativamente inmune al franquismo y mayoritariamente nacionalista se favoreció una percepción del Estado como simple y desnudo aparato de poder, monopolizador arbitrario de una violencia ilegítima, compuesto por gente de fuera y cargado de connotaciones de institución extranjera.

Pero importa destacar, a efectos de amenguar la tan difundida como ingenua creencia en el valor mágico de la sola legitimidad democrática para resolver automáticamente esta situación, que esos efectos de la guerra civil y del franquismo, poderosamente incrustados en el cuerpo social vasco, son sólo la última y más intensa manifestación de un largo proceso histórico en la misma dirección. La crónica dificultad de legitimación del Estado español en la totalidad del territorio bajo su dominio no remite a razones de orden coyuntural sino a motivos de carácter estructural y de largo origen. La debilidad social e indecisión política de la burguesía espoañola, su incapacidad para construir un Estado moderno que contase con el suficiente consenso popular, ha provocado durante los dos últimos siglos el desmesurado papel del Ejército en la edificación de un Estado autoritario, oligárquico y centralista, dentro del cual -y en correspondencia -con su función ortopédica de unificación patriótica- las Fuerzas Arma das han caído con frecuencia en la tentación. de reivindicar una especie de legitimidad propia y autónoma. Al deslizar así la violencia, que monopolizan desde su función propia conservadora de derecho hasta su inicial papel guerrero instaurador de derecho, dificultan grandemente la legitimación del Estado en términos de reconocimiento popular, desnudándole de sus oropeles jurídicos e ideológicos y exhibiendo peligrosamente como su único rostro su última ratio: la violencia. Si en el País Vasco anterior al franquismo las guerras carlistas y el arraigo del nacionalismo vasco no favorecieron precisamente la aceptación del Estado español, la situación tampoco es idónea con la democracia.

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La pervivencia de la proclividad militar a tutelar el poder civil, cuando no a sustituirlo (o, para no hacer juicios de intención, la generalizada creencia popular de que esa tentación aún no ha desaparecido por completo), junto a la atípica e incoherente perduración de la asignación de funciones de orden público a un cuerpo que, como la Guardia Civil, proporciona, en inequívocas palabras del general O'Donnell, "una ocupación militar de todo el territorio nacional", son algunos de los factores que, aun con una Constitución democrática, un Estatuto de autonomía y un. Gobierno socialista, siguen dificultando la legitimación del Estado español en territorio vasco, sobre todo porque ETA ha explotado sistemáticamente esas dificultades, agravándolas.

La violencia 'etarra'

Sin tener en cuenta esto no puede entenderse ni el nacimiento de ETA y su recurso a la violencia durante el franquismo ni la perduración del terrorismo una vez instaurada la democracia. Pero no porque, como suele erróneamente aceptarse, la violencia etarra fuera un efecto de la represión franquista, o porque, como algunos teóricos de la lucha armada quisieran, el terrorismo sea una respuesta a la violencia institucional. En contra de prejuicios tan difundidos -especialmente el primero-, es preciso decir que no hubo en la inicial decisión etarra de coger las armas nada de automático, de espontáneo, de reflejo, de inmediato, de necesario, que pueda asimilar su gesto a la legítima defensa o hacer análoga su reacción a la de pueblos confrontados vital e inexcusablemente, y no por mediación ideológica, a la alternativa de coger las armas o morir. Más que causa, la represión franquista fue condición de posibilidad de la violencia etarra, tanto de su surgimiento como de la multiplicación de su eco y de la comprensión y disculpa -más que apoyo- que encontró en el pueblo vasco.

Curiosamente, tampoco puede decirse que ETA escogiera la violencia por razones de eficacia política: el problema de la violencia siempre se ha discutido en ETA más en términos de legitimidad que de eficacia, y la única eficacia que se ha solido invocar acepta mejor el calificativo de mágica -tanto hemeopática o imitativa como simpática o por contacto- que de racional (como encadenamiento verificable de medios y fines). La elevación a dogma incuestionable de la necesidad de la lucha armada muestra el carácter de fin y no de medio que en ETA ha tenido siempre la violencia.

Ni movimiento reflejo efecto de la represión, ni medio al servicio de fines políticos: la violencia etarra aparece como violencia ritual autoafirmativa de la comunidad nacionalista en un momento de descomposición de la misma, en un período de desarticulación social y simbólica de la comunidad vasca (provocada por la pérdida de la guerra, la represión franquista, una acelerada reindustrialización y una fuerte inmigración) que la sume en su más grave crisis de identidad. La violencia etarra no es la reacción de una etnia sofocada, de una identidad contenida, sino el grito expresivo del anhelo por alcanzarla, la búsqueda de un espejo de sangre que magnifique la imagen de una comunidad insegura de su propia existencia y que percibe oscuramente su ocaso. La violencia etarra, su génesis y su función posterior ejemplifican a la perfección los rasgos principales que para Rafael Sánchez Ferlosio definen al terrorismo: la condición verbal de sus acciones (que sólo se cumplen como noticia y revisten carácter de insulto, convirtiendo, su efecto físico, su realidad material, en monstruo significante sangriento de un agravio simbólico), la prioridad, sobre el efecto objetivo, de la reversión subjetiva de la acción, convertida así en moneda capitalizable por la sigla; el efecto sacramental del carisma de la sangre, generador del quid pro quo que constituye la adhesión a la causa por la adhesión a las luchas y a los luchadores por la causa, etcétera (ver R. S. F., Notas sobre el terrorismo, Ediciones Akal).

En el ámbito del abertzalismo radical, ETA ha conseguido manipular a sus víctimas, a sus mártires y a sus presos para levantar una nueva frontera étnica cimentada con sangre; pero en el ámbito más amplio de la comunidad vasca la violencia etarra ha tenido también otro efecto generador de etnicidad que suele pasar más inadvertido: al provocar deliberadamente la represión estatal y sus fáciles excesos, la violencia etarra sacó a la luz e intensificó aún más la quiebra de la legitimación del Estado español, provocando un rechazo de las FOP, que, al prolongarse tras la conquista de la democracia, se ha convertido en el principal factor inhibitorio del creciente rechazo a ETA y en el principal capital ideológico con que cuenta ésta para conseguir algo en lo que le va la vida y en lo que consiguientemente ha puesto todo su empeño: evitar que el Estado democrático alcance una legitimación popular de la que, hoy por hoy, carece en Euskadi, con la parcial excepción del Gobierno vasco y el Estatuto de Guernica.

Sólo si se entiende que el principal aspecto de la lucha antiterrorista en Euskadi debe ser la lucha por la legitimación del Estado democrático y autónomo se podrá entender asimismo lo siguiente:

1. No son precisamente los medios policiales los más idóneos para lograr ese objetivo (no sólo por el fácil deslizamiento hacia los excesos que caracterizan a una policía crispada, acosada y mayoritariamente rechazada, sino también, y sobre todo, porque la violencia policial -mezcla híbrida y ambigua, según W. Benjamín, de violencia fundadora y conservadora de derecho, cuyo ejercicio trasciende los fines de éste y la asimila frecuentemente a la violencia natural- mina por ello inevitablemente ante el ciudadano la legitimación del Estado, que, en su impotencia para generar consenso y aceptación, recurre a ella).

2. Tampoco es idóneo para ese fin encomendar tareas de orden público a un cuerpo militar heredado de un modelo de Estado radicalmente distinto al que se dice querer constituir.

3. Deben privilegiarse por encima de la represión todas las posibles medidas políticas, jurídicas y sociales capaces de hacerle ganar al Estado un solo gramo de legitimación.

4. Aun aceptando la final necesidad de medidas policiales, la única policía que puede luchar contra ETA con mínima garantía de éxito político, la única que puede suprimir las condiciones de reproducción de la violencia etarra y de su apoyo social es aquella que goce de un mínimo de reconocimiento popular; o lo que es lo mismo, que dependa y tenga el apoyo de la única institución estatal relativamente legitimada hoy en Euskadi: el Gobierno vasco. Insistir en el dilema maniqueo que incita a optar por ETA o por las actuales FOP equivale a permanecer ad nauseam en el actual callejón sin salida del laberinto vasco: podrán darse éxitos parciales, pero jamás por esa vía de obcecación se logrará la paz.

Juan Aranzadi es antropólogo y autor del libro El milenarismo vasco.

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