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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un caso de moral

EN AQUELLA comedia de Priestley llamaba un inspector a la puerta de la casa elegante de la gente bien; iba a investigar un pequeño suceso y, poco a poco, se iban levantando encubrimientos de secretos íntimos hasta dejar al desnudo una sociedad obscena: obscena según sus propios cánones y los que imponían a los demás. Este doble crimen de aquí no es una comedia, sino una tragedia bronca y -al margen ahora de problemas de justicia- salta al aire un nido de víboras, un revoltijo de camas deshechas, un enredo de adulterios, homosexualidad, bisexualidad, una ligazón de personajes donde lo principal y lo secundario se unifican. Apenas ofertado el relato en publicaciones de letra tan abaratada que, a veces, está envilecida, se escucha el eco lejano de otra violencia: la modelo -un eufemismo o un oficio de paso- Vicky Morgan, muerta en USA, con un vídeo en su poder (ahora desaparecido) en el que, según un abogado que se retira del caso, "supondría un peligro para la seguridad nacional revelar los nombres de los participantes (en las orgías grabadas)". La Prensa ya tiene un nombre para el escándalo: Sexgate.

Nuestra obscena tragedia tendría, en otros tiempos, severos moralistas que extraerían la conclusión pública: la rotura de las normas conduce al crimen. Un esquema clásico. La buena sociedad, las personas decentes, ya no pagan moralistas: puede serles más rentable pagar ladrones de pruebas y corrupción de testigos. Ya ni siquiera tienen en sus casas un buen abate para darles el estímulo de la confesión con el que seguir adelante. El oficio de moralista es más público que privado, más sincero que abonado, y tiende ahora a considerar que el crimen -el de Madrid o el de Washington, o cualquiera de los ballets roses de Francia o los casos Profumo del Reino Unido como escándalos incruentos- proceden más de la represión que de la liberación. Los grandes de este mundo se inventaron la represión para los otros, como un cierto vocabulario conveniente. Pagaron los moralistas para los otros: tenían su Calderón o su Lope y otros sucesivos reverendos padres de acreditadas órdenes mientras resolvían sus propias vidas como podían. La prolongación de ese sistema les llevaba, hasta hace poco, a pagar sus divorcios en la Rota, negándoselos a los demás; les lleva al aborto de Londres, dejando Tánger o la simple aguja de hacer calceta para los condenados. Ahora el sistema apenas vale. Los moralistas se limitan a conspirar. O a perder millones y millones en sus prédicas impresas orales. Lo que les pagan ya no basta.

Los que convirtieron el amor en un asunto tenebroso están ahora dentro de sus propias tinieblas. No se les va a hacer demasiado caso cuando prediquen la represión, ni se va a creer más que lo que llaman excesos conduce al crimen. Lo que conduce al crimen es la vieja podredumbre residual de las prohibiciones, las famas y las honras, y el llamar descomposición -preferentemente originada en Moscú para destruir Occidente, en su fábula- a unas determinadas reclamaciones de libertad individual. Los blasones no liberan; ni el dinero, ni el poder político o de cualquier otra índole. La constricción desde la infancia, la perturbación de aquello que grita desde dentro, la invención del código del honor, el hierro candente en el lugar donde pecó, el convento para la doncella desviada o el acero para el llamado seductor forman una historia negra en España -espepialmente en España- de la que de cuando en cuando aparecen estas briznas sangrientas y apenas tapujadas.

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Conviene que se aireen. Conviene saberlo y dejar a un lado a los viejos moralistas. Para que no haya otros engaños. Y para que cada uno sepa que la dominación produce monstruos.

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