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Tribuna
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La corrección de una historia

Con esto de la autonomía canaria, del Parlamento canario y de un Gobierno canario, quisiéramos establecer algunas consideraciones sobre el hombre insular, su condición humana, la naturaleza, sobre qué es un canario, esa criatura nacida en este archipiélago. Tenemos que admitir que este hombre es un español, pero menos, o más, que vive en unas circunstancias políticas, sociales y económicas determinadas, en algunos lugares de carácter feudal y, en otros, arrollado por la sociedad de masas contemporánea, sin poseer la industria adecuada que lo soporte, que es héroe de una pequeña gran historia nacional o parroquial, que se ha desenvuelto dentro de la órbita de la cultura europea, que muchos pertenecen a razas occidentales muy definidas y algunos no, que no se debe olvidar al aborigen guanche, que aún no se sabe de verdad quién fue, que los hay rubios como ingleses o morenos aceitunados como moros, que en sus almas se encuentran vestigios sobresalientes de Don Quijote, Don Juan o los inquisidores tradicionales de Guzmán de Alfarache o de Ángel Guerra, pero también profundos estratos de la alegría campanuda de un Arcipreste, un Sancho Panza o un Apolonio, que entre nosotros nos resulta fácil hallar cualquier Hamlet, Falstaff o Lear, que pueden diferenciarse por su posición social de burgueses o proletarios, pero hemos de añadir que, entre todas estas maneras de ser y estar, hay en último extremo algo que los funde a todos en un pueblo sometido a una realidad física y espiritual: la que les confiere su condición de habitantes de unas islas.Nos hemos pasado la vida preguntando si esta condición es fundamental o sólo transitoria, que si insertado en un régimen económico distinto, este canario dejaría de serlo y pronto se nos aparecería en un plano de igualdad con el personaje de otras latitudes que se desenvuelve en un mismo orden político, y, por último, que si la sociedad acelerada de masas que padecemos hoy lo transformará de tal manera que no haya posibilidad de reconocerlo como heredero de un pasado, lo que quiere decir que este mismo hombre ya poco tiene que ver con el protagonista de la historia de Viera y Clavijo, con el que descubrió Miguel de Unamuno y Alonso Quesada y con el que convivió el poeta André Breton.

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Todas las interpretaciones que se nos han dado a lo largo de las formas de la cultura europea, la del siglo XVIII y Humboldt, la del ochocientos y su romanticismo folklórico y las de nuestro tiempo más cercano con los surrealismos, dialécticas y existencialismos vigentes,han conservado sierñpre, en el concierto de sus metafisicas, al insular intacto.

Sucede que, observando todo este mundo de valores desde este sitio en que nos encontramos actualmente, lo reconocemos como maneras de pensamiento más o menos amañadas por todos esos filósofos, líricos o historiadores que nos han estudiado considerándonos como graciosos ejemplares para el servicio de sus laboratorios. Nada de esto intenta afirmar que nosotros no cambiemos, que no nos sintamos en permanente evolución, como cualquier pueblo, por pequeño que sea, que los canarios de 1983 no se estimen distintos de los de la época de la malvasía, la cochinilla o la trata de negros, de los de Nelson o Pérez Galdós. Tenemos la esperanza de que nuevos condicionamientos económicos y políticos, que son irreprimibles aunque se crea lo contrario, nos transformarán más y más y llegará el tiempo en que las metafísicas, las de ayer y las de hoy, no nos sirvan para nada. Nos llena de alegría que estas inéditas situaciones de la historia hagan de nosotros unos seres más civilizados, que se nos capacite para alcanzar una plenitud personal y social, que nuestra existencia vaya perdiendo ese imperativo geológico radicado entre el recuerdo de un paraíso perdido y un purgatorio opresor de abandono.

Hegel, en su Filosofía de la historia, al estudiar la civilización del archipiélago del mar Egeo, no nos hace presente ese sentimiento de exilio y la conciencia de estar condenados que da una caracterización autónoma al hombre de las islas, pero sí destaca, en primer lugar, la voluntad de cambio de que éste se encuentra poseído. No es fácil valorarlo como un ser tolerante o arisco, cordial y receloso, concentrado y expansivo, narcisista y parroquial, siempre con su carga a cuestas, de un humor agresivo que rezuma la más entrañable melancolía.

Ahora nos ha llegado una autonomía en una hora muy peligrosa por tantos motivos conocidos, desde los económicos a los sociales y políticos. Una autonomía con su Parlamento, un Gobierno, la democracia en marcha. Pero estos canarios sólo tuvieron muy bien desplegado el sentido cerrado y también abierto de su isla, cada cual en la suya, agarrados a su reducida tierra tan abandonada, con un mar que no nos une sino que nos separa. Sólo nos conocemos iguales y no superiores cuando estamos fuera, en Europa, Cuba o Venezuela, Australia o Colombia. No queremos aceptar la duda como método de investigación. Pero esa unidad indispensable para sobrevivir, mucho más dificil de obtener que en Cataluña, Andalucía o Galicia, hay que inveritarla de nuevo. Adquirir esa conciencia nos parece un quehacer casi dramático, disputado, nunca dialéctico, pero que en estos momentos necesitamos porque la situación contemporánea lo exige: pobreza, paro, sed, analfabetismo, competencia fraticida. Esta gente del archipiélago adquiere su máximo valor humano de coexistencia cuando se separa de su geografía, de sus mitos, de su realidad oceánica, del campanario o de su casa. Hay que empezar otra historia. Aunque nos duela.

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