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El futuro del liberalismo español

Después del 28 de octubre, en nuestra escena política sólo aparecen con significación y con sentido tres fuerzas: la conservadora AP-PDP, la socialista PSOE y, asimismo, la fuerza nacionalista CiU y PNV, cuya misión histórica aún no ha concluido, pero que ya empieza a notar los efectos de la normalización política y autonómica. Con ello, el proceso de homogeneización con la situación europea está prácticamente concluido y, en cualquier caso, es un proceso irreversible. El único factor de diferenciación reside justamente en la ausencia de una fuerza liberal, que ha sido y es una clave política europea de gran trascendencia. Lo liberal forma parte de nuestro continente con la misma intensidad que lo social y lo conservador, aun cuando su representatividad institucional sea de menor importancia numérica. Interpretar a Europa sin la ideología liberal y los partidos políticos liberales sería simplemente imposible.En nuestra reciente y breve historia democrática, el liberalismo español ha cumplido un papel de escaso relieve. El fracaso electoral del partido que fundara Enrique Larroque, y la injusta mediatización de los distintos grupos liberales que se incorporaron a UCD, han creado una imagen un tanto negativa, o al menos poco brillante, que habrá que corregir en plazo breve si se quiere aprovechar la oportunidad histórica, realmente perfecta, de implantarse con seriedad y con futuro en el mapa político. Se mire por donde se mire, el liberalismo no es un lujo, sino una auténtica necesidad en la España de hoy. Y así lo demuestran los hechos.

En efecto; en estos momentos las tres fuerzas antes mencionadas, la conservadora, la socialista y la nacionalista, son sensibles en mayor o menor grado a la conveniencia, e incluso a la necesidad de colaborar, añadir o incorporar a su espectro la fuerza liberal. La situación de monopolio político del PSOE reduce, como es lógico, este tipo de sentimiento, pero ya existe un sector del socialismo -consciente de los millones de votos prestados y no cautivos con los que contó en las últimas elecciones- al que le gustaría que se empezaran a preparar desde ahora las bases de una relación liberal-socialdemócrata. El monopolio político tiene ciertamente muchas ventajas, pero sería irresponsable olvidar el grave inconveniente que supone un exceso de poder, que, inevitablemente, acrecienta la responsabilidad neta y, por tanto, el ritmo de desgaste en una situación económica y social llena de riesgos y parca de esperanzas. El PSOE, en 1986, puede y debe perder votos a su izquierda y su derecha, y estos últimos votos, lógicamente, no pasarán nunca a una fuerza conservadora, y sí pueden pasar a una fuerza liberal progresista.

En la operación nuevo centro, que tiene su origen en el seno de un partido nacionalista, el liberalismo -y así lo han reconocido públicamente alguno de sus líderes- debe ocupar un papel básico. La razón de ello reside en el proceso de clarificación de nuestra vida política que obliga a que cualquier operación nueva tenga un sustrato ideológico nítido. Intentar otra vez experiencias al estilo de UCD sería un admirable ejemplo de necedad política. Felipe González no está en la Moncloa, ni Manuel Fraga es el líder de la oposición, por su mayor o menor capacidad o atractivo, sino en tanto en cuanto representan y defienden dos ideologías clásicas, dos actitudes básicas ante los problemas del Estado. Cualquier nueva operación en nuestro país necesitará un esquema ideológico, y a la vista de lo que sucede en Europa, ese esquema sólo puede darlo el componente liberal que, además, tiene la ventaja de entender bien el componente nacionalista por su profundo respeto a los procesos autonómicos y, en definitiva, a una concepción federal del Estado. Los nacionalistas no deben olvidar, en cualquier caso, que su presencia en esta operación no es, en términos objetivos, ni suficiente ni estrictamente necesaria, y que la propia operación se hace más compleja, aunque no sea imposible, con esa presencia.

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Por su parte, y por fin, los conservadores se han dado cuenta de que sin el liberalismo su capacidad para ampliar su techo electoral es muy escasa, aun cuando la gestión socialista fuera muy pobre o muy desafortunada. La oferta conservadora tiene límites importantes en un país como España, que ha vivido esos planteamientos durante un larguisimo período de tiempo, y que se empieza a dar cuenta de que existen otras soluciones más razonables. Su única salida es entrar en un proceso de moderación y de modernización que es, desde luego, posible, pero que puede producir tensiones internas serias a medio plazo. AP no es otra cosa que una UCD sin liberales y socialdemócratas, y puede tener -de hecho ya los tiene- problemas similares a los de UCD. Esos problemas se incrementarán cuando la derecha española se dé cuenta de que su euforia actual carece de base y asuma una derrota sin paliativos que le será difícil superar con la estructura y métodos actuales. El problema no es sólo el techo de Fraga, sino el techo de un conservadurismo anticuado e inmovilista que, cara a 1986, tiene muchas más posibilidades de reducir que de ampliar su electorado. Es ese techo real y cierto el que mueve a AP a autocalificarse de fuerza liberal conservadora y a fabricar de la nada grupos liberales llenos de sentimientos decimonónicos que se proyectan en una admiración profunda, casi religiosa, hacia mistres Thatcher y mister Reagan, y todo esto con la vana pretensión de confundir a un pueblo que ya ha demostrado su resistencia a lo artificial y a lo equívoco.

Es ese el liberalismo que en Europa se define como liberalismo económico, y que alude a aquellos liberales que sólo defienden las libertades de tipo económico que les convienen, que incluso esas libertades no las defienden en su totalidad, sino como vía para mantener sus privilegios y a quienes no interesa leer a Hayek cuando explica "por qué no soy conservador". Si los conservadores españoles pretenden con ese género de liberalismo rescatar los votos que una parte importante del electorado prestó al PSOE ante el derrumbamiento del centro, es que han renunciado de antemano a toda posibilidad de alternativa. En estos momentos de monopolio político del PSOE, el liberalismo auténtico podría pactar con AP una coalición digna y justificable, porque detrás de todo monopolio existe siempre el riesgo de un abuso de poder. Pero para ello los conservadores tendrán que aceptar que los liberales podrían estar con Fraga, pero nunca dentro de Fraga. El senador Malagody, presidente de la Internacional Liberal, resumió este tema en el Primer Congreso del PDL, diciendo que las coaliciones dependen de las circunstancias de tiempo y lugar, pero que "hay tres condiciones de naturaleza general y permanente: que la alianza no borre la identidad liberal; que no se haga una política antiliberal o demasiado lejana a las exigencias liberales, y que la alianza favorezca un desarrollo liberal en el país y en el partido". Y añadió: "La bipolarización seca entre izquierda y derecha no conviene a la complejidad de nuestras sociedades. Eso es evidente incluso en Inglaterra, donde a pesar de una ley electoral muy mala se ha formado una alianza entre liberales y socialdemócratas para oponerse a un laborismo que se mueve hacia un izquierdismo peligroso y al conservadurismo violento de la señora Thatcher".

Lo importante del liberalismo, en resumen, no es su ubicación geográfica. La cuestión no se reduce a estar o no estar en el centro. El liberalismo es un espacio ideológico perfectamente diferenciado del socialismo y del conservadurismo, y es así y sólo así como puede cumplir en cualquier mapa político un papel importante de equilibrio, de distensión, de arbitraje y de síntesis. Aunque su fuerza numérica sea escasa, su misión es lo suficientemente decisiva para no quemarla en planteamientos a corto plazo. El PDL, sea poco o mucho, se compromete a mantener esta actitud, mejorando sus estructuras, afrontando sin reservas su debate ideológico interno y pidiendo a todos los liberales, incluyendo a los liberales económicos, que colaboren a una tarea mucho más llena de atractivos que de dificultades, aunque ello implique renunciar al inmediatismo y al oportunismo. Ni los conservadores ni los socialistas conocen métodos de búsqueda correctos para encontrar soluciones concretas a una crisis de carácter filosófico. Tienen un temor profundo al cambio y a la alteración de la jerarquía de valores, porque ello crea una tremenda inseguridad a las ideologías con componentes dogmáticos. Ambas fuerzas, con unos u otros métodos, con unos u otros objetivos, siguen aspirando a un Estado fuerte que dirige a una sociedad dócil, es decir, justamente lo contrario de lo que defiende el liberalismo.

De la alternancia entre unos y otros nada bueno ha salido en Europa en los últimos años. Han tenido la responsabilidad, y en su consecuencia, la culpa. La hora liberal se está acercando inexorablemente.

Antonio Garrigues Walker es presidente del Partido Demócrata Liberal (PDL).

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