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Yo, Claudio

Boada Vilallonga, experto en el saneamiento de empresas bajo el régimen anterior, concentra la máxima influencia económica con el PSOE

Xavier Vidal-Folch

A la muerte del emperador Calígula, no quedaba en la familia Julia ningún sucesor. Los pretorianos escogieron a Claudio, miembro de la familia Claudia, quien siempre se había mantenido al margen de los avatares de la política. Murió envenenado, dícese que por su segunda esposa, Agripina, y su aventura, desarrollada en un atormentado pero lúcido segundo plano, sirvió con el tiempo para argumento de una gran novela. La historia de Claudio (Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico) se prolonga en una vida paralela: la de Claudio (Boada Vilallonga). Tras el mutis de todos los sucesores de la gran familia cuarentañista, los nuevos ungidos por las urnas le llevaron al cogollo mismo del poder.

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Claudio Boada Vilallonga, un hábil administrador del régimen de Franco, es uno de los hombres que concentra mayor capacidad de decisión de la nueva España socialista. Varios de los principales altos cargos económicos, (empezando por él mismo, como presidente del Instituto Nacional de Hidrocarburos) recién nombrados, son antiguos y fieles colaboradores suyos. No sólo por su capacidad de influencia, por su capacidad de maniobra, por su presencia o sugerencia oportuna. No sólo porque cuando el golpe de Estado del 23-F su íntimo colaborador Enrique Moya ofreciese al hoy máximo responsable deja política económica española, Miguel Boyer, seguro cobijo en su casa.

Creador de coincidencias, sucesor en puestos de mando de amigos que a su vez le han sucedido, Boada Vilallonga ha sabido crear equipo: el equipo o grupo de presión por antonomasia, con ramificaciones en la industria, en la política energética, en los grandes centros de decisión de la banca oficial y privada, en los que militan directa o indirectamente, al menos, el nuevo presidente del Instituto Nacional de Industria (INI), Enrique Moya; el nuevo presidente de CAMPSA, José María de Amusátegui; el actual presidente de Enpetrol, José Luis Díaz Fernández; el presidente del Banco de Madrid, José María López de Letona, y el subgobernador del Banco de España, Mariano Rubio Giménez.

Claudio (Boada Vilallonga) ha sabido crear equipo y ofrecerlo, en el momento adecuado, al nuevo Gobierno, deseoso de contar con un núcleo de empresarios independientes para dirigir buena parte de las empresas públicas, que le evitase la tacha de sectarismo y le allegase la confianza de los sectores económicos tradicionales. Para este viaje, Miguel Boyer no pensó en las alforjas de algunos de los banqueros más renovadores o en la cantera de las Cámaras o en los nombres europeístas del Círculo de Economía de Barcelona. Urgido por la necesidad de distanciarse sin altercados de la patronal CEOE y temeroso de dar demasiada alternativa a jóvenes ejecutivos socialistas poco conocidos, prefirió pescar cargos en el Círculo de Empresarios (ver EL PAIS del 9 de enero) y concretamente en la aguas del grupo Boada, a las órdenes del que trabajó en el Instituto Nacional de Industria (INI) y, más recientemente, en el Instituto Nacional de Hidrocarburos (INH).

Asperezas en el Gobierno

La vinculación de algunos de estos hombres al antiguo régimen, y su ideología política muy cercana a los planteamientos de Alianza Popular le está costando al ministro de Economía, Hacienda y Comercio, más de un disgusto con el otro peso pesado del Gobierno González, Alfonso Guerra y con el ministro de Industria, Carlos Solchaga: el reciente nombramiento de Enrique Moya como presidente del INI, en concreto, provocó un pulso en el Consejo de Ministros en que se discutía. Boyer sacó adelante el nombramiento, pero hubo "momentos de tensión y aspereza" notables en la discusión, como ha reconocido uno de los asistentes.

Privó la eficacia buscada sobre otros criterios. Pero también la eficacia debe pasar por el cedazo de la historia. Una historia muy ligada a la del jefe de fila, Claudio Boada. Este hombre pragmático, con fama de duro y de escasamente creativo -"los inventos me gustan relativamente poco", confiesa-, nació en Barcelona en junio de 1920. Hijo de una familia media y tradicional del Ensanche barcelonés, con cinco hijos, su vocación de ingeniero de Caminos quedó frustrada porque la única escuela de la especialidad radicaba en Madrid. Optó por los estudios de ingeniero industrial, que acabó en 1946. En los viejos pasillos de la Escuela Industrial trabó fuertes, lazos de amistad con Jaime Castell, el financiero que posteriormente sería decisivo en su vida.

Su primer trabajo se desarrolló en una fábrica de maquinaria textil (Talleres Boladera) en Terrassa. En 1947 -su afición: "sobre todo, me gusta navegar"-, marchó a Tetuán como director de una compañía hispano-marroquí de transportes eléctricos. Volvió a Barcelona en 1950, de la mano del amigo de Suances, Wifredo Ricard, como ingeniero del taller de coches de carrera de Enasa/Pegaso. Entraba en contacto con el INI grandilocuente de Juan Antonio Suances -el español a quien declara admirar más-. Con Ricard se fue en 1952 a la sevillana Sociedad Anónima de Construcciones Agrícolas (SACA), también del Instituto y de la que era asesor jurídico José María de Amusátegui y de la Cierva, hasta que en 1957, reclamado por Suances, volvió a Pegaso para dirigir la factoría de Barajas. En esta empresa ocupó diversos cargos, director-gerente, consejero, presidente de la comercial. Abandonó el sueño autárquico y pactó un convenio con la British Leyland, clausuró la fabricación del mítico coche de carreras, lo que justificaría en que "era la ruina para la empresa", si bien había servido para elevar el nivel de técnicos e ingenieros. Era una premonición de su posterior actividad empresarial, centrada más en el saneamiento y en la reducción de actividades que en la imaginación y creación de nuevos proyectos. Sus críticos dirían de él que "es un hombre frío, es el hombre del hacha, pero cuando ha acabado de dar hachazos se le acaba la tarea". Fuera como fuese, su carácter metódico y exigente le habían creado ya fama de ejecutivo eficaz, pese a su fuerte acento catalán, tan mal visto en esos momentos. Y le habían catapultado a simultanear cargos en otras firmas y entidades: la Sociedad Anónima de Vehículos Industriales (SAVA), donde fue vicepresidente; Aeronáutica Industrial, donde fue consejero, el Consejo de Transportes Terrestres. Y a conocer el milieu, en el que destacaba un ingeniero de Caminos algo más joven, José María López de Letona, uno de los hombres de López Rodó en la Comisaría del Plan de Desarrollo -responsable de las comisiones de energía y hierro y acero, entre otras-, miembro del consejo del INI y antiguo industrial metalúrgico, quien también constituiría uno de los eternos retornos de Claudio Boada.

El sueño del INI

Sin abandonar los sillones de los consejos, Boada fue llamado en 1967 a presidir la primera siderurgia. española, Altos Hornos de Vizcaya (AHV), que necesitaba aplicar un plan de modernización y reorganizarse. Los ecos de su actuación -otra constante de su historial- fueron positivos en la Prensa: "Tras cinco años de no dar dividendo, en el ejercicio de 1969, AHV ofreció ya un 5% a sus accionistas, tras un año de actuación de Boada". El nuevo equipo del presidente daría guerra en el futuro. El asesor jurídico era José María de Amusátegui (hoy presidente de CAMPSA), la dirección financiera recayó en José Ignacio García Lomas y el director de fabricación fue Luis Rodríguez Castellá. La aplicación del plan de modernización se acompañó de una reestructuración interna y de la venta de 45 filiales, lo que permitió convertir en negros los números rojos. Con la distancia que ofrece el tiempo, un cualificado técnico conocedor de AHV enjuicia hoy así la etapa Boada: "Fue una etapa positiva en su conjunto, sobre todo porque era posible que lo fuese. Las reestructuraciones son más fáciles cuando el mercado tira. Y en aquellos momentos el mercado siderúrgico tiraba". Otros expertos menos entusiastas recuerdan que "se logró rápidamente una sensación de alivio financiero, gracias a la automática actualización de las tarifas de los lingotes, pero la reestructuración no llegó hasta el fondo". La reflotación, en cualquier caso, duraría poco tiempo. La crisis siderúrgica subsiguiente al crack energético de 1973 se encargaría de ello. Nuevos planes de reestructuración, en 1978 y 1981 indicarían que la situación había cambiado y que el anterior programa era efímero. Pero mientras tanto, Boada ya había cambiado de aires.

En octubre de 1969, López de Letona era nombrado ministro de Industria. Poco después se acordaría del presidente de AHV a la hora de hacer sus cambios en el INI: le nombró presidente del Instituto, "el puesto soñado toda mi vida", el 24 de abril de 1970. Pronto incorporó a su equipo a la dirección del Instituto: Enrique Moya sería director del sector de química, alimentación y varios. Amusátegui desempeñaría la jefatura de la asesoría jurídica del INI. Miguel Boyer, la dirección del departamento de estudios. Con este bagaje, empezó a aplicar al holding criterios de estricta rentabilidad, en la idea de que la empresa pública antes que pública es empresa.

El profesor de Hacienda Josep

Lluís Bonet, autor del más reciente estudio global sobre el INI, hace este balance de su etapa al frente del holding estatal: "Si la época de Suances fue la edad de oro, la de Boada fue la edad de plata. Puso orden en la gestión y aprovechó bien la última ola expansiva de la economía. Se puede decir que no vio la que se venía encima, pero eso es más imputable a la política económica general". La Prensa financiera de Barcelona concretaba así los logros de su actuación: "Deja el INI cuando ya estaba prácticamente culminada su obra de saneamiento. De las 37 empresas no rentables que encontró, cuando sucedió a Julio Calleja en el puesto de mando de la gran nave estatal, ofrece a su sucesor un INI con sólo seis empresas ruinosas". Por lo que se refiere a la actuación en Cataluña, esta misma Prensa destacaba como positiva la venta de la empresa Intelhorce a un grupo textil catalán y la "salvación de la Maquinista".

El caso Intelhorce

Esas últimas apreciaciones no eran exactas. En realidad, la centenaria compañía fabricante de bienes de equipo, La Maquinista Terrestre y Marítima, una de las empresas punteras de Cataluña con capital mayoritario INI, venía atravesando una fuerte crisis: exceso de plantilla y baja productividad, limitación de la tecnología propia, ausencia de exportaciones. Ante esta situación, el equipo López de Letona-Boada Vilallonga diseñó un plan de liquidación. El proyecto llegó incluso a la mesa del Consejo de Ministros. Fue rechazado, in extremis, en atención a la importancia que para la economía catalana tenía la Maquinista y a sus posibilidades de recuperación. Los hechos dieron a la larga la razón a la apuesta por reconvertir la empresa, frente a los intentos liquidacionistas: hoy, tras diez años de intensa reconversión, la Maquinista genera beneficios y realiza una importante aportación a su inmediato entorno.

El caso de Intelhorce es de aquellos que merecerían una tesis doctoral. Esta empresa malagueña fue fundada en 1957 por el INI, con la ambición de abarcar todas las fases del proceso textil y de convertirse en la más completa e importante de toda Europa. Pronto sacaría el sueño a los industriales catalanes, secularmente especializados en el sector y temerosos de la competencia estatal en un mercado en el que nadie ostentaba una primacía clara.

Intelhorce se convirtió en seguida en la bestia negra de todos estos industriales privados. De todos, menos de uno. Este era Jaime Castell Lastortras, un vivaz, dicharachero y simpático empresario y financiero, que escribía obras de teatro y que estaba bien conectado con El Pardo a través de la familia Martínez-Bordíu. Jaime Castell aspiraba a quedarse con Intelhorce: "Era su más fuerte ilusión", rememora uno de sus viejos colaboradores. Para ello contaba con un puente de plata: la amistad trabada en los años de estudiante con el entonces presidente del INI, Claudio Boada.

El traspaso de Intelhorce al grupo Castell tuvo unas características peculiares. La empresa venía perdiendo dinero desde su fundación (de los veintitrés ejercicios entre 1957 y 1980 sólo obtuvo beneficios en dos). En 1971, tras haber sido reestructurada y haber ampliado su capital, se disponía a afrontar el alza del mercado internacional con expectativas de beneficios. Fue justo el momento en que el INI, con Boada al frente, tras largos años de soportar pérdidas, decidió privatizar la firma. Intelhorce contaba con un activo valorado en 4.000 millones y un capital de 1.500 millones. Boada la vendió en poco más de ochocientos millones. "Fue un regalo", reconoce el colaborador del financiero catalán. Un regalo con propina, puesto que las altas existencias de algodón en la fábrica duplicaron su valor a las pocas semanas, en virtud de un decreto que revalorizaba la materia prima. Y un regalo con retorno, como se verá después.

Boada, banquero

Claudio Boada salió del INI a principios de 1974. Algunos bancos se disputaban su presencia en sus consejos. Saltó a la Prensa su nombramiento como consejero del Banesto. Sus buenas relaciones con esta entidad serían siempre fuente de rumores, por ejemplo, el de que sustituiría a José María Aguirre Gonzalo en la presidencia. El nombramiento, finalmente, no se produjo. Boada exigía la responsabilidad de todas las participadas industriales del primer banco español. No se le concedió. Entre una y otra cosa, entró nuevamente en escena el amigo de la juventud, Jaime Castell, por aquel entonces presidente del Banco de Madrid y del Catalán de Desarrollo (Cadesbank), propietarios, a su vez, de Intelhorce. Le ofreció la vicepresidencia de ambas entidades y la responsabilidad máxima del grupo industrial Promociones y Desarrollos Industriales S.A. (Prodinsa). Esta aventura acabó en un fiasco (ver recuadro), si bien Boada logró salir de ella con la imagen impoluta, tras dejar el puesto a su amigo López de Letona.

Este, como ministro de Industria, había negociado la entrada de la Ford en España, que se aprestaba a realizar la gran inversión de Almusafes. Boada sería nombrado, en octubre de 1974, presidente de Ford-España, cargo que simultanearía con sus responsabilidades en el grupo bancario e industrial de Castell. Su actividad paraempresarial se centraría después en la formación del Círculo de Empresarios de Madrid, al que representó en el comité ejecutivo de la patronal CEOE y en la presidencia de la Asociación para el Progreso de la Dirección, en la que sustituyó en diciembre de 1981 a Antonio Garrigues Walker, por el pase de éste a la política de partido. Sus posiciones políticas han sido siempre acentuadamente conservadoras. En una de las contadas ocasiones en que expresó su pensamiento político, mediante una conferencia dictada en la ciudad de Vic, en abril de 1976, -cuando el presidente del Gobierno español era Carlos Arias Navarro-, Claudio Boada se pronunció explícitamente contra el cambio político, al manifestar: "Conviene que el mundo laboral medite profundamente si sus exigencias están relacionadas únicamente con sus justas y lógicas aspiraciones o si ellas, en caso de aceptarse, no conducirían inexorablemente a un cambio de sistema político y económico que a la larga produciría menos satisfacciones a los propios que las propugnan".

Poco después se producía el cambio político democrático, que contemplaría desde la atalaya del Círculo, de los bancos en crisis y de la filial española de la Ford, hasta su retorno a la empresa pública. Este se produjo en abril de 1981, de la mano de Leopoldo Calvo-Sotelo (a quien conocía de antiguo), quien le nombró presidente del INH. Desde dicha presidencia recuperó a su antiguo equipo: Moya, Amusátegui, Boyer. Su actuación al frente del INH, donde sigue con el Gobierno socialista, está aún por escribir, dado el breve tiempo transcurrido desde que inició su mandato. La incógnita estriba más bien en quién le sucederá algún día y a quién sucederá, aunque para dilucidarla parece demostrado que existen muy pocas variables.

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