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Tribuna
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Reagan y los sucesores de Breznev, ante una década decisiva

Los años ochenta serán decisivos para determinar el rumbo del conflicto entre EE UU y la URSS. Las relaciones se encaminarán bien hacia algún tipo de compromiso o bien se aproximarán más hacia la guerra. Las grandes potencias no van a una guerra a la ligera: las guerras se hacen por motivos graves y, sobre todo, están directamente relacionadas con el equilibrio o desequilibrio de poder. La solución para un conflicto prolongado es también sumamente difícil. Si no fuera así, la Historia no habría conocido la guerra de los Cien Años, o la de los Treinta Años, e incluso la guerra fría. Sin embargo, hay bastantes posibilidades de que las superpotencias lleguen a un acuerdo con el sucesor de Leónidas Breznev.Es casi un milagro de la política que el conflicto entre EE UU y los soviéticos haya durado 37 años sin desembocar en una guerra. Las dos superpotencias han evitado la guerra durante un período de tiempo récord de 43 años -desde 1871 hasta 1914-, conseguido por el sistema de equilibrio de poder que estableció en Europa Otto von Bismarck. Alejándose de las tendencias bélicas reinantes tras el año 1900, las relaciones entre EE UU y los soviéticos han ido, por lo general, mejorando. Las superpotencias han ampliado en gran medida su capacidad de entendimiento, sobre todo tras la crisis cubana de los misiles de 1962. No obstante, ha aparecido el temor a la guerra en Europa occidental y en EE UU.

Parece como si la fiebre bélica se debiera a la inhalación de un potente brebaje de cuño reciente: la crisis de los rehenes de Irán, la invasión soviética de Afganistán, la crisis polaca, el fracaso de las negociaciones sobre el tratado SALT II, una nueva carrera armamentista, demoledores presupuestos para la defensa y, por último, la elección de Ronald Reagan.

La paz parecía estar al alcance de la mano a mediados de los años setenta. La serie de crisis que siguieron provocó un inevitable retroceso. La desilusión y el miedo subsiguientes fueron mucho mayores de lo que podría indicar cualquiera de los acontecimientos vistos individualmente.

Las encuestas de opinión reflejaban los temores. En diciembre de 1981, el 7.6% de las personas entrevistadas para una encuesta de la Associated Press-NBC creían que era algo o muy probable que EE UU se viera involucrado en una guerra en los próximos años, un aumento de casi un 20% desde agosto de 1981. Sin embargo, esta misma encuesta revelaba que el 66% creía que el presidente Reagan "había marcado el tono adecuado para hacer frente a los soviéticos".

Una encuesta diferente hecha en la primavera de 1982 reveló que el 45% creía que el peligro de una guerra nuclear iba en aumento. El famoso reloj del boletín de los científicos atómicos avanzó desde siete hasta cuatro minutos antes de la medianoche de 1981. Los observadores del reloj aducen que es un barómetro preciso, que registra el estado de la carrera nuclear entre EE UU y la URSS". No obstante, Dean Rusk, ex secretario de Estado, escribió en 1981 que las superpotencias nunca han estado más lejos de una guerra nuclear en los últimos treinta años.

Un acuerdo obligado

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Rusk tiene razón. En un momento en que el peligro de guerra parece hallarse en aumento, están apareciendo al mismo tiempo elementos significativos para lograr la paz. En la URSS, el cambio de jefatura coincide con una histórica época de problemas en el interior del país y con cambios profundos en su posición global. Ninguna de las dos superpotencias puede esperar con realismo lograr una posición de dominio excepto a costes astronómicos. En consecuencia, las superpotencias habrán de llegar a un acuerdo.

Un arreglo entre EE UU y la URSS pareció posible en los tres períodos determinados desde el final de la segunda guerra mundial: 1952-1955, inmediatamente antes y después de la muerte de Joseph Stalin; 1962-1964, tras la crisis de los misiles cubanos; 1969-1979 -el esfuerzo más sostenido y más serio-, cuando la distensión Este-Oeste se convirtió en el punto cla ve de la política global.

La última vez que los dos ban dos podrían haber llegado a un tratado de paz serio, a la manera tradicional, fue seguramente cuando Harry Truman, Joseph Stalin y Winston Churchill se reunieron en Postdam, en Alemania del Este, en 1945. Los subsiguientes encuentros al final de la década de los cuarenta no fueron negociaciones sino maniobras para conseguir el dominio de Europa y Asia.

Se abrió un pequeño resquicio para la posibilidad de conseguir un acuerdo europeo con la nota de paz de Stalin en marzo de 1952, en la cual apuntaba la reunificación alemana, y duró hasta la decisión occidental de rearmar a Alemania Occidental a fines de 1954. Lo que siguió fue un acuerdo tácito, pero desasosegado, en el que Europa y Alemania iban a permanecer divididas. La aceptación pasiva de la intervención soviética en Hungría constituyó la manifestación definitiva de esta situación.

Las expectaciones limitadas constituyeron la norma. EE UU ni siquiera contempló seriamente un amplio acuerdo tras la confrontación de los misiles cubanos, aunque en aquel momento la posición de la URSS era sumamente débil, Todos los esfuerzos de la diplomacia Este-Oeste se centraron exclusivamente en el logro de un acuerdo para limitar las pruebas de armas nucleares: el tratado de la prohibición parcial de pruebas de 1963.

Washington había rechazado la propuesta simultánea del premier Nikita Jruschov para llegar a un acuerdo de no agresión: se consideró que tras esta oferta no había resquicios ocultos dignos de estudio. En cada una de estas dos ocasiones, 1953 y 1963, las posibilidades de lograr un acuerdo no eran seguramente muy grandes, principalmente porque la URSS se hallaba demasiado débil. Pero EE UU y las otras potencias occidentales también se hallaban tímidas y dubitativas.

La desintegración del mundo comunista

Hubo un delgado hilo que unió estos modestos esfuerzos a las negociaciones más amplias de los años setenta: la rápida desintegración del mundo comunista, que comenzó con la muerte de Stalin. Si la desestalinización se hallaba unida a la coexistencia, la disputa chino-soviética abrió el camino a la distensión.

El nuevo factor estratégico provocado por esta ruptura -el cambio más importante de alineamiento desde el final de la segunda guerra mundial- se convirtió en la baza fuerte de los contactos con el Kremlin instrumentados por Richard Nixon y Henry Kissinger. Insistieron en que un acuerdo a gran escala ni siquiera era remotamente imaginable: la tarea consistía en poder mantener las relaciones.

Sin embargo, ese entendimiento se consiguió prácticamente en los acuerdos negociados por el entonces canciller de Alemania Occidental, Willy Brandt, con la URSS, Polonia y Alemania del Este. Y, a pesar del desastre del sureste de Asia, EE UU consiguió una nueva aproximación a China, que más tarde incluiría a Japón.

En un sentido importante fracasó el esfuerzo por conseguir un acuerdo total, y ese fracaso malogró los posteriores logros. Las superpotencias no pudieron exportar sus contiendas fuera de Europa y Asia del Este. Desecharon los mecanismos de acuerdo tradicionales, estableciendo esferas de influencia.

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