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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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De la Moncloa a Ribadeo

También en la valoración del desacierto gubernamental en el ámbito de los problemas económicos puede decirse que el veredicto popular ha confirmado la opinión de los especialistas: los resultados electorales, en efecto, deben interpretarse como una masiva ratificación de los más duros juicios que se han formulado sobre la política económica española de la etapa que ahora termina; una política económica que arroja un balance ciertamente negativo, según los autores de este artículo.

Con toda razón ha podido hablarse, en los comentarios editoriales de estas mismas páginas, de la tierra quemada que deja UCD a sus sucesores. El fácil recurso exculpatorio cuando se plantea este tema remite, tópica e indefectiblemente, a la crisis económica internacional, que España ha debido afrontar de manera simultánea a la transición política. Pero, con la perspectiva que proporcionan los años transcurridos en uno y otro proceso, hoy es posible ya matizar a la hora de imputar responsabilidades.Dos subperíodos, al menos, pueden distinguirse con claridad. El primero, marcado todo él por el impacto en nuestra economía de la inicial alza importante de los precios del petróleo en el mercado mundial (impacto ignorado o minusvalorado, primero, por la política económica española, y luego, mal y tardíamente asumido), abarca los acontecimientos políticos que se suceden desde la muerte de Carrero Blanco hasta la promulgación de la Constitución de 1978. El segundo subperíodo, sobre el que repercute la otra gran alza del petróleo en el mercado internacional (1979-1981), se extiende a lo largo de los últimos cuatro, años, contrastando claramente con el anterior por la parvedad de los logros políticos ahora conseguidos y por la mayor inanidad de la política ,económica para hacer frente a los problemas planteados.

Dos periodos diferentes

La comparación entre ambos subperíodos es, en todo caso, aleccionadora. Aunque todavía es pronto para una apreciación firme, tal vez no sea una hipótesis descartable considerar la profundidad que alcanza la crisis económica en la España de la segunda mitad de los años setenta como el principal coste del éxito de la normalización democrática. Con otras palabras: la liquidación efectiva del franquismo y el paso a un régimen de las libertades públicas sin trauma social alguno se cobró el tributo de una honda y generalizada crisis económica durante los primeros años de la transición.

Para explicar la evolución desde 1979, esa línea argumental, sin embargo ya no tiene consistencia. Los únicos avances notorios que se han conseguido ahora frente a la crisis económica (fundamentalmente, el esfuerzo adaptativo a las nuevas circunstancias del mercado energético y de los costes del trabajo) han sido posibles merced a la colaboración de determinados grupos y sectores sociales -y, en particular, de las fuerzas sindicales- en varios ensayos de política de concertación, que constituyen, en su conjunto, uno de los más valiosos y originales activos del proceso de establecimiento de la democracia en España. Por contra, la rigidez e impotencia gubernamentales en estos últimos años se ha manifestado tanto en el perceptible freno al proceso de transformación democrática del Estado como en el pronunciado deterioro de la situación y de las expectativas económicas.

En efecto, sería necesario remontarse a bastantes años atrás para encontrar un repertorio similar de datos tan sombríos referidos al curso de los acontecimientos económicos. Los más significativos se conocen bien: desde marzo de 1979 se ha duplicado la tasa de paro; en ese mismo período se ha doblado también la cuantía del déficit público, hasta aproximarse al billón de pesetas; la deuda exterior ha alcanzado cotas casi tercermundistas, hasta tal punto que para hacer frente al pago de intereses y amortizaciones hay que dedicar una cifra próxima al valor de toda la producción agraria española; no se ha detenido prácticamente la inflación a lo largo de los últimos meses; sí se ha paralizado, en cambio, la reforma fiscal, desvirtuándola en mero instrumento para mejorar la recaudación; no se ha incrementado el nivel de la actividad productiva ni se ha avanzado sustantivamente en la reconversión industrial, a pesar de la generosidad con que se ha dispuesto de los fondos públicos; se han agravado dramáticamente los problemas de muchas pequeñas y medianas empresas, y, en fin, el clima de liquidaciones, suspensiones de pagos y quiebras que parece dominar a diversos ámbitos empresariales y financieros (con la resonante traca final de lo sucedido en Aceros de Llodio, Naviera de Cantabria, Editorial Bruguera, Construcciones Colomina, Cemasce... y, sobre todo, de lo que está ocurriendo, con centenares de miles de millones de pesetas comprometidos, en el complejo AluminioAlúmina, en Explosivos Río Tinto y en Banca Catalana) sólo es parangonable con la inadecuada estructura y el ineficiente funcionamiento del sector público, que también lega UCD al próximo Gobierno socialista.

Socialismo y eficacia

Legado bien gravoso, por cierto, pues la persistencia de una Administración que aún se guía por normas dictadas en gran parte por intereses personales o de grupo, apegada a una concepción patrimonial de los recursos del Estado, no es posible compensarla en España con una cohesionada y bien organizada vida ciudadana, con un tejido social bien trabado, dada la influencia que aún ejercen sobre nuestras precarias prácticas civiles las servidumbres de un largo período histórico en el que fueron negadas o bastardeadas.

A la luz de estas circunstancias cobra todo su sentido el resultado de las urnas. Como se decía al comienzo de estas líneas, el estrepitoso fracaso electoral del partido gubernamental se corresponde con el fracaso de la acción de gobierno en muy diversos frentes. Y son esos mismos datos los que dotan de un indudable patetismo gestos como el del presidente del Gobierno al afirmar aún hace pocos días que "es consustancial al socialismo no funcionar'.

No pretendemos ahora entrar en el tema de esa sedicente y gratuita incompatibilidad entre socialismo y eficacia; ocasiones para contrastarla habrá en los tiempos que vienen (aunque, por lo pronto, en la noche del 28-O ya el PSOE dio sobradas muestras de una mayor eficacia que los servicios de la actual Administración en el cómputo puntual y preciso de los resultados electorales). Pero, desde luego, quien no está calificado para ello es el presidente de un Gobierno que, además de por todo lo dicho, tal vez pasará a la historia por ser el primero que convoca unas elecciones generales y no conseguir en ellas ningún ministro acta de diputado. Un presidente que ha despilfarrado en pocos meses el extraordinario crédito de confianza que la sociedad española le otorgó al comienzo de su imandato, a pesar de sus muy discutibles gestiones previas al frente (le empresas públicas (Renfe) y de empresas privadas (las dificultades actuales de Explosivos Río Tinto no le son ajenas).

Un presidente, Leopoldo Calvo Sotelo, al que hay que atribuirle mucha responsabilidad personal en el dramático e inquietante desmoronamiento del centro político organizado.

Es deseable, en consecuencia, que su aspiración -confesada por él mismo hace sólo unos pocos días- a ocupar la alcaldía de Ribadeo se cumpla sin demora, siempre que los vecinos lo, elijan para ello.

Y que las tranquilas y inuy bellas aguas que separan a Galicia de Asturias le permitan cultivar a Mozart con más fortuna que ha conseguido en el cuidado de los intereses colectivos de la sociedad española.

Arturo López Muñoz es el seudónimo colectivo de J. L. García Delgado, Juan Muñoz y Santiago Roldán, catedráticos de Estructura Económica.

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