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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Intervencionismo: tópicos y falacias

Según los autores, conforme avanza la campaña electoral, los portavoces de la opinión más conservadora mezclan los consabidos tópicos de siempre con nuevas falacias sobre el tema de la intervención del Estado en la economía. Es un ejercicio -dicen- de tosca demagogia, en el que las peticiones ideológicas de principio se superponen a una interesada falta de memoria respecto de la naturaleza y la paternidad de las prácticas intervencionistas en la España contemporánea. Además de las inconsecuencias entre las medidas propuestas y las líneas de actuación de política económica para hacer frente a la crisis.

Lo primero que se debe subrayar si se desea poner al descubierto esa táctica es que el intervencionismo que se ha practicado en España -con todos sus aciertos y con todas sus servidumbres- no se ha debido a idearios ni a Gobiernos socialistas.Puede decirse incluso que es durante el primer bienio de la II República cuando se aflojan más visiblemente algunos de los rígidos mecanismos de intervención que venían siendo habituales en fechas anteriores, los mismos resortes que después cobrarán renovada efectividad en los decenios posteriores a la guerra civil.

El intervencionismo que en España se ha practicado hasta hoy, digámoslo con otras palabras, ha sido una política que ha tenido que ver más con la derecha que con la izquierda y, desde luego, más con el autoritarismo que con las posiciones políticas que han abanderado la lucha por el progreso y la libertad.

Dicho con rigor, ha sido una política de protección, fomento, ordenación y promoción de empresas que ha respondido básicamente a los postulados de un nacionalismo económico entendido la mayoría de las veces por los dirigentes del conservadurismo español con evidente falta de perspectiva.

Memoria histórica

No puede dejar, pues, de sorprender que no se hable ahora de intervencionismo sino para desautorizar ciertas propuestas de la izquierda. Con un poco más de memoria, se recordaría, por ejemplo, cómo uno de los más lúcidos y emprendedores dirigentes de las burguesías españolas de nuestro siglo, Francesc Cambó, a quien se deben algunas de las más importantes innovaciones legislativas en el campo de la actividad financiera y mercantil de toda la historia contemporánea de este país, se jactaba, a la altura de 1918, de defender dentro del Gobierno "un sentido de intenso estatismo, de intervencionismo del Estado muy acentuado" (discurso en el Congreso de los Diputados el 20 de noviembre de 1918).

Y con menos lagunas en el recuerdo, tampoco se habría hoy olvidado que uno de los más activos partidarios de la intervención del Estado durante el decenio de 1960, y de una intervención que tenía aún muchos ingredientes de simplismo arbitrista y de voluntarismo regeneracionista (amén del estilo autoritario propio de la época y del personaje), fue Manuel Fraga, que llevó el impulso intervencionista hasta actividades en principio tan reacias a estrictas regulaciones como son el turismo y diversos aspectos de la creación cultural.

La segunda lección que se deduce de una mirada retrospectiva sobre la España de nuestro tiempo es que el intervencionismo descrito no se ha debido a ninguna oscura conjura de grises burócratas, sino a las constantes demandas de protección formuladas e impuestas por patronales y grupos de presión empresarial.

Es más, los excesos y deficiencias en que han incurrido y han ocasionado las prácticas de intervención hay que ponerlos en relación más con dichas presiones, realizadas de forma unilateral por empresas y sectores concretos (sin atender a los posibles efectos contradictorios o neutralizadores de otras actuaciones similares con protagonistas distintos) que con hipotéticas incapacidades o incompetencias de funcionarios.

Excesos y deficiencias, en definitiva, más achacables a una primitiva confusión entre lo público y lo privado, y a una vieja concepción paternalista de la actuación estatal, que al avance del sector público en una economía moderna.

Las recetas de AP

Si algo destaca del programa económico de Alianza Popular (y nos fijamos en él porque quienes lo postulan repiten sin cesar estos días los tópicos y las falacias a las que se ha hecho referencia), es precisamente su falta de modernidad y su absoluta falta de coherencia en punto a la intervención del Estado.

En efecto, como ya se ha destacado con agudeza y oportunidad en comentarios editoriales aparecidos en estas mismas páginas, las enfáticas declaraciones a favor de la libertad de mercado de dicho programa (que parecen, por lo demás, no tener más apoyatura teórica que la convicción de Adam Smith de que haciendo cada uno su interés particular, "resulta el interés de todos") se contradicen a renglón seguido con un sinfín de propósitos que recuerdan los hábitos dirigistas de la derecha autoritaria española de los sombríos tiempos pasados y que, en resumidas cuentas, no perfilan sino una apretada competición por la caza y apropiación de toda clase de apoyos y subvenciones estatales para actividades y sectores determinados.

Bastarán algunos ejemplos. Así, en el mismo texto que se propugna "la libre competencia de productores y consumidores privados ante unos precios relativos reales de productos y fáctores", se defiende la ampliación de las actuales prácticas reguladoras de los productos agropecuarios, llegándose en el caso del vino a condenar "las adversas campañas publicitarias" que estimulan "el consumo de bebidas foráneas".

En el mismo texto en que se afirma que los precios han de corresponder "a la escasez relativa real de productos y factores", se sostiene "la necesidad de abaratar los precios del gasóleo mediante subvenciones" en el sector pesquero, para el que se proyecta, además, un Forppa particular (el Fondo de Regulación y Ordenación de los Productos del Mar).

Tratos de favor

En el mismo texto en que se atribuye a la "hipertrofia del Estado" la máxima responsabilidad de la gravedad de la crisis económica actual, se acude a la envejecida fórmula proteccionista de "industria naciente" para justificar ciertos tratos de favor a algunas líneas de la producción fabril, olvidando, sin duda, esas palabras que tienen más de un siglo del autor del Arancel con mayor vocación librecambista de todo el XIX, Laureano Figuerola: "¡Industria naciente! Hace sesenta años que oigo hablar de ruina y de industrias nacientes. ¡Vaya bebé de sesenta años!".

Y en el mismo texto programático que se jalea a las pequeñas y medianas empresas privadas, se aboga por la creación de "poderosas compañías de trading" bajo la tutela del Instituto Nacional de Industria, a las que se encomienda la tarea de realizar las ventas en el exterior "de las heterogéneas y pequeñas producciones de las pyme y gestionar al mismo tiempo las importaciones compensatorias", por lo que estas grandes empresas de comercio exterior gozarán de una "exención total de impuestos en sus cinco primeros años y podrán en los cinco siguientes amortizar completamente sus inversiones".

Alarde de incoherencia

Mercado e intervención, pues, se prescriben en la misma receta, en un alarde de incoherencia y despropósitos, que revela, tal vez, más que ninguna otra cosa, un rancio sentido patrimonial del Estado, propio de quienes han controlado y utilizado los recursos públicos para servicio de intereses privados.

Como rancia es, a pesar de sus envoltorios novedosos, la política que AP propugna en el terreno de la fiscalidad y de las prestaciones sociales. Ese es el calificativo que cuadra a unas medidas que, en un intento de hacer reversibles largos y costosos procesos de evolución, aboga, declarada o encubiertamente, por reducir el peso de la imposición directa (supresión del impuesto sobre el patrimonio, limitación de la presión fiscal de las rentas altas, supresión del gravamen de plusvalías no especulativas...), aumentando el de los impuestos indirectos, y por reducir, igualmente, los servicios públicos, propugnando en particular la privatización de la Seguridad Social, volviendo a esquemas de gestión privada en cuya liquidación durante los años sesenta el propio Fraga participó desde el Gobierno (piénsese en las compañías de seguros de accidentes de trabajo, suprimidas en 1963). Una política rancia y abiertamente desigualitaria, pues, como ha dicho Galbraith, "cualquier forma de ataque general a los servicios públicos debe tomarse por lo que es: un ataque al nivel de vida de los pobres".

es el seudónimo colectivo de J. L. García Delgado, Juan Muñoz y Santiago Roldán, catedráticos de Estructura Económica.

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