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Tribuna
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Posibilidades y límites del Derecho penal

El artículo 344 del Código Penal vigente castiga el tráfico de drogas con la pena de prisión mayor (privación de libertad de seis años y un día a doce años) y multa. El mero consumo no constituye delito, pero, de acuerdo con lo previsto en el artículo 2, número 711 de la ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social (IPRS), al toxicómano se le puede privar, igualmente, de libertad mediante la aplicación de la medida de seguridad predelictual de internamiento, por tiempo indeterminado, en una casa de templanza.El proyecto de Código Penal de 1980 cambia radicalmente la actual regulación. Por una parte, deroga la LPRS, y con ello, todas las medidas predelictuales, suprimiendo así cualquier tipo de sanción penal contra el consumo de droga; por otra parte, al ocuparse del tráfico de estupefacientes, el proyecto (artículo 326) introduce, como novedades más importantes, las dos siguientes: rebajar las penas, en general, y castigar más el tráfico de drogas duras (prisión de tres a seis años) que el de blandas (que se reprime con una sanción, prácticamente simbólica, de arresto de ocho a catorce fines de semana o, alternativamente, multa).

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Aunque adelanto que, en mi opinión, el proyecto supone una considerable mejora frente al Derecho vigente, la cuestión que ahora se plantea es la de determinar si la nueva regulación: descriminalización del consumo y distinción -con consecuencias jurídicas diferentes- entre comercio de drogas duras y blandas, es o no plenamente razonable, cuestión que hay que resolver teniendo en cuenta -y valorando- los datos que expongo a continuación.

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Bases para una toma de posición

En primer lugar, que el Derecho penal es un medió probadamente poco eficaz para combatir el problema de la droga: a pesar de que en los últimos años muchos países han tratado de contener el fenómeno con una política represiva de endurecimiento -dentro de este contexto hay que situar la reforma española de noviembre de 1971, que amplió los supuestos de conductas punibles y agravé las penas-, el fracaso ha sido estrepitoso y, en vez de una recesión, a lo que asistimos es a un aumento espectacular e incontenible del consumo de estupefacientes.

El segundo dato a tener en cuenta es que es falsa la afirmación de que la droga blanda supone un tránsito hacia la dura. No es el consumo anterior de derivados del cannabis, sino graves perturbaciones psicológicas preexistentes las que explican la adicción a sustancias tan destructivas como la heroína o la morfina.

Que ello es así se sigue, sin más, de que del gran número de personas que han probado droga blanda -se ha Regado a decir que un 60% de nuestra juventud lo ha hecho alguna vez- sólo muy pocas dan el paso de escalar a la dura: el consumo juvenil de marihuana o hachís suele tener un carácter transitorio, dentro del marco del proceso de autoafirmación frente al mundo adulto, y la estigmatización con una reacción punitiva encierra el grave peligro de convertir en una tragedia lo que, sin esa reacción, no habría pasado de ser una mera anécdota.

Efectos secundarios negativos

Como tercer y último dato, quiero llamar la atención sobre los efectos secundarios negativos de una represión penal indiferenciada de todo lo que tenga relación con la droga: el toxicómano, para procurarse las enormes cantidades de dinero que se le exigen para comprar sustancias como la heroína o la morfina, se ve obligado a acudir a la delincuencia -casi siempre violenta- contra la propiedad, a la prostitución o, a convertirse él mismo en un traficante de drogas, lo cual condiciona, a su vez, la entrada en contacto, primero, con el -hasta entonces tal vez distante- submundo criminal y, después, y posiblemente, con otro submundo: el carcelario, aún más corruptor; a estos efectos secundarios -de por sí ya suficientemente graves- de la represión indiscriminada hay que añadir otro ulterior: como el drogadicto sólo puede obtener la droga en un mercado clandestino, en donde desconoce el grado de concentración del producto que adquiere, ello provoca, en muchas ocasiones, la muerte por sobredosis.

Sobre la base de lo que acabo de exponer, voy a entrar ahora en consideraciones de política legislativa, distinguiendo tres clases de comportamientos: el consumo, el tráfico de drogas duras y el de blandas.

Toma de posición

a) Consumo. Porque cada uno puede hacer con su vida y con su salud lo que le plazca (y nuestro Código Penal es coherente con este principio, al no tipificar ni el intento de suicidio ni la automutilación); por ello el consumo de droga, de la clase que sea, es una conducta que debe quedar al margen de cualquier sanción. En consecuencia, la LPRS debe ser derogada ya -hoy, mejor que mañana-, pues al castigar al mero drogadicto no sólo se está entrometiendo en la esfera estrictamente privada, sino que, en vez de contribuir a combatir la delincuencia, supone un factor criminógeno que no puede seguir siendo tolerado por más- tiempo.

b) Trárico de drogas. duras. Aquí hay que partir de una distinción elemental: la que existe entre el traficante no adicto, mafloso, que ha elegido esa actividad para enriquecerse a costa de la salud, de la felicidad e incluso de la vida de sus semejantes, y el toxicómano, que, por lo general, en el último eslabón de la cadena comercial (dealer), vende droga para poder financiar su propia y costosa adicción.

Que el traficante mafioso debe ser tratado como lo que es: un vulgar y peligroso delincuente, se entiende por sí mismo. Frente al dealer adicto, el Derecho penal también debe reaccionar con una consecuencia jurídica. Pero pienso que, si se toma en serio el principio de reinserción, esa consecuencia debe consistir, no en una pena privativa de libertad, sino en una medida de seguridad posdelictual,de tratamiento hospitalario o ambulatorio, tratamiento que, como es sabido, no siempre tiene éxito y, cuando lo alcanza, éste muchas veces es sólo transitorio. Hay que decir que en tales casos la solución menos mala es la de seguir administrando -a corto o a largo plazo y bajo control médico- productos sustitutivos, como la metadona, o incluso la misma droga objeto de adicción, y ello, por las siguientes razones: porque de esta manera el toxicómano no tiene que volverse a sumergir en el tráfico de drogas, en la criminalidad patrimonial o en la prostitución para poder pagar el precio del estupefaciente en el mercado clandestino (si no existe otra altemativa, es mejor para la sociedad y para él mismo un drogadicto sin más que no un drogadicto delincuente), porque de esta manera se le rescata del submundo criminal y se le posibilita el mantenimiento de una vida profesional y familiar normal, contribuyéndose así a su reinserción social y, finalmente, porque la administración de la droga bajo control médico evita los accidentes por sobredosis.

c) Tráfico de drogas blandas. La alternativa que, por último, se plantea es la de si las conclusiones a las qxie hemos llegado, en relación al tráfico de drogas duras son válidas también para el comercio con drogas blandas o si, más bien, lo que procede en este último supuesto es, pura y simplemente, la despenalización.

A favor de la despenalización hablan los siguientes argumentos: que, como se ha indicado ya, la droga blanda no supone un tránsito hacia la dura; que los estudios más serios sobre el cannabis (Estados Unidos, Informe La Guardia; Reino Unido, Informe Callaghan; República Federal de Alemania, Congreso de octubre de 1979 de la Sociedad Alemana de Investigación y Terapia de la Drogadicción), mantienen que la nocividad de esta droga no es superior a la de otras toleradas, como el alcohol y el tabaco; que es precisamente su escasa nocividad la que explica la difusión que ha alcanzado y que lo que no parece legítimo en una sociedad pluralista es que el sector adulto se irrogue el derecho de conservar sus propias adicciones (alcohol y tabaco) y que trate de estigmatizar penalmente al sector juvenil, que no se caracteriza por tener una toxicomanía grave, sino simplemente una distinta.

Desde esta perspectiva del principio de intervención mínima del Derecho Penal, pienso que los argumentos que se acaban de exponer fundamentan convincentemente la despenalización del tráfico de droga blanda. Pero pienso tam.bién que una descriminalización pura y simple -con la consecuencia, por ejemplo, de que los derivados del cannabis podrían adquirirse libremente en los estancos- dispararía el consumo en unas proporciones que no se pueden permitir: que un comportamiento no alcance entidad penal no quiere decir que haya que promover su difusión, y que una droga no sea más nociva que otras legalizadas no quiere decir que haya que favorecer la generalización, en nuestra sociedad, de una tercera toxicomanía, junto a la del alcohol y la del tabaco. Por todo ello, la solución que armoniza los puntos de vista expuestos es la de descriminalizar -porque no tiene entidad penal- el tráfico de droga blanda y la de convertirlo en un mero ilícito administrativo -porque tam poco se trata de promover el consumo de un producto, en definitiva, perjudicial para la salud, por más que su nocividad no rebase la de otros tóxicos legalizados.

Conclusiones

La conclusión de este trabajo es que, de las conductas examinadas, la única que debe desencadenar consecuencias jurídicopenales es la del comercio con droga dura: pena para el traficante no adicto y medida de seguridad posdelictual terapéutica para el adicto. En el tráfico de droga blanda se propone su descriminaliz ación, pero no su legalización: que el delito se convierta en un ilícito administrativo. Finalmente, el simple consumo como tal de cualquier clase de droga no debe llevar vinculada consecuencia jurídica alguna.

Y la conclusión es, también, que está fuera del alcance del Derecho penal la solución del problema, y que los remedios hay que buscarlos, no en un excesivo, indiscriminado, contraproducente y fácil rigor, sino teniendo imaginación y preguntándose qué cambios hay que introducir en esta sociedad para que la gente no se quiera destruir ni quiera huir -porque no la soporta- de la realidad que se le presenta: ahí está el camino, y no en conducir al elefante del Derecho penal dentro de la tienda de porcelanas, donde se encuentran los débiles y los angustiados.

Enrique Gimbernat es catedrático de Derecho penal y decano de la facultad de Derecho de la Universidad de Alcalá de Henares.

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